martes, diciembre 22, 2009

Avatar



Lejos de suponer algún tipo de traición a las señas identitarias, Avatar supone una exponenciación de las virtudes del cineasta que hay tras la cámara: magisterio en el manejo del timing, excelencia narrativa en la transición hacia la sci-fi action más hardcore (esto es, la descomunal batalla final) y capacidad para crear personajes abrumadoramente magnéticos, aquí un coronel Quaritch (imborrable Stephen Lang) que se presume como una versión anfetamínica del mismísimo coronel Kilgore. En otro orden de cosas, frente al pulso narrativo y la avanzadilla tecnológica como virtudes máximas de James Cameron, se encuentra el excesivo subrayado del misticismo New Age que empacha el relato y que ya asomara someramente en la magnífica y a menudo infravalorada Abyss (1989). El alegato ecologista reclama empecinado una trascendencia y calado que nunca consigue, y que no eclipsa a la verdadera fuente del embelesamiento: Pandora, como sinécdoque de Avatar, Avatar como sinécdoque del cine-espectáculo cameroniano, está hecha del mismo material que los sueños; las reflexiones en off de su protagonista a propósito de estos sólo son la confirmación en voz alta.
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