martes, septiembre 30, 2008

Tropic Thunder: ¡Una guerra muy perra!



La cuarta película de Ben Stiller es un certero golpe contra el gigantesco ego de Hollywood y sus actores. Lo hace a través de una farsa, el rodaje de la película bélica más cara y desastrosa de la historia, que evidentemente va a remitirnos al Apocalypse Now de Francis Ford Coppola. El marco es el ideal para hacer de la parodia del género bélico un arma recurrente, que apunta desde Platoon hasta El puente sobre el río Kwai con descaro pero nunca cayendo en el copia y pega tan manido por la franquicia de los hermanos Wayans, lo cuál es de agradecer. Si bien no podemos congratularnos de que el guión escrito por Ben Stiller y Justin Theroux aporte grandes dosis de inteligencia en su hiperbólica, desmesurada burla hacia el estrellato hollywodiense y sus insufribles comportamientos, al menos no podemos negarle a Tropic Thunder que encuentra en su farsa no pocas veces la carcajada a través de lo exagerado y lo esperpéntico, la hipérbole de la parodia y lo grotesco, la última instancia de un humor que, sin embargo, sigue teniendo unas señas de identidad de las que otros ni siquiera pueden presumir.

La declaración de intenciones llega con un anuncio y tres tráileres, falsos todos ellos, que descolocan incluso al espectador que más pueda esperar semejante apertura de parte del señor Stiller. La idea es delimitar rápidamente, a través de tres falsas películas, los tres perfiles del trío protagonista que participará en el rodaje infernal de Tropic Thunder. Uno, el propio Stiller, desempeñará un héroe de acción en horas bajas; Jack Black se nos presentará travestido y flatulento en una simple pero asombrosamente efectiva por hilarante bofetada a El profesor chiflado (por supuesto, la funesta producción protagonizada por Eddie Murphy); por último, Robert Downey Jr será el actor consolidado, ganador de cinco oscar y obsesionado con obtener la plena simbiosis con sus personajes. Estos tres sujetos pasarán de encontrarse en el cómodo y caprichoso contexto del set de rodaje a verse en medio de la jungla enfrentándose a una inusual guerrilla con bombas de humo y pirotecnias varias. La situación derivará en todo tipo de absurdos en el que se desencadenarán los excesos cómicos y paródicos tan del gusto de Stiller, siendo algunos realmente efectivos mientras otros rayarán y sobrepasarán la barrera del mal gusto. Compendio de casi todos los frentes en los que el humor puede realizar su incursión, Tropic Thunder triunfa en aquellos destinados a subrayar de sobremanera la estupidez innata de sus personajes (algo que cineastas como los Coen saben hacer, indudablemente, con más elegancia e inteligencia), y fracasa en casi cualquier intento de desenvolver un humor verbal (innecesaria y banal conversación en torno al presunto racismo de una expresión, impagable teoría en torno al criterio de la Academia para otorgar el Oscar a papeles de retrasados).



En su intento de abofetear el star-system y la industria, Tropic Thunder no está exenta de cierta hipocresía. Si en Un loco a domicilio Ben Stiller era capaz de desarrollar una más o menos acertada crítica a los mass media sin salir de casa, en Tropic Thunder no hay que olvidar que lo mordaz que pudiera presumir su mirada al Hollywood de los excesos queda en buena parte dilapidado por su condición de gran superproducción de vocación, por qué no decirlo, más taquillera que las precedentes películas de Stiller (la susodicha Un loco a domicilio, amén de su ópera prima Bocados de realidad [Reality Bites, 1994] y la más reciente Zoolander [2001]). Tampoco debemos olvidar que el hecho de que la mitad de ese star-system se pasee por la película deja a la película de Stiller más cerca de una amable autocrítica en la que todos puedan reírse de sí mismos que un verdadero ataque que abarca desde los aires de deidad de los magnates / productores hasta los vicios inconfesables de los actores (acá la drogodependencia del personaje de Jack Black). Pero aun siendo conscientes de las cantidades ingentes de autocomplacencia y mero divertimento que puedan significar incursiones como las de Matthew McConaughey en el papel de agente de Tugg Speedman (Ben Stiller), no podemos sino reconocer que la aparición de un irreconocible Tom Cruise dando vida al ególatra y detestable magnate que financia la película aporta, a través de sus incontrolables estallidos de cólera, algunos de los momentos más hilarantes de la película. La aparición en la conclusión de un Jon Voight perdiendo el Oscar en la mediática ceremonia añade el último de una serie de cameos que confirma que las intenciones de Ben Stiller se parecen, cada vez más, a las de un Santiago Segura tirando de su lista de amigos e instándolos a participar en el patio de recreo que es su película. La sana intención de todos ellos de reírse de mismo no invalida desde luego la intención crítica, pero ejerce irremediablemente un efecto atenuante sobre la misma.

Irreverente e incorregible, de intenciones explícitas y muy discutibles, Tropic Thunder es una irregular comedia que por suerte se aleja de los modelos predominantes que revisan periódica e inútilmente los taquillazos de temporada para explotar gags zafios y de encefalograma plano. En la película de Ben Stiller la parodia surge del contexto, y del contexto, los demonios e inseguridades de un grupo de actores en los que fácilmente podemos identificar perfiles de Hollywood. Ello no significa que Stiller renuncie al humor fácil derivado de los no exentos golpes de efecto ni que pretenda un humor inteligente en los diálogos de sus excéntricos personajes. Su humor es el de la exageración hiperbólica, encontrar la carcajada mediante el retrato desmesurado de los caprichos y comportamientos de un grupo de actores cuyos egos inmensos quedan ridiculizados a nuestros ojos para poner reconstruirlos, así, como los improbables héroes de una comedia del absurdo. Un ejercicio nada fácil, desde luego, que Stiller resuelve con solvencia con una comedia totalmente intrascendente, pero eficaz y triunfadora en sus pretensiones.
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Tropic Thunder. Estados Unidos. 2008. 106'.
Director: Ben Stiller.
Guión: Ben Stiller, Justin Theroux y Etan Cohen; basado en un argumento de Ben Stiller y Justin Theroux.
Producción: Ben Stiller, Stuart Corfeld y Eric McLeod.
Música: Theodore Shapiro.
Fotografía: John Toll.
Montaje: Greg Hayden.
Diseño de producción: Jeff Mann.
Vestuario: Marlene Stewart.
Intérpretes: Ben Stiller (Tugg Speedman), Jack Black (Jeff Portnoy), Robert Downey Jr. (Kirk Lazarus), Brandon T. Jackson (Alpa Chino), Jay Baruchel (Kevin Sandusky), Danny McBride (Cody), Steve Coogan (Damien Cockburn), Bill Hader (Rob Slolom), Nick Nolte (John Tayback), Brandon Soo Hoo (Tran), Reggie Lee (Byong).
Puntuación: 6
Tropic Thunder en la red...
http://www.tropicthunder.com/ (web oficial)
http://www.tropicthunder.com/intl/es/ (web oficial España)
http://www.labutaca.net/films/61/tropic-thunder.php (sobre la película)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/modules.php?name=News&file=article&sid=1337 (sobre Ben Stiller)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article1806.html (sobre Jack Black)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article3738.html (sobre Robert Downey Jr.)

domingo, septiembre 28, 2008

Paul Newman (26.01.1925-26.09.2008)

