¡El soplón! supone el paso de Steven Soderbergh de retratar un mito de la revolución y la ideología (con austera ampulosidad, con excesos de forma y metraje), a un mito más contemporáneo y acorde a los días de Madoff y la globalización, un mito del engaño explorado por el director con sensibilidad setentera. Marc Whitacre (Matt Damon) es, quizá, el personaje más fascinante que haya pisado su cine, uno que te pasas toda una película intentando escrutar: si en una escena Whitacre parece un simple chupatintas, en la siguiente sospechamos que, tras ese exceso de ingenuidad, se esconde un brillante estratega. Soderbergh edifica toda una trama de malévolas corporaciones internacionales para ponerla al servicio de un personaje inmenso; y Damon, habitual secundario suyo, le corresponde con una interpretación siempre sobresaliente, ahuyentando la sospecha de la mera autoparodia, partiendo de cero para bascular entre el ser desubicado y el maquinador, entre la compulsividad y la premeditación.
miércoles, septiembre 30, 2009
¡El soplón!
Los sustitutos
Los sustitutos tenía mimbres de gran ciencia-ficción, una premisa dispuesta a conjugar acción desenfadada con alguna reflexión acerca de la pérdida de humanidad, una Blade runner (Ridley Scott, 1982) quizá menos trascendente y ampulosa, pero también estimable. No ha sido así. En su lugar, queda un producto mucho más al uso de lo que desearíamos admitir, un thriller empeñado en ser menor a toda costa, en minimizar su impacto sobre el espectador y proclamarse como mero entretenimiento sin muchas aspiraciones (...) Lo que no quiere decir que Los sustitutos no sea un thriller eficaz. Demuestra meticulosidad en crear un futuro probable (inquietante el maquillaje, llevado hasta la plasticidad del rostro), el de la libre experiencia hedonista sin riesgo de mortalidad, el de los placeres inducidos y la maximización de la apariencia. Tampoco puede decirse que fracase articulando su trama, perfectamente coherente y perfectamente habitual, sin apenas margen para la improvisación. El problema viene, más bien, dado por la empecinada baja intensidad de Jonathan Mostow, por un excesivo conformismo que merma las posibilidades de la historia, más preocupada por el drama matrimonial de su protagonista que por elevar su sci-fi action.
martes, septiembre 22, 2009
Malditos bastardos
El título original, Inglourious basterds, da la pista sobre el destinatario de tamaña declaración, a partir de la reinvención ortográfica sobre “The inglorious bastards”, título inglés de Aquel maldito tren blindado (Enzo G. Castellari, 1978). La cinta de Castellari (quien disfruta de un cameo aquí) era una digna representante del macaroni combat, subgénero contestando con deliciosa serie B y desinhibición a las muestras de cine de comandos que llegaban desde Hollywood a finales de los 60 (imprescindibles como Doce del patíbulo o Los violentos de Kelly). Tarantino no excluye ninguna posibilidad y Malditos bastardos profesa devoción por aquellas formas gamberras y festivas, pero se postra, sobre todo, ante un tiempo y contexto en el que también coexistía el spaghetti western. Los primeros compases de su película significan, de hecho, uno de los mayores milagros de su filmografía, el improbable encuentro entre Sergio Leone y John Ford que supone un capítulo-apertura equiparable en excelencias al de Kill Bill: Vol. 2. Este le basta al realizador para demostrar su dominio insultante en el diseño del diálogo, en el asentamiento de un clima desde el perfecto control de los tiempos y los resortes del mismo; pero también en la creación de personajes irrevocablemente magistrales, aquí un coronel Hans Landa interpretado por un inmenso Christoph Waltz.
lunes, septiembre 21, 2009
La frustración tiene forma de pavo
Uno de los traumas que todo el mundo debería experimentar al menos una vez en su vida es ese videojuego que fuiste incapaz de pasarte. Ese ante el que te rendiste presa del desespero, impotente al ver que todas tus horas de juego y todo tu bagaje en el terreno son insuficientes para descubrir qué más coño hace falta para pasarte esa fase, ese jefe en el que estás atascado y has tratado de abordar desde mil maneras distintas. Es una derrota terrible para todo devorador de juegos, una cura de humildad fatídica cuando descubres que no rentabilizarás el alquiler o la compra del juego de marras, cuando quedas consciente de que tu orgullo ha quedado irrevocablemente pisoteado... cuando sabes que recordarás tu vida tu fracaso, la frustración del momento de la rendición.
