Alberto Rodríguez (7 vírgenes) firma un tríptico que es un triple retrato de adultos desnortados, tratando de mitigar su dolor en una noche de verano que terminará poniéndolo más de relieve. Lejos de las superficiales visiones nocturnas de Alfonso Albacete y David Menkes en ese intrascendente pelotazo que era Mentiras y gordas, el sevillano propone viajes escapistas y hedonistas con conocimiento de causa y para remarcar fatalidades emocionales: Manuel (Tristán Ulloa) se ve asfixiado por las responsabilidades de la vida familiar, su nulidad como figura paterna; Julio (Guillermo Toledo) vive aterrorizado por su soledad, sólo aliviada con encuentros esporádicos concertados desde un chat; y Ana (Blanca Romero) desespera ante la ausencia de cariño en su vida y pese a su siempre aparente posición dominante. Rodríguez muestra sus ruinas y nunca les ofrece la salvación, favoreciendo planos crudos y ásperos en las mañanas (el que antecede a los créditos finales es demoledor), próximos en su inclemencia y desnudez a los de Alejandro González Iñárritu en la Trilogía del Dolor. Como en aquella, un nexo recorre los segmentos y además supone algún tipo de transferencia emocional, aquí en forma canina (la perra Ula) que puede significar la incompetencia paterna, la duda de la culpabilidad o la irrevocabilidad de la soledad.
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