Sobran las palabras cuando una de las viejas glorias del cine muere. Las imágenes las ponen los rápidos obituarios dedicados en los noticiarios, que repiten retazos de sus escenas más emblemáticas. El rinconcito que aquí se le dedica no tiene más propósito que decirle adiós recordándole como uno le guarda en la memoria con un puñado de imágenes a través de la retina: como el físico nuclear que escapó de una emboscada en un teatro gritando ¡fuego! en Cortina Rasgada (Torn Curtain, Alfred Hitchcock, 1966); como el inolvidable buscavidas de El buscavidas (The Hustler, Robert Rossen, 1961); como el empedernido timador profesional de El golpe (The sting, George Roy Hill, 1973); como el detective Lew Harper de Harper, investigador privado (Harper, Jack Smight, 1966) y Con el agua al cuello (The drowning pool, Stuart Rosenberg, 1975); y como el crepuscular Harry Ross de Al caer el sol (Twilight, Robert Benton, 1998) y el cansado y despiadado John Rooney de Camino a la Perdición (Road to Perdition, Sam Mendes, 2002), que ha terminado por ser su honrosa película póstuma. Inefable carrera para un actor inefable que despide el cine ya inscrito en sus mitología.


sábado, septiembre 27, 2008

Notas de un 'Ensayo de Orquesta'

Una orquesta es un micromundo / un micromundo es inmediatamente susceptible de la mirada de Fellini / Fellini adapta la realidad de su universo, su realidad, al de un grupo de músicos / los músicos forman una sociedad / la sociedad la ostenta un poder / el poder es pretendido por contendientes dentro de esa misma sociedad / esta sociedad a la que mira Fellini está compuesta de flautas, piano, violines, violoncellos, oboe, arpa platillos y tambores / los tambores y los platillos son los humildes en ese grupo social, los que aportan la alegría o salvan a la orquesta en los momentos de crisis, los odiados por los violines / los violines son una clase superior, altivos y prepotentes, que sin embargo envidian al oboe / el oboe es solitario, pero ostenta clase y no le importa en absoluto el odio de los violines / entre violines y oboe se disputa el alma de una orquesta, el elemento imprescindible en medio de una harmonía rota / la armonía rota antes no lo era, el director era un tipo severo e imponente /pero el tipo severo e imponente ha dado paso a un director poco carismático, incapaz de imponer el orden en esa microsociedad / la microsociedad comienza a cuestionar la autoridad del director / el director pierde la confianza y se encuentra solo, cuestionado, la anarquía toma el poder de la orquesta / la orquesta cree prescindible al nuevo director, es hora de adorar a un nuevo becerro de oro: el metrónomo / un metrónomo gigante, que irrumpe en una orquesta caótica directamente desde la chistera de Fellini / Fellini ha ofrecido el retrato del conflicto y la decadencia de una sociedad cuyas partes son, nunca mejor dicho, instrumentales / las partes instrumentales son un regalo para un maestro, Rota, que deja sus últimos arreglos aquí, en una orquesta que le rinde merecida pleitesía / una rendición que despedirá la banda sonora del universo Fellini, por siempre.

miércoles, septiembre 24, 2008

Momentos de cine (XIV): Kill Bill vol. I

Uno puede inferir pistas, ideas remotas de por qué el cine, es en ocasiones, capaz degenerar tan inmensas sensaciones en momentos precisos, particulares. Hay escenas que tienen un poder inaudito. Uno no sabría explicar a ciencia cierta las razones de esa fuerza ciclónica que azota el alma disparándonos la adrenalina o invocando un súbito sentimiento de admiración hacia unas imágenes que han alcanzado el aura de lo irrepetible. La experiencia de asistir a un primer momento de esa pequeña porción de arte tiene no poco de lo que Walter Benjamin suscribiera, esa lejanía de la misma para con el espectador que hace admirarla en su primer contacto hasta límites insospechados. Sin embargo el cine ha demostrado ser excepcionalmente capaz de amortiguar la pérdida de ese aura, proponer escenas que difícilmente pierden esa inusitada fuerza y cuyo desgaste a través de los visionados se reduce a la mínima expresión.

Hay no pocos momentos en ambas mitades de Kill Bill que contienen esa fuerza que desafían como los que más al desgaste de la repetición. Y la entrada y presentación de los 88 maníacos es, sin ningún género de dudas, uno de los grandes candidatos. Desde la fijación tarantiniana antes buñueliana (y los que dejamos en el camino) por los pies al insolente acercamiento de la cámara al grupo en dos golpes acordes a la épica, inmensa Battle without honor or humanity de Tomoyasu Hotei, pasando por la ralentización de la imagen que nos permite observar personajes auténticamente carnavalescos pero temibles, desafiantes en sus miradas a la cámara. La escena es una voltereta estética que sigue remitiendo a la infinita mixtura de influencias de las que bebe Tarantino, un prodigio del montaje que sirve de apertura al último acto de Kill Bill vol. I. Y también una impecable presentación de unos villanos que casi parecen héroes, casi parecen ridículos a nuestros ojos, y sin embargo miran a la cámara con toda la insolencia del mundo, desafiándonos a cuestionar su talla como enemigos. De tamaña apertura de acto, de la descripción de dichos antagonistas, pasamos a una nueva pirueta de la cámara que definirá el contexto, el espacio donde tendrá esa batalla sin honor o humanidad y, en última instancia, el punto donde se encuentra la heroína. Y en medio, los 5, 6, 7, 8'S en un escenario cantando ¿Se puede pedir más?



domingo, septiembre 21, 2008

El rey de la montaña



La propuesta en sí ya es motivo de celebración. Que El rey de la montaña finalmente se haya estrenado es más que una buena noticia para un cine español que en los últimos tiempos ve brotar, pese a las dificultades, talentos que se catapultan y obtienen el reconocimiento fuera de nuestras fronteras mientras en nuestro país han de luchar angustiosamente por elevar el número de salas donde se exhibe su película (Fresnadillo o Vigalondo serían el paradigma del ejemplo). En el caso del director madrileño Gonzalo López-Gallego, esta su segunda película le ha proporcionado alegrías en el reciente Festival de Toronto y ya le ha valido su billete para dirigir en Estados Unidos Solo.

La trama que se nos presenta en El rey de la montaña es harto impactante. Un hombre se encuentra, tras una serie de desventuras, solo en medio de un territorio cuasi salvaje en el que alguien, sin motivo aparente, le dispara sin cesar. Quim (Leonardo Sbaraglia) es ese hombre que se encuentra de repente en una prueba de supervivencia junto a Bea (María Valverde) una misteriosa chica de la que ni sabremos de dónde viene ni a dónde va. Este planteamiento, bien llevado por una realización a la que nada hay que reprocharle, se revela como sumamente atractivo y sin embargo, también como su mayor handicap. Le proponía Hitchcock a Truffaut en su celebérrima entrevista que se imaginara una trama en la que se descubriera, a principio de la película, un barco fantasma a la deriva, sin un alma. Hitchcock lo hizo para demostrar a Truffaut que nunca podría haber realizado una película así, pues cualquier resolución que le diera a la historia iba a quedar muy debajo por las gigantescas expectativas creadas al principio. La pequeña anécdota viene al pelo para señalar que la mayor contradicción de El rey de la montaña es que, pese a su arrebatadora y cautivadora proposición, a pesar de ser el vehículo perfecto para un relato angustioso de principio a fin, sabemos que concluirá con las expectativas rebajadas en una resolución difícilmente satisfactoria. La sospecha se cumple y la pirueta narrativa nos deja un final donde la pretensión es realizar una dolorosa crítica a la violencia y su promoción mediática, pero donde queda en evidencia que el escogido es el contexto más improbable para que esa intención crítica tenga una auténtica resonancia.