En mi caso la frustración tiene forma de pavo. El juego en cuestión era South park: Deeply impacted (era por entonces la época en la que nacía mi devoción hacia la serie de Trey Parker y Matt Stone), el cual alquilé para mi N64 un fin de semana, convencido de poder con él sin demasiados problemas. Se trataba de un shooter en primera persona de Acclaim, los mismos que habían firmado ese grandioso ejemplo del género que era el Turok 2. Creo recordar que fue en el segundo nivel cuando me topé con los pavos mutantes, directamente extraídos de uno de mis episodios favoritos de la serie, Paco el flaco (Starvin' Marvin). El pavo no era realmente un problema, más allá del cansino sonido que emitía hasta la agonía: te deshacías de él a base de bolazos de nieve, impoluta o amarilla que habías obtenido mezclándola con orina. El problema era acabar con la legión inacabable de pavos que venía después, capaz de llevar la experiencia a niveles ciertamente desagradables. El problema era que, después de pasar por tamaño suplicio, te encontrabas con un jefe de nivel que consistía (¿lo adivinan?) en un pavo descomunal que no había forma humana de superar.
Después de horas de pavos voceando e impotencia creciente, la rendición se hizo inevitable. El recuerdo de tan desagradable experiencia me vino hace unos días dando tumbos por el youtube. Fue allí donde encontré la reencarnación de aquel pesadillesco pavo. Y resulta que es el único también capaz de frustrar las aspiraciones de King Kong, Godzilla, Gamera y hasta el señor Poppy Fresh de proclamarse monstruo más grande del cine. Casi nada:
martes, septiembre 15, 2009
District 9
Pronto deja claro que el componente social es eso, un mero componente que no se impone en el cómputo global. Podremos gritar injusticia social, podremos hablar de descarnados retratos suburbanos (no es difícil adivinar la referencia al SIDA tras el chiste de la cópula interespecie), pero a Neill Blomkamp le falta tiempo para pasarse a la sci-fi action más hardcore. Y es entonces cuando lamentamos que el sudafricano no disfrute de las dotes narrativas de un James Cameron y caiga en lugares demasiado comunes (el militar fascistoide y encabronado, la cobardía rebatida con un acto heroico y reafirmante), o que acabe entregando su guión a una atronadora pirotecnia nada meditada (los giros narrativos sólo parecen pasar por nuevas intervenciones militares o guerrilleras). Celebraremos, más bien, que quizá el apadrinamiento de Peter Jackson le haya contagiado de cierto amor gore (¿se acordó Blomkamp del Museo de Historia natural de Brundle al diseñar la descomposición de Van der Merwe?) y socarronería; más bien que la mayor convencionalidad del último tramo no desmerece la larga lista de logros, la muy perceptible huella del talento.
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Gordos
El mosaico es, pues, lo bastante complejo y lo bastante inabarcable para celebrar el triunfo de Daniel Sánchez Arévalo en un equilibrio narrativo compensado. Máxime cuando este se ve aderezado por atrevimientos varios del montaje (las narraciones personales ilustradas con estupendos incisos visuales, la modélica escena en la que el montaje en paralelo alterna los rostros de Verónica Sánchez y Roberto Enríquez como si ambos compartieran la misma escena de sexo), una narración episódica que abre cada capítulo con una regla del revolucionario tratamiento predicado por el personaje de Antonio de la Torre, y un humor que mejor resulta cuando perpetra incorrecciones varias (hilarante el momento en que el personaje de De la Torre rememora el descubrimiento de su homosexualidad) sin abandonar cierto costumbrismo. Peor parada sale Gordos, en cambio, cuando apuesta, hacia sus últimos compases, por un dramatismo desaforado que no deriva de un in crescendo creíble. Demasiados discursos autoconscientes, demasiada exposición de las mezquindades de sus protagonistas, demasiadas vueltas existenciales. Y una pérdida fatal de sentido del humor.
