jueves, septiembre 23, 2010

Paul Verhoeven y la política visual de la provocación

Una disección de la política visual del cine de Paul Verhoeven. Mi aportación al número 10 de L' Atalante. Revista de estudios cinematográficos, ya en sus puntos de venta.


Bajo la perfecta excusa de su octogésimo aniversario, la revista Cahiers du Cinema España rendía, en septiembre de 2009, homenaje y recuerdo a Un perro andaluz (Luis Buñuel, 1929). En ese marco de revisión, y bajo el provocativo título de No mirarás. Instrucciones para transgredir el mandamiento primigenio, el crítico Jordi Costa recordaba la relevancia de la imagen-símbolo inmediatamente asociada a la película de Buñuel, invocada como emblema de toda una vanguardia. Aquel ojo sesgado por el filo de la navaja de Buñuel que, según Costa, podía haber simbolizado el temprano Apocalipsis de un cine recién nacido, «también fue Génesis: abrió las puertas de una historia posible, subterránea, construida para enfrentar a todo aquello que no debería ser mirado por el ojo de un espectador que ya no podía ser inocente» (COSTA, 2009: 88-89). La agresión sobre la mirada, recordaba Costa, era y es signo inequívoco de la transgresión, de la vocación de una violenta reeducación de esta, antes de que se torne acomodaticia y reniegue del inconformismo que reclamaban para la pantalla los surrealistas apelando a lo prohibido, lo inconsciente, lo irracional.

    En una de las últimas secuencias de El cuarto hombre (Paul Verhoeven, 1983), Gerard Reve (Jeroen Krabbé) intenta convencer a su primero ansiado y finalmente conquistado amante, Herman (Thom Hoffman), del peligro que corren de convertirse en la cuarta víctima de Christine (Renée Soutendijk), viuda negra con la que ambos han compartido alcoba. Acto seguido, los dos suben a un coche que conduce Herman. Durante el trayecto, este pierde el control del automóvil y lo precipita hacia un fatal accidente que decidirá el cuarto hombre que reclama el título: una de las barras de hierro que penden de una grúa en un astillero atraviesa el cristal delantero del coche y, tras él, la cabeza de Herman a través de su cuenca ocular derecha. Asumida, en primera instancia, la correlación de la imagen con el mito de Sansón y Dalila en la grotesca muerte, el ojo atravesado inscribe además al cineasta holandés Paul Verhoeven como perpetrador, de pleno derecho, de la contravención a ese mandamiento primigenio, a ese tajante acto de violencia aplicada sobre la mirada. Y a su vez, supone mascarón de proa de toda una política visual de la provocación que el director ha pergeñado a través de una de las filmografías más convulsas y agitadoras de las últimas décadas.

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