Sin duda lo más interesante de El rey de la montaña es tanto la angustiosa atmósfera que López-Gallego consigue imprimirle a su película como la inteligente configuración de los personajes: Quim es lo más alejado a un héroe, un ser que se encuentra en un entorno hostil que pone a prueba su instinto de supervivencia y que deja en evidencia su cobardía; Bea es inescrutable, un personaje del que intuimos y no sabemos, que aglutina doloroso pasado e incierto presente. Son dos personajes intencionadamente indefensos, civilizados sometidos a una situación extrema en un medio en el que se encuentran desvalidos. En este sentido El rey de la montaña es una honrosa discípula de la magnífica Defensa (Deliverance, John Boorman, 1972) y enfrenta al ser humano a una naturaleza agresiva remitiéndonos a Herzog y Kinski, si bien los resultados quedan muy lejos de aquellos. Difiere la película de López-Gallego en optar por un ritmo narrativo más frenético que en aquellas, más incansable que triunfa en su objetivo de angustiar al espectador, pero que sin embargo descuida el desgaste psicológico de los personajes. Sin embargo, el mayor fallo de El rey de la montaña nada tiene que ver con estos aspectos, sino que señala directamente hacia un vicio tristemente extendido en el cine y del cuál deja de perderse noción: la funcionalidad del plano. Hay una ansiedad latente en introducir el más virtuoso plano, elevar la cámara cuando no es necesario o colocarla en lugares imposibles cuando lo que sucede menos lo requiere. En definitiva, una ansiedad de aglutinamiento de planos a cada cuál más estilizado que acaban por olvidar el sentido de los mismos. Es de recibo decir, sin embargo, que en su empeño por sorprender con la cámara López-Gallego logra algunos pequeños triunfos, a saber el acertado punto de vista subjetivo en algunos momentos de la escena final para emular la sensación de shooter.

El cómputo general nos dice que El rey de la montaña es una película sorprendente en su propuesta y en su factura. Proyectos así son los que necesitan una mayor confianza de parte de la industria para empujar al espectador a las salas y no esperar a que sea la lista de premios y reconocimientos foráneos los que despierten el interés. Si bien El rey de la montaña no está exenta de carencias, sí que es una película a tener en cuenta por su valentía y originalidad, amén de sus logros como thriller netamente intenso. Por tanto, podemos congratularnos por un pequeño triunfo, uno más, camino de una alternativa necesaria a los perfiles que la rígida estructura de la industria cinematográfica estipula en nuestro país.
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El rey de la montaña. España. 2007. 90'.
Director: Gonzalo López-Gallego.
Guión: Javier Gullón y Gonzalo López-Gallego.
Música: David Crespo.
Fotografía: José David Montero.
Montaje: Gonzalo López-Gallego.
Dirección artística: Peio Villalba.
Vestuario: Tatiana Fernández.
Producción: Juan Pita, Juanma Arance, Miguel Bardem, Elena Manrique y Álvaro Augustin.
Intérpretes: Leonardo Sbaraglia (Quim), María Valverde (Bea), Pablo Menasanch (guardia joven), Francisco Olmo (guardia mayor), Manuel Sánchez Ramos (empleado gasolinera).
Puntuación: 6
El rey de la montaña en la red...
http://www.labutaca.net/films/57/elreydelamontana.php (sobre la película)
http://www.cineando.com/entrevistas/gonzalo-lopez-gallego-el-rey-de-la-montana-no-te-deja-indiferente/ (entrevista a López-Gallego)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article1832.html (sobre Leonardo Sbaraglia)
http://es.wikipedia.org/wiki/Mar%C3%ADa_Valverde (sobre María Valverde)

viernes, septiembre 19, 2008

De fascismos, guerras y grandes ilusiones

Del cáncer de la humanidad, la guerra, de las dos grandes barbaries que el mundo conoció en la primera mitad del siglo XX decenas de muestras se conocen en el cine en todos sus ángulos y percepciones. Hemos visto la guerra desde el campo de batalla, bajo la ocupación o en su falaz propaganda de victoria. La hemos visto, las menos veces, desde una lente humanista que sobrepase incluso los propósitos de objetividad o de superación de partidismos, lo cuál suele acabar dando con segundas interpretaciones e inconformismos en torno a una visión cinematográfica condenada a hallarse siempre condicionada, siempre parcial. Sin embargo son dos títulos, uno previo a la II Guerra Mundial y otro inmediatamente posterior los que deberían ser mirados en estado de excepción no solo desde su impagable valor cinematográfico o histórico, sino como ejemplos en los que la dimensión humana (y humanista) de la obra la elevan por encima de límites y necesidades del drama de ocupación, juicios y valores subyacentes que no siempre habrían de ser inherentes a la misma. Son estos La gran ilusión (La grande illusion, Jean Renoir, 1937) y Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, Roberto Rossellini, 1945).


Irónico que fuera un antiguo burgués como Jean Renoir el cineasta más capaz de evocar una gran ilusión tan utópica, tan bella como la representada en su película. La gran ilusión del título es la gran ilusión humana, más vigente y con más significación que nunca en tiempos de Guerra (acá la I Guerra Mundial), tiempos en los que Europa sangra y la raza humana se ve encomendada a odiar y matar al prójimo. En ese contexto, un campo de prisioneros para oficiales es el marco perfecto para que Renoir diluya clasismos y enemistades, encarnadas entre los imborrables prisioneros que protagonizan su fábula como por la amistad que sostiene su cabeza visible aunque igual, el Capitán de Boeldieu (Pierre Fresnay) con el Capitán von Rauffenstein (Erich von Stroheim). Ambos capitanes detestan la degradación a la que la guerra les ha sometido, tanto en su papel de prisionero como de captor, mientras sus lazos se unen en conversaciones que tanto tratan de su gusto por la hípica como rememoran los viejos recuerdos exentos del yugo impuesto por el conflicto. De Boeldieu, sin embargo, insiste constantemente ante el capitán alemán que no ha de tomarle en mayor consideración que al resto de sus camaradas, pues todos pertenecen al mismo rango y distinción: todos oficiales, todos prisioneros. Así, se respira en la película de Renoir optimismo en la superficie, es decir, en la utopía de un campo de prisioneros en el que las clases sociales y los rangos han quedado sustituidos por la camaradería y la fraternidad. Es esa la ilusión la que les mantiene vivos y configura un establishment que, sin embargo, subyace la más terrible de las tragedias. La guerra dura demasiado, se insiste a lo largo de la narración, y en los momentos en los que las reglas han de violarse para sentirse un poco más cerca de la libertad (las flautas sonando en el campo de prisioneros) es cuando esa realidad de la que a pesar de esa gran ilusión somos conscientes, se hace evidente y queda enfatizada en su dolor, en su crudeza. Tal es así que el momento más trágicamente bello del filme es aquel destinado a deshacer de forma definitiva los estratos sociales cuando el "burgués" del grupo se sacrifica para hacer posible la escapada de dos de sus camaradas. Y ni si quiera aquí estaremos a salvo de segundas lecturas, pues surgirá la necesidad de preguntarnos si, a pesar de la igualdad proclamada entre hombres, razas y clases, debe ser el privilegiado el que cometa el sacrificio que salve al obrero, al hombre de a pie.



La gran ilusión es la más magnífica reivindicación de una máxima ilusa: la de que todos los hombres son iguales y el mundo no necesita de las fronteras que estos les dibujan (como bien señala Renoir en la culminación del exilio de dos de sus personajes). Es también un compendio de ilusiones, a cada cuál más bella, que se suceden a lo largo de la obra de Renoir: ilusión por respirar aire de libertad, ilusión de la belleza femenina en el campo de prisioneros (aun a través de un soldado travestido), ilusión del arte perdido (vodeviles en las entrañas del campo) o ilusión de victoria (emotiva irrupción del canto de la Marsellesa tras el anuncio de una victoria francesa).De todas esas ilusiones se componen los loables momentos felicidad del afable Maréchal (Jean Gabin), el artista Carette (Cartier) o el generoso judío Rosenthal (Marcel Dalio), que se jacta de su patrimonio pero comparte toda la comida que le es enviada con sus compañeros en entrañables veladas. En ellas los prisioneros razonan sus bien distintos deseos de libertad, mantienen una conversación, no sin sorna, sobre el clasismo de las enfermedades o discuten sobre la cultura y el arte (secundario pero no menos inolvidable el prisionero amante de la poesía de Píndaro). Así, hombres de distinta condición y clase se concilian y sellan unos lazos irrompibles muy por encima de cualquier patriotismo, pero subyugados a una guerra que nunca acaba. La visión humanista de La gran ilusión acaba resultando, por tanto, el argumento más sólido en la retórica cinematográfica de la paz.