jueves, septiembre 10, 2009
El flashback como parodia como recurso (o cómo fabricar tu propio flashback)
A estas alturas no me cabe ninguna duda de que South Park es la mejor serie animada de la televisión. Sí, por encima de esa que todos estamos pensando. Para iniciarse en esta discusión, nada mejor que echar un vistazo a las disquisiciones que en su día hizo John Tones sobre los primeros 9 episodios (lástima que el proyecto Elitevisión no haya proseguido), más los sucesivos análisis episódicos que llegaban hasta aquel antológico Paco el flaco, título por el que conocíamos en España a Starvin' Marvin. A lo que íbamos: en lo que South Park saca enorme ventaja a sus competidoras es en su irreverencia, auténtica y genuinamente inteligente. Entre ese paso más allá que Los Simpsons no pueden dar (porque en el fondo saben que no pueden obviar su bien encubierto conservadurismo) y la evidencia exagerada de Padre de familia, South Park es la serie que no se casa con nadie y, mejor aún, no explica a nadie. Es la perfecta francotiradora, la que mejor disimula su exquisito aparato referencial, la que condiciona cualquier aparición estrella a su humillación...
En el primer capítulo de la séptima temporada, la serie lleva la parodia a un territorio al que dudo pocos se hayan atrevido. Hablo del episodio Yo es que soy un poco country, y no hablo de la sonora carcajada que Matt Stone y Trey Parker lanzan a costa de las reacciones sociales ante la Guerra de Irak, no. Hablo del chiste que surge de la reflexión de lo que se narra y cómo se narra, hablo del chiste a costa del flashback. Todo empieza cuando el Señor Garrison exige a sus alumnos un trabajo sobre 1776 y los Padres Fundadores. Cartman, Kyle, Stan y Kenny forman grupo y comienzan a leer al respecto, pero Cartman pronto se cansa, alegando que es demasiada información para un niño de 9 años. Tras un intento infructuoso de escaquearse, tiene una idea: ¡invocará un flashback para viajar a 1776! Así, enuncia en voz alta: "En 1776 los Padres Fundadores crearon América, ¡me pregunto cómo serían aquellos tiempos!... aquellos tiempos... aquellos tiempos", mientras se oye el recurrido sonido de transición a un episodio pasado. Nada sucede. Es la primera intentona de Cartman, que explica a sus amigos su estrategia ante la incredulidad de estos (y pese a que al final, como tantas veces, se demuestre que tenía razón). En las siguientes veces, Cartman intentará sofisticar la invocación: zoom in lento, repetición del sonido evocador, movimientos de manos, cierre de ojos... todo en balde. Hasta que llegamos a la solución final... (pinchar en la imagen para ver vídeo).
Cartman graba 50 horas del canal Historia y se auto electrocuta en una piscina con el grabador para conseguir su flashback... ¡y funciona! Cartman viaja a 1776 y mediante un número musical, aprende todo lo que necesita acerca de los Padres Fundadores. La parodia sobre esa forma de ruptura de linealidad narrativa (o mejor dicho, sobre la forma en la que arquetípicamente se ha utilizado) no discute ni excluye, sin embargo, su plena utilidad y funcionalidad. Y son detalles como estos los que acaban componiendo, en última instancia, una obra maestra.
