Leer crítica completa en La ButacaLa fascinación es casi inmediata. Desde el magnífico prólogo en el que se nos presenta a Max (Max Records, en una reveladora interpretación) y su entorno, una realidad familiar no necesariamente gris, pero sí ausente de figura paterna y con una madre dispersa (breve pero estupenda Catherine Keener), que desatiende a la necesitada figura del infante. A partir de ahí, la huída hacia los particulares monstruos de la imaginación de Max ofrece varias lecturas que nunca deberían pasarse por alto: la isla de los monstruos como un lugar de escapismo, necesario punto de fuga de la imaginación; pero también la isla como lugar donde se plantean los (infinitos) problemas de la construcción de una utopía y, por ende, escenario donde el joven protagonista alcanza la dolorosísima crisis del crecer, las primeras sombras de un mundo adulto insondable y terrorífico que las bestias no quieren, no desearían personificar. Monstruos de la madurez que atesoran tanta entrañabilidad en su nostalgia de felicidad y compañía como tenebrismo en sus representaciones de la vanidad, los celos y el abandono.
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