Roma, ciudad abierta es en sí el estandarte de la liberación del cine tras la II Guerra Mundial. En cuanto Roma fue liberada, Roberto Rossellini se pondría manos a la obra para narrar la ocupación y la represión del pueblo de Roma en clave de un realismo revisado. En 1945 Roma, ciudad abierta se convirtió en la primera gran película neorrealista, una soberbia obra que hoy no ha perdido vigencia alguna en su narración de una coral historia de supervivencia, de un puñado de héroes anónimos y unos cuantos traidores que interactúan en una Roma tomada por el nazismo. Como en posteriores obras neorrealistas (El ladrón de bicicletas), un niño asiste al horror de un mundo que todavía no comprende, clandestino en su mirada y en su condición social. Rossellini dispuso personajes magníficos, un mosaico en el que arrebata la empatía del espectador de una manera insospechada, haciéndole parte de la clandestinidad desde la que narra los horrores del nazismo, la barbarie justificada bajo un código ideológico de horrendas implicaciones y las consecuencias resultantes en la gente de a pie que sólo desea vivir sin cadenas ni condiciones. Prueba Roma, ciudad abierta que el neorrealismo es el perfecto vehículo para el retrato de esos héroes anónimos, y de paso, de las incoherencias muchas de un fascismo que queda en evidencia no por los comportamientos esperpénticos o demonizados de los nazis en sí, sino por las inferidas en el discurso de un capitán nazi que lanza la desafiante afirmación de que si el prisionero Manfredi (Marcello Pagliero) no habla, eso significaría que italianos y alemanes son iguales, lo cuál "es imposible". No hace falta adelantar que la brutal muerte de Manfredi tras horas de tortura denegara la absurda sentencia del capitán, sino que será uno de los oficiales presentes en el mismo salón el que reconozca que han llenado Europa de cadáveres. Y que de las tumbas, crecerá el odio.



El final de Roma, ciudad abierta es terrible, desesperanzador. Pero su vocación de cronista de la realidad reciente que sacudiera la sociedad italiana no podría concluirla de manera distinta. El sentimiento prevalente llegados los créditos, sin embargo, es el de la heroicidad no intencionada, la necesidad de los actos de unos personajes que de una manera u otra acaban ejecutados, pero que no reclaman título de mártir, sino el fin de otra ilusión: la ilusión atroz de la superioridad de una raza. Entre esos primeros héroes anónimos del neorrealismo se encuentran un puñado de inolvidables: amén del mencionado ingeniero Manfredi, la actuación de Aldo Fabrizi como el clérigo Don Pietro resulta magistral, intachable, como reveladora resulta la de Anna Magnani como Pina. Desenvuelven estos unas actuaciones capitales que son la cabeza visible de una sociedad oprimida en la que desde funcionarios a curas, desde niños a mayores, obreros o artistas muestran su valentía a costo del más alto riesgo o caen en el miedo, en el temor e incluso la traición a la que sigue el remordimiento necesariamente más mortal que la ejecución misma del héroe. El carácter coral de Roma, ciudad abierta, se construye desde un guión construido con Federico Fellini a la cabeza, quien ejecutara aquí su primer trabajo importante para un Rossellini al que había conocido en su coincidencia en la Alleanza Cinematografica Italiana (ACI), aún en tiempos del Duce. Fue la primera de las dos colaboraciones entre director y guionista, (la segunda sería Paisà, en 1946) quien menos de una década después empezaría a perfilarse como el primer gran superador de un neorrealismo camino de un cine visionario, irrepetible. Pero primero fue Roma, ciudad abierta y su retrato atroz, conmovedor. Una vez más, retrato convencido y nunca mejor expresado de lo que el cine tantas veces disfrazó o narró con tintes más o menos oportunos: el rechazo frontal de doctrinas autoritaria y aberraciones que atentaron contra la humanidad. El fruto de la urgencia por registrar aquello que jamás deba ser olvidado para no ser repetido. Y el neorrealismo como la mejor de las herramientas para alcanzar dicho objetivo.

martes, septiembre 16, 2008

Rojo Oscuro, profundamente giallo

Volver a revisar Rojo Oscuro (Profondo Rosso, Dario Argento, 1977) es poco menos que desempolvar las vetustas páginas de un álbum de fotos que capturan la quintaesencia de lo que fuimos en una época y que aquí devuelven las imágenes de un subgénero que influyó y configuró cinematografías posteriores. Recuperar esta, una de las obras cumbres de la filmografía de su autor, es una celebración del giallo italiano y su quintaesencia, pues pocos ejemplos hay más definidores de lo que fue aquel cine nunca tan ilustre desde las catacumbas, nunca tan perturbador y poco valorado hasta su rescate como parte desatendida del universo del culto cinematográfico. Hija de su época, de su autor y de sus coordenadas, Rojo Oscuro es concebida en uno de los relevos cinematográficos más celebrados, el de un conjunto de inquietudes e inspiraciones que maestros como Mario Bava o Ricardo Freda transmitieran a uno de sus discípulos más aventajados, Dario Argento.


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sábado, septiembre 13, 2008

Hollywood magnífico


En una época en la que Hollywood se abocaba, en el principio de su fin, a una era de presupuestos incontrolados y grandes producciones desbordadas por la premisa de la magnificencia, John Sturges era una valiosa excepción que hizo de proyectos titánicos cine mayúsculo, películas enormes encabezadas por repartos estelares que no reñían con la calidad de las mismas. Buen ejemplo de ello es La Gran Evasión (The Great Escape, 1963), uno de los más maravillosos (y amargos) entretenimientos que ha regalado el cine, y buena prueba es también la película más taquillera de su carrera, esta Los siete magníficos (The magnificent seven, 1960) que aquí nos ocupa.

Sturges ya había demostrado sus habilidades en el terreno del western a lo largo de varios filmes entre los que destacaba Duelo de Titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957), una de las más celebradas versiones del famoso incidente en O.K. Corral. Con Los siete magníficos John Sturges no hizo sino refrendar su buen oficio tras la cámara con un proyecto de enormes pretensiones, desde su intención de adaptar una obra aparentemente intocable como era Los siete samuráis (Sichinin no samurai, Akira Kurosawa, 1954) hasta su rutilante reparto, compuesto de las más grandes estrellas de Hollywood. Sin embargo, demostró Sturges que aquello sí era una buena idea y que la narrativa de la película de Kurosawa se adaptaba perfectamente al contexto del oeste fronterizo, donde los siete jinetes deberían defender a un desamparado pueblo de granjeros de las atrocidades de un grupo de bandidos. Pero si algo hemos de destacar de la obra de Sturges es que Los siete magníficos no significaba tan solo una reconfiguración de la historia que se nos contaba, sino que se trataba de un producto eminentemente comercial, sí, pero también un producto sumamente interesante atendiendo su enclave cinematográfico. Y es que no es difícil adivinar que Los siete magníficos está dejando atrás las coordenadas del western clásico y está allanando el camino hacia un western condicionado y finalmente determinado por una cierta tendencia del cierto europeo en general y del western italiano en particular. Prueba de ello es la tendencia a seguir de las tres secuelas, culminando estas en El desafío de los siete magníficos (The magnificent seven ride!, George McCowan, 1972), protagonizada por uno de los actores fetiches de Sergio Leone: Lee Van Cleef. Lo que son las cosas: Si Akira Kurosawa afirmaba haberse nutrido e inspirado de la obra de John Ford, John Sturges había realizado una película que adaptaba a Kurosawa, pero que poco tenía que ver con Ford. Cuatro años después, Leone secundaba a Sturges en adaptar al maestro japonés y hacía de Yojimbo (1961) una inconmensurable obra llamada Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964). Si esto no es un círculo perfecto, al menos es la perfecta prueba de la infinita retroalimentación y riqueza de influencias del western.

