El paralelismo y la mención a La dolce vita, de Federico Fellini, recorren la cinta: el personaje de Kirsten Dunst la señala como la mejor película y más tarde, el de Simon Pegg, le regala el vinilo de la banda sonora de Nino Rota; Megan Fox se da un baño de glamour en la piscina, al que Robert Weide querría conferir el aura, la categoría de epifánica visión de Anita Ekberg en las aguas de la fontana; y un cine que pasa la película es el marco de un feliz reencuentro. Pero he ahí la clave: la escena proyectada corresponde a la orgía, la fiesta de la infinita decadencia de la alta burguesía romana en la que Marcello Mastroianni cabalga sin pudor sobre una de las asistentes. Es decir, una de las secuencias más terribles, inclementes de la filmografía del riminés ante la que, sin embargo, el público arremolinado en torno a la pantalla al aire libre, ríe y disfruta como si se tratase de una sesión de blockbuster y sobaquillo de una noche de verano. En realidad, la escena marca la esencia de Nueva York para principiantes: la comedia romántica que cree subirse un escalón por encima desde el mismo momento en que lanza su ataque sobre la high society neoyorquina.
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