martes, septiembre 08, 2009
Gamer
Gamer imagina una sociedad futura más que nunca cercana a la zombificación por hiperestimulación, llevando hasta las últimas consecuencias el confinamiento de la ciudadanía a redes de simulación social (Society bien podría ser un exponente perverso de Los Sims) creadas por un megalómano, tiránico multimillonario (Michael C. Hall) que aspira al control total. En su primera mitad, Gamer se disfruta como una materialización del definitivo shooter cinematográfico, siguiendo las últimas batallas previas a la libertad de Kable (Gerard Butler), héroe de masas taciturno y carismático. En la segunda, se impone el objetivo del derrocamiento, la destrucción de la distopía para evitar la subyugación de la voluntad popular ante los nuevos dictadores de una era digital y globalizada. Neveldine y Taylor se divierten a costa de todas estas premisas para un futuro deprimente, manteniendo intacta su actitud grosera (la irreverencia que esconde el racismo de un diálogo sobre comida, la cantinela del plan maestro del villano interrumpida por Kable en el enfrentamiento final) y explotando terreno fértil para guiños y homenajes varios que se suman sin vergüenza al festín (no es difícil acordarse de Operación Dragón o de Blade Runner en los últimos minutos, mientras que las nanezas nos remiten a la excelente El mensajero del miedo).
Leer crítica en La Butaca
jueves, septiembre 03, 2009
El ego valentino
Es una revista pequeña, pero también es una de las pocas cosas que hasta ahora he tenido la oportunidad de hacer en prensa escrita. Se llama El ojo valentino y la pueden encontrar en lugares diversos de la geografía de la Ribera Alta y algún sitio más, creo. La sección que me han reservado se llama La butaca del neófito y me han dejado inaugurarla con una recomendación que creía necesaria. Pocas cosas lo merecen tanto como el pagafantismo. Reproduzco el artículo:
La heroica de la derrota
Pagafantas conecta con toda una tradición y toda una generación. Y a esta última le sirve de terapia de choque.
La ópera prima de Borja Cobeaga (Vaya Semanita) bautiza para el lenguaje social un sentimiento nunca tan universal. Pagafantas para denominar al eterno perdedor, el enamorado al que la chica sólo querrá como amigo, y que Cobeaga entiende en toda su heroicidad (y en todo su patetismo). Que no les digan lo contrario: la sempiterna derrota del pagafantas tiene mucho de heroico. El antihéroe es, aquí más héroe que el héroe más indiscutible. Y todo el que se haya visto en las mismas tesituras que el protagonista y tenga la dignidad de reconocerlo, lo sabe muy bien.
Pero el triunfo de Pagafantas no se encuentra sólo en su complicidad ni en su humor como instrumento de exorcismos personales. Su verdadero triunfo reside en ser un compendio magnífico de comedias, un punto de encuentro en el que confluyen los greatest hits del renovado sketch televisivo (¿alguien dijo Muchachada Nui?), inspiradas escenas de sitcom, simpatía por el perdedor a lo Apatow (pero sin indulgencias) y crueldad para con él (una escalada de humillación propia de los hermanos Farrelly de Algo pasa con Mary). Pero Pagafantas también es Billy Wilder y es Richard Quine, y es pleitesía a la screwball comedy. Así lo delata el solapamiento del diálogo que busca la torpeza y el inoportunismo en una cita. Y así lo delata también el ciclónico personaje de Sabrina Garciarena, deudor del de Katherine Hepburn en La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938) o el de Barbara Stanwyck en Las tres noches de Eva (Preston Sturges, 1941), por poner sólo algunos ejemplos ilustres. En fin, señas ellas de un homenaje a la comedia clásica que casa, feliz y milagrosamente, con un personal homenaje a nuestros propios fracasos.
Si le gustó...
...no deje de ver El Apartamento, perfecto clásico del patetismo protagonizado por uno de sus máximos exponentes en la pantalla: Jack Lemmon (véase también La extraña pareja o En bandeja de plata). Tampoco se pierda otro clásico, éste de la gross comedy: Algo pasa con Mary es, al fin y al cabo, otra película de pagafantas con el aliciente de la extrema vejación física de su protagonista. Y para terminar, Virgen a los 40, película fundacional de la Generación Apatow e imprescindible para entender el momento actual de la comedia norteamericana.
La heroica de la derrota
Pagafantas conecta con toda una tradición y toda una generación. Y a esta última le sirve de terapia de choque.