Así, Los siete magníficos supone un relato de aventuras delicioso, situado entre dos épocas bien distintas del género y prueba palpable de la universalidad de la historia de Kurosawa. La cinta de Sturges y Kurosawa difieren en la profundidad con la que sus personajes son inspeccionados, pero comparten un elevado ritmo de la narración que las hace del todo llevaderas, y el comportamiento y definición de sus siete protagonistas, como siete almas bien distintas que tanto representan a seres humanos de caracteres bien distintos como las distintas etapas en la vida del hombre (esto último se subraya si remarcamos la diferencia entre el impulsivo Chico [Horst Buchholz, en un descompensado equivalente con el brillante Toshirö Mifune de la original], joven y temerario, y el líder maduro y brillante estratega Chris Adams [Yul Brynner]). Sturges le imprimió a Los siete magníficos un ritmo tan endiablado que hace de ella una de esas obras que nunca se agotan a más visionados, y puso frente a la cámara a un reparto con el que era difícil fallar: Yul Brynner y Steve McQueen pasaban por ser dos de las más grandes estrellas de Hollywood, mientras que el talento de James Coburn o la eficacia de Charles Bronson para ejecutar tipos parcos e impasibles quedaban más que patentes. En el otro lado, Eli Wallach, el futuro Tucco de El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, Sergio Leone, 1966) ya demostraba su perfecto dominio en papeles de tipos despreciables como Calvera, jefe de la banda rival a la que se enfrentan los de Chris Evans. Todos ellos son partícipes de una historia épica, destinada a replantear al espectador la naturaleza del héroe, señalar en esa reformulación al hombre de a pie que nunca fue reconocido como tal, el campesino que desdeña la vida de pistolero para cultivar tierras y familia.

Pero lejos de estos planteamientos y de cualquier posición moral que se pueda inferir de Los siete magníficos, la película de John Sturges merece ser recordada como un entretenimiento sobresaliente, ejemplar modelo en el que se debieran mirar no pocas superproducciones plagadas de estrellas que acaban siendo meras comparsas del vacuo y rimbombante espectáculo. Los siete magníficos queda grabada como un inolvidable aventura a cargo de siete pistoleros que son las verdaderas almas de la historia y que reniegan del carácter solitario y egoísta de la figura clásica del vaquero para hacer un hueco a la humanidad y a la bondad del mismo. En la retina quedan las imágenes de los siete jinetes cabalgando en el desierto sabiéndose ya parte de la mitología cinematográfica mientras suena, triunfalmente, el inolvidable tema compuesto para la ocasión por el genial Elmer Berstein.

miércoles, septiembre 10, 2008

Che, El Argentino



Era cuestión de tiempo que el cine acabara posando su mirada sobre la figura del Che. La fortuna ha sonreído a aquellos que buscaran en esa mirada la mayor distancia posible, la sobriedad y la lejanía de los fanatismos y las preferencias políticas en un proyecto en el que a priori parecía imposible no posicionarse respecto a la controvertida figura central que lo mueve. Vaya por delante que Che, El Argentino no es una película apolítica. Ni falta que le hace. Si acaso podemos exigirle a un retrato de esta índole que no caiga en el panfleto en el que cineastas de la talla de Ken Loach se han visto alguna vez tentados y hasta sucumbido (Tierra y libertad [Land and Freedom, 1994]). Y Steven Soderbergh seguramente muestre a un Che heroico pese a la inclusión de sus demonios y los de la revolución, las contradicciones y los reproches necesarios que apartan el filme de la parcialidad aberrante, pero uno a ciencia cierta saldrá del cine convencido de que la historia que le han contado era tan fascinante como necesaria. Y lo más importante: que se la han contado bien, despacio y con buena letra.

La primera hora de metraje de Che, El Argentino son minutos del mejor cine de Soderbergh, aquel que nos remite a un estilo narrativo cuasi documental que ya viéramos en Traffic (2000) y a una concepción visual cruda y áspera, de blanco y negro sumamente granulado que aquí es utilizado como el flashforward que nos traslada a uno de los dos puntos de referencia de la narración, la intervención del revolucionario en las Naciones Unidas (el otro y acertado momento es una velada entre amigos antes de partir a Cuba); la narrativa central, aquella que nos sitúa en la organización y primeros pasos de la revolución cubana desde la Sierra Maestra, está filmada con cámara RED, innovador recurso que otorga una textura documental a la película sin abandonar la calidad de una imagen con gran viveza de colores. Su imagen agreste y la excelsa fotografía son pues, los pilares maestros sobre los que el cine de Soderbergh consigue su tono mayormente aséptico, distanciado de los hechos que narra sin (aparentemente) adoptar la posición de juez.

Así, altamente definido por las premisas técnicas que configuran el estilo visual tan característico de su autor, Che, El Argentino resulta un pausado pero constante recorrido por las andanzas del argentino y una valiosa explicación del proceso de implicación del mismo en el movimiento revolucionario cubano. Soderbergh toma como fuentes documentales el diario mismo del Che y los libros del periodista Jon Lee Anderson para elaborar una narración compleja y fracturada, con continuos, quizá excesivos, saltos en el tiempo en un comienzo que tarda en acostumbrarnos a la amalgama de los múltiples frentes narrativos que se nos presenta. Sin embargo, pronto queda patente que, pese al abuso de los saltos temporales y ruptura de la linealidad, el proceso narrativo acaba funcionando y revelándose como un eficaz vehículo para evitar el desgaste del espectador frente a aquello que le es narrado. Así, el proceso revolucionario se revela de lo más interesante, tanto desde su construcción ideológica como en las aberraciones que la contradicen y que se cometen en el nombre de la misma. Que Soderbergh no sea el retratista más imparcial posible (y quizás lo sea) deja de importarnos para atender a una historia que aún hoy sigue fascinando y incomodando a partes iguales, pero que en la pantalla nos es relatada con la mesura y el oficio de un cineasta que le imprime unas señas de identidad asentadas y en su madurez.



Benicio del Toro es el gran nombre de un cartel de actores sólidos y algunos notables. Del Toro demuestra su carisma y peso en la pantalla con una actuación sobria y medida, que merece la total atención del espectador para advertir, en las distintas etapas de la vida del Che, los matices que el magnífico actor consigue imprimir a un personaje que pasa de la duda a la convicción ideológica, de la convicción ideológica a un liderazgo que debe ser interiorizado, y del liderazgo al afrontamiento de sus consecuencias y la retrospectiva ya en la madurez. Mención especial merece un Demián Bichir que ejecuta al joven Fidel Castro de manera excepcional, sorprendente cuanto menos, y que evita la sombra de Del Toro en las múltiples escenas que ambos intérpretes comparten. Del Toro y Bichir son secundados por un reparto con mayores y menores aciertos, a saber un Unax Ugalde desdibujado o una fugaz y prescindible aparición de Julia Ormond, pero que en cualquier caso revelan el buen hacer de Soderbergh al mando de su elenco.

