Las felices coincidencias que favorece el imaginario disparado en un parque de atracciones permite comparar a un aislado experimento de vanguardia del cine español de los 30 con la última y excelente cinta de Greg Mottola: En Esencia de verbena (Ernesto Giménez Caballero, 1930) veíamos a un juguetón Ramón Gómez de la Serna colocarse entre muñecotes de tiro al blanco en una atracción de feria; en Adventureland es Joel (Martin Starr), ese nihilista pragmático, ese existencialista pagano que lee a Nikolái Gógol, quien aparca momentáneamente su convencido desencanto (estudiar lenguas eslavas y luego subsistir de trabajos basura) para colocarse entre los maniquíes de una atracción idéntica como mero divertimento con el que combatir el tedio. La mención del paralelismo nada tiene que ver con vocaciones vanguardistas de Mottola, sino más bien con la consciencia (e importancia, suma) del contexto que también existe en Adventureland: el parque de atracciones puede ser un lugar tan propicio para mosaicos sociales como para viajes iniciáticos, traducibles en probables exorcismos personales del propio autor. Si en Supersalidos (2007) ese viaje acontecía en una noche itinerante hacia la consciencia del final de la adolescencia, en el título que aquí nos ocupa es un verano el espacio de tiempo que requiere la transición hacia la adultez.
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