La ópera prima de Borja Cobeaga (Vaya Semanita) bautiza para el lenguaje social un sentimiento nunca tan universal. Pagafantas para denominar al eterno perdedor, el enamorado al que la chica sólo querrá como amigo, y que Cobeaga entiende en toda su heroicidad (y en todo su patetismo). Que no les digan lo contrario: la sempiterna derrota del pagafantas tiene mucho de heroico. El antihéroe es, aquí más héroe que el héroe más indiscutible. Y todo el que se haya visto en las mismas tesituras que el protagonista y tenga la dignidad de reconocerlo, lo sabe muy bien.
Pero el triunfo de Pagafantas no se encuentra sólo en su complicidad ni en su humor como instrumento de exorcismos personales. Su verdadero triunfo reside en ser un compendio magnífico de comedias, un punto de encuentro en el que confluyen los greatest hits del renovado sketch televisivo (¿alguien dijo Muchachada Nui?), inspiradas escenas de sitcom, simpatía por el perdedor a lo Apatow (pero sin indulgencias) y crueldad para con él (una escalada de humillación propia de los hermanos Farrelly de Algo pasa con Mary). Pero Pagafantas también es Billy Wilder y es Richard Quine, y es pleitesía a la screwball comedy. Así lo delata el solapamiento del diálogo que busca la torpeza y el inoportunismo en una cita. Y así lo delata también el ciclónico personaje de Sabrina Garciarena, deudor del de Katherine Hepburn en La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938) o el de Barbara Stanwyck en Las tres noches de Eva (Preston Sturges, 1941), por poner sólo algunos ejemplos ilustres. En fin, señas ellas de un homenaje a la comedia clásica que casa, feliz y milagrosamente, con un personal homenaje a nuestros propios fracasos.
Si le gustó...
...no deje de ver El Apartamento, perfecto clásico del patetismo protagonizado por uno de sus máximos exponentes en la pantalla: Jack Lemmon (véase también La extraña pareja o En bandeja de plata). Tampoco se pierda otro clásico, éste de la gross comedy: Algo pasa con Mary es, al fin y al cabo, otra película de pagafantas con el aliciente de la extrema vejación física de su protagonista. Y para terminar, Virgen a los 40, película fundacional de la Generación Apatow e imprescindible para entender el momento actual de la comedia norteamericana.
miércoles, septiembre 02, 2009
American playboy
Lejos de lo esperado, David Mackenzie va más allá de una lectura superficial y propone una calculada, dramática vuelta a la Tierra de un ligón profesional que ve desmontado su particular sueño americano cuando queda prendado de una camarera que practica su mismo juego. Hay algo de admirable en American playboy, y es tanto la distancia que mantiene con su protagonista como con los tópicos habituales en los que fácilmente podría caer explotando el magnético atractivo del mismo. Sorprendentemente, el objetivo último de la cinta es el de desgranar la insustancial vida de este, desenmascarar sin aleccionamiento moral el desamparo que se esconde tras las rutinas del conquistador en busca de nuevas y maduras valedoras (...) Su final sabotea las expectativas, confirmando el carácter no convencional del producto en su rechazo al happy end o a previsibles redenciones y dejando paso a una conclusión varios enteros más sincera y razonablemente más perdurable.
martes, septiembre 01, 2009
Año uno
Del humor de la Generación Apatow, Año uno toma de entre lo más accesorio, el chiste de índole sexual y explícita que sólo de tanto en tanto logra alguna línea perdurable; Harold Ramis, decidido a la comedia abiertamente intempestiva y al juego de la imprecisión histórica, queda bien lejos de sus jugadas más certeras, aquellas que implicaban a individuos psicológicamente torturados y desbordados por rutinas contemporáneas (Atrapado en el tiempo, Una terapia peligrosa). Bien al contrario, la sensación aquí es de suma poco armonizada, de sucesión desigual de gags más o menos afortunados, durante la primera mitad, y de evidente agotamiento de la inventiva (y de su trama), cuando afrontamos la segunda ya en la ciudad de Sodoma (...) La película de Harold Ramis es, sencillamente, incapaz de asumir la irreverencia desde el mismo corazón su narrativa, de rebelarse contra algo más allá de las buenas formas (ni siquiera la ingestión del excremento, tan deudora de John Waters, consigue que lo olvidemos.
Leer crítica completa en La Butaca