El principal pero de un proyecto de carácter sobrio y ausente de una épica desmesurada en la que no hubiera resultado difícil caer es el hecho de que el proyecto se haya visto, una vez más, alterado en su concepción original por las necesidades comerciales de un mercado que ya no acepta cuatro horas de metraje, aun cuando este se revela sumamente interesante y le diera una dimensión más grande si cabe a una película que no necesita de tal división. De esta manera el final de Che, El Argentino es poco menos que una interrupción de la narración cuando ésta está tomando el camino, no menos interesante, de un relato de guerrilla y revolución. Peor aún, significa una interrupción de unos personajes en constante crecimiento ante los ojos del espectador, sin que el montaje, efectivo pero no suficiente para dar una sensación de cierre redondo a la película, pueda solucionar la sensación de arrebato que nos invade llegados los títulos de crédito. Es Che, El Argentino, a pesar de ello, una cinta no sobresaliente, pero sí altamente interesante y de indudables méritos tanto cinematográficos como biográficos, que hace de su mirada analítica y su imagen pretendidamente aséptica su mayor baza para el espectador que, más lejos que cerca de políticas y convicciones, se siente a que le cuenten una historia de revolución. La historia pendiente del cine: la cita pendiente del cine con un personaje histórico resuelta en un retrato de eficaz y sobriedad probadas.
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The Argentine. Estados Unidos, Francia y España. 2008. 131'.
Dirección: Steven Soderbergh.
Guión: Peter Buchman; inspirado en Pasajes de la guerra revolucionaria de Ernesto "Che" Guevara.
Producción: Laura Bickford y Benicio del Toro.
Música: Alberto Iglesias.
Fotografía: Peter Andrews.
Montaje: Pablo Zumárraga.
Diseño de producción: Antxón Gómez.
Vestuario: Bina Daigeler.
Intérpretes: Benicio del Toro (Che), Demián Bichir (Fidel Castro), Santiago Cabrera (Camilo Cienfuegos), Elvira Mínguez (Celia Sánchez), Julia Ormond, Jorge Perugorría (Joaquín), Edgar Ramírez (Ciro Redondo), Victor Rasuk (Rogelio Acevedo), Armando Riesco (Benigno), Catalina Sandino Moreno (Aleida Guevara), Rodrigo Santoro (Raúl Castro), Unax Ugalde (Pequeño Cowboy), Yul Vázquez (Alejandro Ramírez).
Puntuación: 7
Che: el argentino en la red...
http://www.cheelargentino.com/ (web oficial España)
http://www.labutaca.net/films/61/che.php (sobre la película)
http://www.reqmana.com/?q=node/7206 (crítica de la película)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/modules.php?name=News&file=article&sid=1338 (sobre Benicio del Toro)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article2241.html (sobre Steven Soderbergh)
http://www.esmas.com/espectaculos/artistas/346508.html (sobre Demián Bichir)

lunes, septiembre 08, 2008

Lupin III: El Castillo de Cagliostro



Lupin III: El Castillo de Cagliostro (Rupan Sansei: Kariosutoro no Shiro, Hayao Miyazaki, 1979) es la opera prima de un genio de nombre Hayao Miyazaki. Es su carta de presentación, el inicio de un camino que encontraría en recovecos varios obras imprescindibles de la animación contemporánea, tales como son El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001) o La princesa Mononoke (Mononoke Hime, 1997). Antes de la gestación de El Castillo de Cagliostro, Miyazaki se había criado como animador durante más de una década, haciendo de su colaboración con Isao Takahata en general y su intervención como animador jefe, diseñador escénico y artista conceptual en Las aventuras de Hols, el príncipe del Sol (Taiyou no Ouji Horusu no Daibouken, Isao Takahata, 1968) en particular, su mejor carta de presentación. Para 1979, Hayao Miyazaki ya había forjado méritos y trayectoria suficientes para asumir el salto a la dirección. El director había co-dirigido con Takahata varios episodios de la serie Lupin III, la cuál vería correspondido un éxito que la llevó hasta la gran pantalla. Sería la segunda de las películas a partir de este personaje aventurero, fanfarrón y eminentemente quijotesco, El Castillo de Cagliostro, la opera prima de un cineasta que llegaba para convertirse, a lo largo de tres décadas, uno de los animador es más respetados del cine.

Y es su debut en el cine una historia sincera en sus propósitos, ideada para ser un vehículo de entretenimiento y diversión destinado a todos los públicos. Y no es que esta premisa no se repita a lo largo de la filmografía del japonés, sino que en Lupin III: El Castillo de Cagliostro se intuye la sencillez de sus planteamientos desde el principio mismo, mientras que obras venideras necesitarán un escrutinio de parte del espectador que desvelará, afortunadamente, una complejidad gratificante y digna de estudio. No es esto, sin embargo, señal de debilidad de una aventura envolvente como pocas, una montaña rusa de emociones protagonizada por un personaje que se proclama a sí mismo heredero de honrosa tradición literaria, pues Lupin III es, como bien indica su nombre, nieto del gran ladrón Arsenio Lupin, creación magnífica del escritor Maurice Leblanc. Sin embargo, El Castillo de Cagliostro parte de los Comics de Monkey Punch, y lo hace con una revisión del personaje que lo hace más noble, más humano (y he aquí los primeros rasgos de una cierta fe en la humanidad que se repetirán a lo largo de su obra) y le despoja de un mayor cinismo, haciendo, sin embargo, una interpretación aceptada y bienvenida por Monkey Punch. Aquí, Lupin es un ladrón afable e inseparable de unos amigos necesarios en su cruzada, un romántico y no un playboy, un truhán que se ríe del peligro y cuya vida es la aventura, no el delito. Y si Miyazaki reajusta las coordenadas del personaje de Lupin no es en balde, pues hablamos de un personaje del todo caballeresco, cuyo objetivo pertenece a los más medievales y legendarios propósitos, los de aquel héroe que debe llegar a lo alto de una inexpugnable fortaleza para rescatar y conquistar el corazón de una princesa en garras de un ambicioso y nada escrupuloso villano.

Lupin III: El Castillo de Cagliostro es, por tanto, un entretenimiento de espíritu romántico como pocos. Una historia primitiva para una película primigenia en estilos y actitudes, aunque no en la exploración de los temas y constantes que Miyazaki sí registrará en sus posteriores y aclamadas obras. La primera película de Miyazaki da lo que promete, las emociones inherente a una historia de su estirpe: persecuciones espectaculares en los altos acantilados del Mar de Liguria, divertidas anfarronadas y piruetas imposibles del personaje, que más parece acomodarse a la situación cuando más peligrosa esta se presenta, su carácter seductor y burlesco, pero siempre bondadoso y generoso... El Castillo de Cagliostro sienta una de las bases de su cine con una definición notable de sus personajes, ya no del propio Lupin, sino también de los secundarios que cuidadosamente deben ser introducidos para desequilibrar la balanza a favor del bien. Entre ellos se encuentra una figura inherente a un ladrón de la calaña de Lupin, el inspector Zenigata, su eterno perseguidor natural que nunca admitiría que Lupin le cae bien y que perseguirlo es su razón de ser, aun siendo ambas afirmaciones verdaderas. Como Zenigata, los personajes que rodean a nuestro héroe son arquetípicos; nada que reprochar cuando nos encontramos en una historia cuyos mecanismos los necesita como el sol al día y cuando esos personajes se hallan hábilmente desarrollados para componer un simpático mosaico que encaja a la perfección con la aventura en la que nos embarcamos.

