viernes, septiembre 19, 2008

De fascismos, guerras y grandes ilusiones

Del cáncer de la humanidad, la guerra, de las dos grandes barbaries que el mundo conoció en la primera mitad del siglo XX decenas de muestras se conocen en el cine en todos sus ángulos y percepciones. Hemos visto la guerra desde el campo de batalla, bajo la ocupación o en su falaz propaganda de victoria. La hemos visto, las menos veces, desde una lente humanista que sobrepase incluso los propósitos de objetividad o de superación de partidismos, lo cuál suele acabar dando con segundas interpretaciones e inconformismos en torno a una visión cinematográfica condenada a hallarse siempre condicionada, siempre parcial. Sin embargo son dos títulos, uno previo a la II Guerra Mundial y otro inmediatamente posterior los que deberían ser mirados en estado de excepción no solo desde su impagable valor cinematográfico o histórico, sino como ejemplos en los que la dimensión humana (y humanista) de la obra la elevan por encima de límites y necesidades del drama de ocupación, juicios y valores subyacentes que no siempre habrían de ser inherentes a la misma. Son estos La gran ilusión (La grande illusion, Jean Renoir, 1937) y Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, Roberto Rossellini, 1945).


Irónico que fuera un antiguo burgués como Jean Renoir el cineasta más capaz de evocar una gran ilusión tan utópica, tan bella como la representada en su película. La gran ilusión del título es la gran ilusión humana, más vigente y con más significación que nunca en tiempos de Guerra (acá la I Guerra Mundial), tiempos en los que Europa sangra y la raza humana se ve encomendada a odiar y matar al prójimo. En ese contexto, un campo de prisioneros para oficiales es el marco perfecto para que Renoir diluya clasismos y enemistades, encarnadas entre los imborrables prisioneros que protagonizan su fábula como por la amistad que sostiene su cabeza visible aunque igual, el Capitán de Boeldieu (Pierre Fresnay) con el Capitán von Rauffenstein (Erich von Stroheim). Ambos capitanes detestan la degradación a la que la guerra les ha sometido, tanto en su papel de prisionero como de captor, mientras sus lazos se unen en conversaciones que tanto tratan de su gusto por la hípica como rememoran los viejos recuerdos exentos del yugo impuesto por el conflicto. De Boeldieu, sin embargo, insiste constantemente ante el capitán alemán que no ha de tomarle en mayor consideración que al resto de sus camaradas, pues todos pertenecen al mismo rango y distinción: todos oficiales, todos prisioneros. Así, se respira en la película de Renoir optimismo en la superficie, es decir, en la utopía de un campo de prisioneros en el que las clases sociales y los rangos han quedado sustituidos por la camaradería y la fraternidad. Es esa la ilusión la que les mantiene vivos y configura un establishment que, sin embargo, subyace la más terrible de las tragedias. La guerra dura demasiado, se insiste a lo largo de la narración, y en los momentos en los que las reglas han de violarse para sentirse un poco más cerca de la libertad (las flautas sonando en el campo de prisioneros) es cuando esa realidad de la que a pesar de esa gran ilusión somos conscientes, se hace evidente y queda enfatizada en su dolor, en su crudeza. Tal es así que el momento más trágicamente bello del filme es aquel destinado a deshacer de forma definitiva los estratos sociales cuando el "burgués" del grupo se sacrifica para hacer posible la escapada de dos de sus camaradas. Y ni si quiera aquí estaremos a salvo de segundas lecturas, pues surgirá la necesidad de preguntarnos si, a pesar de la igualdad proclamada entre hombres, razas y clases, debe ser el privilegiado el que cometa el sacrificio que salve al obrero, al hombre de a pie.



La gran ilusión es la más magnífica reivindicación de una máxima ilusa: la de que todos los hombres son iguales y el mundo no necesita de las fronteras que estos les dibujan (como bien señala Renoir en la culminación del exilio de dos de sus personajes). Es también un compendio de ilusiones, a cada cuál más bella, que se suceden a lo largo de la obra de Renoir: ilusión por respirar aire de libertad, ilusión de la belleza femenina en el campo de prisioneros (aun a través de un soldado travestido), ilusión del arte perdido (vodeviles en las entrañas del campo) o ilusión de victoria (emotiva irrupción del canto de la Marsellesa tras el anuncio de una victoria francesa).De todas esas ilusiones se componen los loables momentos felicidad del afable Maréchal (Jean Gabin), el artista Carette (Cartier) o el generoso judío Rosenthal (Marcel Dalio), que se jacta de su patrimonio pero comparte toda la comida que le es enviada con sus compañeros en entrañables veladas. En ellas los prisioneros razonan sus bien distintos deseos de libertad, mantienen una conversación, no sin sorna, sobre el clasismo de las enfermedades o discuten sobre la cultura y el arte (secundario pero no menos inolvidable el prisionero amante de la poesía de Píndaro). Así, hombres de distinta condición y clase se concilian y sellan unos lazos irrompibles muy por encima de cualquier patriotismo, pero subyugados a una guerra que nunca acaba. La visión humanista de La gran ilusión acaba resultando, por tanto, el argumento más sólido en la retórica cinematográfica de la paz.


