Lejos de las obras más complejamente dramáticas de Clint Eastwood, en Invictus asistimos, inusualmente, a la narrativa de una victoria incontestable. La mejor prosa del cineasta, sin embargo, no parece corresponderse a un poema épico de William Ernest, sino más bien a los claroscuros que conformaron otras derrotas desgarradoras (Mystic river, El intercambio). Su Mandela, aunque no esquemático, sí está imperado por el sempiterno discurso bienintencionado, por la entrañable cotidianeidad del mandatario (esto es, el Mandela de andar por casa) o su infinito don de gentes (esto es, incluso, el Mandela que flirtea en una fiesta), pero nunca por las problemáticas fricciones familiares que accederían a las sombras, a las contradicciones de la figura que se hacen necesarias para alcanzar el retrato poliédrico (véase la desamparada subtrama de la quebrada familia Mandela).
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Otra de mis grandes decepciones cinematográficas de este año. La perfección técnica de Eastwood se queda en nada al olvidarse de que su cine se basa en las historias y los personajes. Y es que en "Invictus" parece que la mayor preocupación del director es retratar a un Mandela que tiene más de Dios que de humano y al que es prácticamente imposible encontrar algún tipo de defecto (incluso cuando él mismo los confiesa, el hecho de admitirlos ya le convierte en un ser superior al 90 % del resto de los mortales). Tampoco se ahonda en el drama que el racismo supuso en Sudáfrica y que aún hoy en día no ha terminado de ser superado en este país. En definitiva, Eastwood, a diferencia de lo que hace en casi todos su otros trabajos, pasa de puntillas sobre cualquier tema que pueda generar algún tipo de controversia o polémica y firma un panfleto propagandístico de la figura de Nelson Mandela, dando lugar a una película soporífera y poco comprometida.
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