El carácter del propio Lupin III no podría ser más definidor de la película ante la que nos encontramos. Lupin III quiere rescatar a una princesa de una torre, y pronto le deja de importar el tesoro que esconde el castillo de Cagliostro; Miyazaki quiere rescatar un espíritu, el del poco pretencioso relato de aventuras que aspira a hacernos sonreír e insuflarnos no pocas dosis de emoción, acción y romance. Y el descubrimiento final del tesoro será, más que nunca, la confirmación definitiva de esa tendencia de la que impregna Miyazaki su película. Las premisas son simples (que no simplistas) y alentadoras: una aventura que ofrece con solidez y eficacia todos los ingredientes que por antonomasia debieran definir la palabra. Es, por tanto, la humilde presentación de un genio en gestación, ya bella y ya prometedora; ya fundacional de un estilo que iba a elevar, en los círculos reticentes de la cultura, el anime a la categoría de arte.
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Rupan Sansei: Kariosutoro no Shiro. Japón. 1979. 110'.
Director: Hayao Miyazaki.
Guión: Hayao Miyazaki (historia original) y Haruya Yamazaki (script) Basado en los comics de Monkey Punch.
Música: Hirokata Takahashi.
Montaje: Mitsutoshi Tsurubuchi.
Escenografía: Sichirô Kobayashi.
Producción: Yutaka Fujioka y Tetsuo Katayama.
Director artístico: Hirokata Takahashi.
Puntuación: 7
Lupin III: El Castillo de Cagliostro en la red...
http://bango.blogia.com/2007/061601-lupin-iii-el-castillo-de-clagiostro.-el-ladron-romantico.php (artículo de J. P. Bango)
http://es.wikipedia.org/wiki/El_castillo_de_Cagliostro (sobre la película)
http://es.wikipedia.org/wiki/Hayao_Miyazaki (sobre Hayao Miyazaki)

viernes, septiembre 05, 2008

El tren de las 3:10


Yuma es una entrada ineludible en el diccionario del western. El mito envuelve a la prisión de máxima seguridad construida para ser un bastión inexpugnable, donde aquel que entrara se sabía condenado a no ver libre la luz de un nuevo día. Allí tendrían reservado su destino final, por lo tanto, los bandidos más indomables del viejo oeste y allí repercutiría el cine como el más gran cronista de ficciones partidas del pasaje más mitológico de la historia de América. De esta forma, no son pocas las películas en las que la famosa prisión de Yuma es mencionada: el mismo Sergio Leone, alcanzada la cima del spaghetti western, mandó allí a uno de sus más carismáticos personajes, el Cheyenne de Hasta que llegó su hora (C'era una volta il West, 1968) a sabiendas de que el resultado iba a ser, una vez más, la tragicómica reiteración de la habilidosa capacidad del personaje para escapar de los más grandes aprietos.

Pero fue el escritor Elmore Leonard el que tomaría el nombre de Yuma para convertirlo en su MacGuffin argumental para el relato de 1953 3:10 to Yuma, que solo tardaría cuatro años en ser llevada al cine. En 1957, Delmer Daves hizo de Van Heflin el primer Dan Evans, humilde granjero que se embarca en la misión suicida de escoltar hasta el tren de las 3:10 al más peligroso bandido imaginable, un Ben Wade encarnado por Glenn Ford. La película de Daves tuvo una buena acogida en su estreno y forjó en la pantalla unos personajes destinados a protagonizar una inusitada relación entre héroe y villano bajo una premisa ciertamente original.

Cincuenta años después, James Mangold (Cop Land [1997], Inocencia Interrumpida [Girl, Interrupted, 1999] o En la cuerda floja [Walk the Line, 2005]), retoma la historia de Leonard para realizar un western en tiempos ajenos al mismo. Que el cine americano retome un género casi en extinción, a través de películas tan dispares como El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (The assassination of Jesse James by the coward Robert Ford, Andrew Dominik, 2007) o esta revisión de 3:10 to Yuma (rebautizada en España como El tren de las 3:10) no deja de ser una magnífica noticia. Mangold se ha demostrado en sus películas anteriores como un director eficaz aunque nunca destacado, como un realizador con buena mano en la dirección de sus actores, capaces bajo sus órdenes de componer personajes difíciles, como el Sheriff Heflin de Cop Land o el Johnny Cash de En la cuerda floja. En el caso de El tren de las 3:10, la constante se repite una vez más y nos encontramos ante un western que ni mucho menos se revela como excepcional, pero sí como ejemplar entretenimiento del género que algunos tanto echamos de menos a día de hoy. Nos encontramos ante un western que no reniega de los axiomas clásicos del género, pero que se nutre de escenas de acción que evidentemente pertenecen a estéticas y tendencias contagiadas en la modernidad, donde el ritmo se exige una mayor celeridad en dichas escenas y menor distancia entre las mismas, lejos de clímax alcanzados tras ansiógenas esperas que se resuelven en rápidos enfrentamientos no exentos de una épica preparada. La película de Mangold, sin desatender la composición de sus personajes a través de cuidados pasajes en los que nos cede un respiro entre persecuciones y masivos tiroteos, se ve obligada a hacer concesiones a un público moderno, inadaptado al western, que en su mayoría sólo acudiría a ver una película como El tren de las 3:10 si se les asegura buenas dosis de acción ininterrumpida, bien empacada y presentada en un espectacular tráiler que funcione como reclamo.



El tren de las 3:10
pasa por ser, además, un duelo interpretativo entre sus dos máximas estrellas, Russell Crowe como el encantadoramente malvado Ben Wade y Christian Bale como el encantadoramente desdichado Dan Evans. Ambos resultan convincentes en sus papeles, el primero haciendo de su personaje un simpático antagonista, cruel y con sentido del humor, sorna derivada de su total desprecio por todos aquellos que aspiran a atraparle y conseguir la jugosa recompensa que por su cabeza se ofrece; el segundo como un Dan Evans tocado de orgullo, un granjero tullido que sufre la subyacente compasión de una familia que le quiere, pero apenas sí siente alguna admiración por él. El cruce entre ambos personajes es, por tanto, una excusa satisfactoria para ambos en su camino, pues mientras al personaje de Crowe le parecerá de lo más divertido su custodio, el de Bale encontrará la ocasión única para convertirse en héroe, imprevisto mártir que restaura su honor. La cruzada de Evans en su misión de escoltar a Wade hasta el tren que le lleve a Yuma acabará suponiendo, por supuesto, un acercamiento entre héroe y villano que revelará una compleja relación entre ambos lados de la ley. En el momento Evans tome la suicida decisión de culminar su misión solo ante un pueblo entero dispuesto a arrebatarle a su prisionero, ese proceso toma por fin su forma definitiva en cuanto que el personaje de Crowe ha reconocido y se ha rendido ante la figura del héroe: aquel que ante todas las adversidades del mundo, luchará hasta su último aliento no por falsas empatías o por nobles causas, sino por aquello que se debe a sí mismo y que le hace totalmente inmune a un ejército entero haciendo blanco sobre él.

Así que es el western de Mangold una reivindicación del héroe, el reconocimiento del mismo por su villano por excelencia y la puesta en escena de ambos en una liviana y entretenida aventura que poco debe a los clásicos del género, pero que al menos supone una valiosa recuperación y revisión de los contextos del mismo. El tren de las 3:10 puede ser esa cinta que, muy certeramente, recorte las reticencias de los nuevos espectadores hacia un género con el que nunca crecieron. Y sólo esa razón ya será motivo suficiente de celebración.
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3:10 to Yuma. Estados Unidos. 2007. 117'.
Director: James Mangold.
Guión: Halsted Welles, Michael Brandt y Derek Haas; basado en un relato corto de Elmore Leonard.
Producción: Cathy Konrad.
Música: Marco Beltrami.
Fotografía: Phedon Papamichael.
Montaje: Michael McCusker.
Diseño de producción: Andrew Menzies.
Vestuario: Arianne Phillips.
Intérpretes: Russell Crowe (Ben Wade), Christian Bale (Dan Evans), Logan Lerman (William Evans), Ben Foster (Charlie Prince), Peter Fonda (Byron McElroy), Vinessa Shaw (Emma Nelson), Alan Tudyk (Doc Potter), Luce Rains (Weathers), Gretchen Mol (Alice Evans), Dallas Roberts (Grayson Butterfield).
Puntuación: 6
El tren de las 3:10 en la red...
http://www.310toyumathefilm.com/ (Web oficial)
http://www.widepictures.es/eltrendelas310/ (Web oficial España)
http://www.labutaca.net/films/55/310toyuma.htm (sobre la película)
http://www.elpais.com/articulo/cine/ultimo/refugio/epica/moral/elpepuculcin/20080905elpepicin_6/Tes (crítica en El País de la película)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article1564.html (sobre Russell Crowe)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article1363.html (sobre Christian Bale)
http://en.wikipedia.org/wiki/James_Mangold (sobre James Mangold, en inglés)


