Abierta a usos varios, interpretaciones, a su caracterización como personaje, a su empleo emblemático, como enclave perfecto para reconstruir la historia o como arena en la que se suceden grandes batallas y duelos a muerte. Que me perdonen si alguien pensó que esto iba de Rossellini. La pequeña broma del título viene a cuento de una doble sesión que, ya adelanto, no pretendía criterio ninguno. De hecho, podría calificarse de accidente el aunar en una doble sesión El Furor del Dragón (Way of the Dragon, Bruce Lee, 1972) y Roma (Federico Fellini, 1972) y que uno acabe reflexionando sobre los nexos posible entre las mismas: el contexto en que se sitúan y la coincidencia del año de su realización. La reflexión puede no dejar de presentarse como obvia, pero tampoco puede dejar de ser sorprendente como un mismo espacio geográfico, mismo contexto y tomado a consideración en un mismo tiempo, puede llegar a adoptar papeles tan distintos en los tan distintos filmes mentados. La comparación realmente vale la pena y permite analizar, tras sendos visionados, un sinfín de mecanismos, funcionalidades y empleos del espacio (cualitativa y cuantitativamente decantados en la Roma de Fellini) que tanto pueden realzar la belleza eterna de una ciudad que según Fellini muere y renace a lo largo de la historia como convertirla en inmejorable contexto para un experimento sociológico o un descenso a los infiernos.
En El Furor del Dragón, única película dirigida por Bruce Lee, Roma es un lugar extraño al héroe que acude a la llamada de socorro de unos familiares cuyo restaurante oriental en la capital italiana peligra por culpa de las extorsiones de la mafia. Tan simple es el argumento como el empleo que Lee realiza de Roma. La Ciudad Eterna era un emplazamiento ajeno en su filmografía y, por tanto, un elemento novedoso a incorporar que debía ser explotado al máximo. Así, el aprovechamiento de las imágenes de Roma es emblemático, postalero incluso, que reivindica la belleza de la ciudad pese a que ésta le resulte indiferente al personaje de Lee, Tang Lung. Es también, tal como nos recuerda uno de los secundarios, la casa ajena donde ellos son los extranjeros y, por tanto, un contexto que favorece el brote de nostalgias por Hong Kong y sentimientos de alienación por parte, sobre todo, de Lung. Finalmente, el Coliseo como sinécdoque más probable de Roma, como primer emblema de la misma es también el escenario final para el duelo que supone el clímax final, una lucha a muerte entre los dos gladiadores que han superado una criba de entre otros muchos aspirantes a la gloria última: Tang Lung y el mayor oponente posible para el mismo, el americano Colt (Chuck Norris, en una expresión máxima de la inexpresividad). El enclave cumple a rajatabla la lógica imperante en las películas de Lee, la del in crescendo, la del espectáculo al que le pedimos el más difícil todavía y nos lo sigue dando hasta alcanzar su clímax final, sea en una sala de espejos en Operación Dragón (Enter the Dragon, Robert Clouse, 1973) o sea en los pasillos del Coliseo acá. Y por cierto que en esos pasillos, en ese duelo a muerte se da más de un plano sospechoso de spaghetti-western... ¿Descabellado? Quizás. Pero párense un momento a plantearse el milagro que esto supondría: recursos genuinamente italianos y tradicionalmente contextualizados en el oeste americano y fronterizo, devueltos en 1972 al corazón de Italia por el mismísimo Bruce Lee y de la mano de una producción hongkonesa. Vale la pena creer en milagros así.
El Coliseo, según Bruce Lee
En la Roma de Fellini, la ciudad adquiere otro tiempo y otra dimensión. Mejor dicho, adquiere tiempos y dimensiones, pasado y presente, mitos y realidades pueriles que sin quererlo ni beberlo acaban componiendo un análisis sociológico de calado a tener en cuenta. La dejadez con la que Fellini mostró a un conato de personaje principal que apenas aparece cuando sí le hace falta delegar su voz en él, el completo desinterés del director por conectar coherentemente las escenas narradas o imaginadas de la vida romana, o incluso la irrisoria intervención de un narrador que aparece espontáneamente y sin razón alguna para luego desaparecer, no expresan otra cosa que su intención es la de hacer Roma el gran personaje que acaba significando la película. Un monumento fílmico en el que el tiempo del mismo se halla constantemente transgredido y el pasado y el presente se funden ilusoriamente, bien sea a través de un documental o un aparatoso viaje a través de un metro en construcción (reconstrucción impresionante realizada en la Cinecittà de Roma) en cuya una de sus paradas los arqueólogos derriban un muro para encontrar una sala de frescos milenarios. El descubrimiento es magnífico, pero pronto se desvanece (como tantas ilusiones fellinianas) por culpa del aire que entra en la sala y los deshace, poniendo en evidencia un conflicto de consecuencia fatal en esa fusión entre el pasado y presente que Fellini ha pretendido. Y es que a Fellini le reprochan unos estudiantes (dentro de plano) que por qué no atiende en su retrato a aspectos sociológicos, y la respuesta llega un par de escenas después, en un teatrillo de mala muerte donde las patéticas variedades se suceden en el escenario mientras el verdadero espectáculo, el de la vida romana, se da en el patio de butacas. Espectadores insultando y riéndose de tamaño ridículo, otros reprobándoles su comportamiento a estos últimos, traviesos adolescentes lanzando objetos a la voluminosa cabeza de un iracundo y mastodóntico tipo, un niño meando en el pasillo excusado por su madre como un mero acto infantil... Fellini ha reiterado su particular experimento sociológico, pues ya lo había presentado en términos similares en la cena en la terraza de la trattoria. Pero hay más: está la primero asfixiante, después vívida visita al prostíbulo romano, lugar en el que bien cabe un cielo y un mercado de la carne; está la broma del pase de diapositivas de monumentos representativos de Roma en una escuela, en la cuál sorpresivamente aparece la figura de una mujer desnuda para jolgorio de los niños, desesperación de los curas y Fellini relamiéndose ante la consumación de la broma, una de las únicas excepciones posibles en las que el cineasta se permitiría el uso de estas postales. Y para terminar, volvamos al Coliseo. La escena viene precedida por una de las más angustiosas y a la vez geniales del italiano: en una especie de intento de metarodaje, lo que vemos en escena es un equipo de rodaje siguiendo las instrucciones de Fellini en su filmación de la autopista, colapsada a su entrada a Roma. El fenómeno metalingüístico, aunque falso, es brutal desde que estamos viendo una escena en la que vemos cómo se graba... ¡la escena en la que estamos viendo! Algo así como el equivalente al acto de la filmación mismo mostrado un espejo, figura que poco tarda en aparecer como un objeto extraño, desubicado, siendo transportado por un vehículo en medio del atasco. Llegamos a un ya deseado final del trayecto y este es el Coliseo y la imagen no podría ser menos idílica, pues el milenario monumento aparece asediado por el monstruoso atasco bajo la lluvia. Se ha convertido en el destino final de un descenso a los infiernos de los que también disfruta Roma, y que Fellini, pese a su amor por la ciudad, no se reprime a retratar como parte inextricable para llegar a entender su personaje escogido para la ocasión.
El Coliseo, según Fellini
enhorabuena por el blog!
ResponderEliminaryo compito como blog personal aunque hablo tambien de cine... así que si te mola un poquitin vótame en 20 minutos! o en el tiempo que te haga falta!!!
Yonomeaburro.blogspot.com
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