Roma, ciudad abierta es en sí el estandarte de la liberación del cine tras la II Guerra Mundial. En cuanto Roma fue liberada, Roberto Rossellini se pondría manos a la obra para narrar la ocupación y la represión del pueblo de Roma en clave de un realismo revisado. En 1945 Roma, ciudad abierta se convirtió en la primera gran película neorrealista, una soberbia obra que hoy no ha perdido vigencia alguna en su narración de una coral historia de supervivencia, de un puñado de héroes anónimos y unos cuantos traidores que interactúan en una Roma tomada por el nazismo. Como en posteriores obras neorrealistas (El ladrón de bicicletas), un niño asiste al horror de un mundo que todavía no comprende, clandestino en su mirada y en su condición social. Rossellini dispuso personajes magníficos, un mosaico en el que arrebata la empatía del espectador de una manera insospechada, haciéndole parte de la clandestinidad desde la que narra los horrores del nazismo, la barbarie justificada bajo un código ideológico de horrendas implicaciones y las consecuencias resultantes en la gente de a pie que sólo desea vivir sin cadenas ni condiciones. Prueba Roma, ciudad abierta que el neorrealismo es el perfecto vehículo para el retrato de esos héroes anónimos, y de paso, de las incoherencias muchas de un fascismo que queda en evidencia no por los comportamientos esperpénticos o demonizados de los nazis en sí, sino por las inferidas en el discurso de un capitán nazi que lanza la desafiante afirmación de que si el prisionero Manfredi (Marcello Pagliero) no habla, eso significaría que italianos y alemanes son iguales, lo cuál "es imposible". No hace falta adelantar que la brutal muerte de Manfredi tras horas de tortura denegara la absurda sentencia del capitán, sino que será uno de los oficiales presentes en el mismo salón el que reconozca que han llenado Europa de cadáveres. Y que de las tumbas, crecerá el odio.



El final de Roma, ciudad abierta es terrible, desesperanzador. Pero su vocación de cronista de la realidad reciente que sacudiera la sociedad italiana no podría concluirla de manera distinta. El sentimiento prevalente llegados los créditos, sin embargo, es el de la heroicidad no intencionada, la necesidad de los actos de unos personajes que de una manera u otra acaban ejecutados, pero que no reclaman título de mártir, sino el fin de otra ilusión: la ilusión atroz de la superioridad de una raza. Entre esos primeros héroes anónimos del neorrealismo se encuentran un puñado de inolvidables: amén del mencionado ingeniero Manfredi, la actuación de Aldo Fabrizi como el clérigo Don Pietro resulta magistral, intachable, como reveladora resulta la de Anna Magnani como Pina. Desenvuelven estos unas actuaciones capitales que son la cabeza visible de una sociedad oprimida en la que desde funcionarios a curas, desde niños a mayores, obreros o artistas muestran su valentía a costo del más alto riesgo o caen en el miedo, en el temor e incluso la traición a la que sigue el remordimiento necesariamente más mortal que la ejecución misma del héroe. El carácter coral de Roma, ciudad abierta, se construye desde un guión construido con Federico Fellini a la cabeza, quien ejecutara aquí su primer trabajo importante para un Rossellini al que había conocido en su coincidencia en la Alleanza Cinematografica Italiana (ACI), aún en tiempos del Duce. Fue la primera de las dos colaboraciones entre director y guionista, (la segunda sería Paisà, en 1946) quien menos de una década después empezaría a perfilarse como el primer gran superador de un neorrealismo camino de un cine visionario, irrepetible. Pero primero fue Roma, ciudad abierta y su retrato atroz, conmovedor. Una vez más, retrato convencido y nunca mejor expresado de lo que el cine tantas veces disfrazó o narró con tintes más o menos oportunos: el rechazo frontal de doctrinas autoritaria y aberraciones que atentaron contra la humanidad. El fruto de la urgencia por registrar aquello que jamás deba ser olvidado para no ser repetido. Y el neorrealismo como la mejor de las herramientas para alcanzar dicho objetivo.

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