martes, septiembre 02, 2008

Woodstock Diaries: 3 días de paz y música

En ocasiones el cine se dispone en su tarea de documentalista, registrador de la historia a través de una lente nunca fiel, nunca objetiva pero siempre valiosa en su cometido de contemplar la realidad con actitud más o menos tendenciosa, más o menos útil, pero salvaguardora de aquello que pasó por delante de dicha lente. No es posible entender una generación, un fenómeno social tan masivo como fue Woodstock sin atender a sus numerosas contradicciones, sus premisas contrariadas por los actos, pues ciertamente los aproximadamente 450.000 asistentes que asistieron al Festival de Woodstock en verano de 1969 no estaban, todos ellos, dispuestos a refrendar con sus comportamientos el mensaje de "3 días de paz y música" que el festival predicaba en su convocatoria. Lo omitido en el monumental documental filmado por Michael Wadleigh invita a una reflexión inherente a cualquier gran documental que se precie: ¿Cuánto pesa su valor como objetivo analista de los hechos retratados a través, principalmente, de un montaje eminentemente selectivo? ¿Cuánto pesa el registro de los mismos en el paso tiempo, en la historia como documento fílmico, testigo parcial pero imprescindible en nuestro juicio personal de los relevantes acontecimientos que tuvieron lugar en los campos de Woodstock en agosto de 1969? Y se infiere, tras asistir al documental de Wadleigh, que su valor como pieza testimonial de uno de los fenómenos clave de la contracultura estadounidense de los 60, es ciertamente innegable.

Woodstock Diaries no busca ni encuentra méritos cinematográficos, sino meramente registradores de un acontecimiento de una magnitud cultural y social sin parangón. Incluso el esfuerzo de Wadleigh, plasmado en casi tres horas de documental que alterna los testimonios múltiples de los implicados en el festival con soberbio metraje de conciertos (algunos con aura de inmortalidad), queda empequeñecido en cuanto a la imagen que nos es proyectada del alcance y la influencia de Woodstock en su generación, la 'Woodstock Nation', pero también en las posteriores. Desde luego que los responsables de Woodstock Diaries no pretendieron el retrato desnudo y la crudeza social que habitan en los documentales de Frederick Wiseman o Eduardo Coutinho, sino que acudieron a Woodstock como una respuesta a la necesidad de registro que requería un evento que había multiplicado su importancia y desbordado las expectativas hasta convertirse en el punto de destino de un masivo éxodo no sólo de gente, sino también de ideas que exigían la audiencia de una nación de oídos sordos. Woodstock, como otras tantas cosas, cambió. Otras no.

Hoy, a menos de un año de que Woodstock Diaries: The Director's Cut sea relanzado por Warner Home Video (previsión para el 28 de Julio de 2009) aprovechando su cuadragésimo aniversario y el interés suscitado por la producción Taking Woodstock que preparan Ang Lee y James Schamus, revisar el documental de Wadleigh es poco menos que asistir a una leyenda filmada, con todas las hipérboles que se le presuponen y todas las dosis de autocomplacencia que el héroe de turno se pueda permitir (aquí los jovenes y ambiciosos jóvenes empresarios que iniciarion la aventura de Woodstock tras poner un anuncio tanto en el New York Times como en el Wall Street Journal demandando una idea de negocio "interesante y legítima"). Woodstock Diaries es pretendidamente, un filme que bascula entre los históricos conciertos que tuvieron lugar y el problemático envoltorio financiero que rodeó al festival y la manera en la que sus hábiles responsables consiguieron salir del paso. (contado, evidentemente, a golpe de anécdota). Afortunadamente, sus realizadores, se decantan en el primer apartado y el documental, más allá de sus justicias a lo acontecido, prima su condición de un imposible resumen de 120 millas de película filmada en tan solo tres días. Loable pues, la titánica labor montadora de un equipo liderado por Martin Scorsese y Thelma Schoonmaker (nominada al Oscar al mejor montaje, amén del que consiguiera la película como mejor documental), aquellos que realmente definieron la autoría de Woodstock Diaries desde la sala de montaje. Ellos son quien, conscientes de las necesarias concesiones a los organizadores, optaron por imponer imágenes de música en directo que en no pocas ocasiones se alzan hasta la categoría de mito cuando las revisamos conscientes de que sólo fueron posibles en aquel contexto de una utopía hoy desvanecida. Y ahí precisamente es donde radica el valor impagable que puede alcanzar una película documental como Woodstock Diaries, más allá de disposiciones del montaje y de directrices en su construcción: en el carácter trascendental e incandescente, cuasi mítico de una cultura que desde el principio se veía abocada a su extinción, un rebufo de levantamiento de los vientos de revolución que soplaban desde Europa en Mayo del 68. Quizás Woodstock no fuera más que su representación, aquel símbolo que necesitara la (contra)cultura americana para ser recordada y evocada inútilmente en ediciones-aniversario que no hacían sino certificar la muerte de un significado, de un pensamiento. Una muerte prevista, o al menos fácil de dilucidar desde que el festival se convirtiera en blanco fácil para conservaduristas acusaciones de depravación y vandalismo, en bastión de un movimiento profundamente "antiamericano". Jimi Hendrix, en la más rotunda posible respuesta, tocó Star Spangled Banner (el himno americano) haciendo volar sus dedos sobre las cuerdas y demostrando lo incongruente de aquella acusación: Woodstock quería una América más libre, no repudiar de ella.

La actuación de Hendrix, que además tomaría un carácter cuasi póstumo (el legendario guitarrista moriría al año siguiente), fue saludada como una de las mejores de su carrera y despidió en el amanecer de un Lunes de un Woodstock que sería desde entonces el lugar común en la memoria de una generación que perdió sus sueños, pero que vivió la ilusión de la victoria desde el barrizal de los campos de Bethel. El documento audiovisual, imprescindible testimonio histórico firmado por Michael Wadleigh, nos hace ilusorios partícipes de esa generación que contempló aquel escenario cuyo telón levantó Richie Havens realizando el mayor acto de libertad de la música con una magistral improvisación que bautizaría Freedom. Ese escenario donde Janis Joplin paseó su nunca tan bella y amarga voz y Jefferson Airplane regaló un glorioso amanecer de Domingo a ritmo de Somebody to Love y proclamando White Rabbitt como el definitivo himno de la psicodelia. Allí donde The Who refrendaba con su himno el sentido de una generación (recital que ofrece el mayor y estilizado aprovechamiento de las posibilidades del montaje) y unos prematuros Joe Cocker y Carlos Santana ya se anunciaban como futuros grandes de la música mientras unos reconocidos Creedence Clearwater Revival ponían la guinda al culmen alcanzado de su carrera. En definitiva, la mayor reunión posible de deidades del rock y aspirantes configuran un documental con visos de atemporalidad. Quizás fuera esa la razón que movió a Boris Sagal a poner a Charlton Heston en El último hombre vivo (The Omega Man [1971] segunda adaptación cinematográfica de la novela Soy Leyenda, de Richard Matheson), como el último espectador de la tierra en un cine en el que se proyectaba Woodstock. Quizás porque Woodstock Diaries trasciende la barrera del documental para convertirse en un testimonio ineludible de una contracultura que, por antonomasia, definía el contexto cultural contrael que apuntaba. Y por tanto, un impagable testimonio que salvaguardar en el paso del tiempo.