Hay dos niveles, correspondientes a la concepción carrolliana de dos realidades articuladas en torno al espejo. En un primero, el director asocia un Londres de bajos fondos y ambientes lóbregos a una inmortalidad plúmbea y patética, la de un Doctor Parnassus malviviendo con un extraño vodevil ambulante que sólo parece llamar la atención de ebrios pendencieros. Un segundo, el que tiene lugar al otro lado del espejo y, por tanto, en el interior de la mente de Parnassus, ofrece carta blanca a Terry Gilliam para construir su propio Wonderland, establecer viajes iniciáticos a través de la imaginación o huidas dementes de los peligros de la realidad. Es aquí dentro donde éste se entrega sin reticencias a todos los excesos, donde la cinta se torna circo de tres pistas dispuesto a agotar al más incondicional de sus espectadores. Los viajes a través del espejo pertenecen a otra película, así que son articulados con mayor o menor maña para justificar los delirium tremens del realizador. Los pasajes son de una riqueza visual e inventiva desbordantes, sí. Pero son retazos aislados de la propia imaginación de Gilliam, de desigual interés y adecuados con dificultad a las necesidades de la trama.
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