viernes, octubre 10, 2008

Sitges, New York, Tokyo!



La parte por el todo a la que remite la sinécdoque con la que Charlie Kaufman ha bautizado su ópera prima Synecdoche, New York, es también la sensación que uno desearía cuando acude a su primer Festival de Sitges y lo hace asistiendo sólo a una pequeña, diminuta parte de los múltiples actos, proyecciones y presentaciones a las que le hubiera gustado acudir. Una doble sesión matinal compuesta del debut de Kaufman y de Tokyo!, la capital japonesa retratada en tres fábulas de parte de Michel Gondry, Léos Carax y Bong Joon-ho es, desde luego es un doble motivo que vale por cuatro horas de radiante felicidad en el Auditori Melià. Pero uno no puede evitar derramar una lagrimilla cuando sabe que el día después de su partida Sitges se está proclamando capital mundial de los zombies, después de que el mismísimo George A. Romero ofreciera su (¿inmortal?) noche de los muertos vivientes en el mismo grandioso auditorio o que a estas horas una horda de zombies ya haya invadido las encantadoras y apacibles calles de la población catalana de Sitges. Yo podría haber sido uno de ellos. Snif.

Synechdoche, New York podría haber entrado en el selecto club de óperas primas que inmediatamente se instalan en el magisterio. En una de esas lapidarias citas de críticos cinematográficos que tan bien adornan los tráileres, Synecdoche, New York era proclamada como por una de ellas como a miracle movie, y ciertamente la película de Charlie Kaufman tiene mucho de milagro: es uno de las más insólitas intentonas del cine por alcanzar el paradigma de la película infinita. Casi nada. Kaufman merece todo el respeto y unas cuantas alabanzas sólo por haber intentado la historia de un autor de teatro impecablemente encarnado por Phillp Seymour Hoffman que, ante la posible cercanía de su muerte y la inminente desintegración de su pequeña familia decide realizar una última aportación a la humanidad. Esa aportación empieza por una gigantesca nave industrial abandonada y una sola certeza: que Caden Cotard (Hoffman) no tiene ni idea de por dónde empezar. A medida que la vida de Caden se llena de miserias y se curte en las maliciosas jugarretas del destino, su obra se perfila como una repetición de las mismas que va adoptando dimensiones cada vez enormes. Pronto la magnánima obra de Caden, aún sin título, se va progresivamente convirtiendo en una proyección de sus sentimientos por todas las personas que ocuparon y ocupan su vida, la desesperación ante el abandono de su mujer (Catherine Keener) y la pérdida de la inocencia de su hija Olive (Sadie Goldstein), el amor desaprovechado de Hazel (Samantha Morton) o el no correspondido de una de sus actrices, su intento de suicidio o sus actos más inconfesables. Por supuesto, dado el momento las fronteras entre la vida y la obra de Caden se diluirán por completo y la gigantesca nave industrial se llenará de dobles, de imitaciones de las vidas de la vida, de sinécdoques que se multiplican de forma imperceptible y que no construyen lentamente otra cosa que el gran teatro del mundo. La máxima de Kaufman, el sentido de su obra, nunca proclamado por ninguno de los personajes de Synechdoche, New York, es que la vida de cada diminuto ser de este planeta, pese a estar llena de dolor y sufrimiento es en sí una expresión de arte. De hecho, es la mayor expresión de arte en el universo. Y así, Kaufman intenta la obra imposible por excelencia, una obra infinita que, lamentablemente, se duele de una redundancia de situaciones que alargan en exceso su sinécdoque, que postergan excesivamente un final maravillosamente exento de clímax, pero que ya se intuía mucho antes de que se diera. Synechdoche, New York es una película irregular, que oscila entre milagrosas escenas impregnadas de la sensibilidad única de Kaufman y otras que no son sino agotadoras repeticiones que delatan una falta de mesura y que impiden a su obra ser todo lo que pudo ser.



Tokyo! no ofrece lo mejor de ninguno de los tres autores que la firman, pero sin duda sí ofrece tres valiosos retazos de los mismos que toman como trasfondo la ciudad japonesa y que la definen mágicamente. Michel Gondry niega la inutilidad, la reducción del ser en una metrópolis infinita como es Tokio; Léos Carax construye un irreverente relato de insano humor que se centra en un personaje llamado Mierda que no es sino el aglutinamiento de los demonios resultantes de una sociedad que apenas sí puede enfrentarse a la aplastante lógica de su grotesco enemigo; y Bong Joon-ho elabora una interesante historia de amor que parte de la incomunicación que presenta como inherente a la misma sociedad japonesa y, por extensión, a la sociedad contemporánea. Los tres segmentos son parejos en su calidad, si bien dejan que desear los mejores momentos de cine que han ofrecido aquellos que se encuentran tras la cámara. También lo son en su sorprendente capacidad de integrar sus relatos de tintes fantásticos en el escenario de las realidades demoledoras que supone una ciudad como Tokio, y ahí reside el mérito mayor de la obra en su conjunto: en que su carácter fantástico no impide definir de manera personalísima e incluso bella la ciudad japonesa, a años luz de clichés o postales que nadie esperaba de los firmantes.


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