La saga parece haber encontrado en David Yates su gran aliado. El británico ha tomado el pulso a esa fatalidad, se demuestra capaz de esa oscuridad creciente; así lo anunciaba aquella Harry Potter y la Orden del Fénix y así se infiere, más si cabe, de la que aquí nos ocupa. Empezando por la paleta cromática, Yates no sólo ha sumergido sus trabajos en tonos apagados y diseños de producción evidentemente menos entusiastas, sino que su cámara se ha ido contagiando, progresivamente, de esa tendencia al hiperrealismo cinematográfico que se extiende por el blockbuster como falaz certificado de calidad (véase aquí la batalla en las inmediaciones de la casa Weasley y véase, después, cualquiera de las más arenosas escenas de Terminator salvation). En cualquier caso, y sin que sea la de Yates una cinta imbuida de dicha tendencia, lo que sí es cierto es que su color anímico acompaña perfectamente a lo que nos está diciendo: hay pasión teen, tentativas de novillos y magreos clandestinos en los rincones de Hogwarts; están las primeras cervezas y los primeros sentimientos hechos añicos; pero todo, absolutamente todo, se ve fatalmente cohibido por la proximidad de la tragedia.Leer crítica completa en La Butaca
A mí es que no hay una sola película de la saga que me parezca medianamente correcta. Más preocupados por los efectos especiales que por el guión, los diferentes directores que se han ido sucediendo al frente del proyecto nos han brindado unos personajes totalmente superficiales, unos diálogos propios de niños de tres años y unos ritmos totalmente inadecuados. En definitiva, un festival de efectos especiales sin ningún otro atractivo adicional. Eso por no hablar de la incapacidad interpretativa de los protagonistas adolescentes, especialmente Daniel, que siempre pone la misma, ya se esté muriendo Dumbledore, ya esté desayunando en el comedor del colegio. Simplemente patético.
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