viernes, julio 28, 2006

Corre, Lola, corre



20 minutos. La vida en 20 minutos. Es el tiempo que Lola tiene hasta llegar al centro de la ciudad. El tiempo que le da su novio antes de que el reloj marque las 12 y entre en un supermercado a robar 100.000 marcos que debió entregar a esa hora a un peligroso gángster y que perdió estúpidamente en el vagón de un metro. Conseguir 100.000 marcos en 20 minutos y llegar a tiempo se presume imposible, pero Lola no duda en iniciar una carrera frenética. Tan frenética como la vida misma.

En 1998, Tom Tykwer adoptó este argumento tan sencillo para realizar la que sería a la postre una de las más emblemáticas películas de los 90. La imagen de Franka Potente con un pelo completamente rojizo corriendo desbocada mientras Tykwer juguetea con la cámara, parte la pantalla o ralentiza las imágenes a ritmo de tecno, ya forma parte de la memoria de cinéfilos y no tan cinéfilos. Corre, Lola, Corre es una intensa película de apenas hora y cuarto que significó una revolución visual, pero también que incide en lo precipitado de la vida humana en los tiempos que corren. En tres trayectos similares, Tykwer introduce cambios sutiles que acaban transformando por completo el desenlace de la historia. Por tanto, tres historias distintas. Tres caminos. Tres destinos distintos que dependen de las decisiones que toma Lola en momentos dados, de la coincidencia con cada personaje unos segundos antes o después, de los obstáculos en una carrera vital, desesperada, sin precedentes. Con fuerza, energía y una potencia descomunal, Twyker narra un pequeño relato multiplicado por tres en el que subraya las circunstancias que rodean y marcan a ese extraño ser, el humano, que vaga por el mundo sin saber de donde viene ni a donde va, pero que siempre corre con frenesí sin saber lo que le espera a la vuelta de la esquina.

El increíble y vasto imaginario visual que desarrolla Tykwer hace de Corre, Lola, Corre un hito que queda grabado por siempre a través de la retina. Adolece de evidentes carencias, inevitables en un producto tan acelerado y rápido que apenas nos permite conocer a sus personajes con cierta profundidad y que pierde fuerza hacia el final, ya en la tercera y última carrera de Lola. Vale aquí abusar de ciertos caprichos del destino y el azar para desatar toda la furia cinematográfica que almacenaba su autor al abordar un guión tan inusual. Tanto, que, como la misma película, es una carrera de fondo que corre el peligro de desmoronarse en cualquier momento si se pierde el ritmo, si el interés se desvanece. Pero no sucede. Tykwer mantiene ese ritmo de forma brillante, medida, y controlada desde el primer al último minuto. Los únicos tiempos muertos que se permiten son los dos que emplea a modo de bisagra entre las tres carreras en las que vemos a Lola y a Manni (su novio) reflexionando sobre lo que les podría deparar la vida: apenas unos minutos que sirven al espectador para coger aire. Justo antes de iniciar una nueva carrera. O la misma.

Potente, que queda recordada por un papel carismático que sabe aprovechar, es eje de Corre, Lola, Corre y también un adjetivo que la define bien. Breve, pero intensa, es un puñetazo encima de la mesa que rompe moldes y se acerca a la estética videoclipera sin caer en la banalidad. Y es un mérito porque Tykwer es consciente de donde se encuentran los límites de su película y le saca el mayor rendimiento antes de sobrepasarlos. Cuando la película alcanza su tramo final, los signos de desfallecimiento empiezan a aflorar, pero antes de que la fórmula empiece a fallar y el espectador a agotarse, Corre, Lola, Corre alcanza sus créditos finales y el buen sabor de boca perdura. Corto, pero efectivo... y eficaz.
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Lola Rennt. Alemania. 1998. 79'.
Director: Tom Tykwer.
Guión: Tom Tykwer.
Fotografía: Frank Griebe.
Montaje: Mathilde Bonnefoy.
Música: Reinhold Heil, Johnny Klimek, Tom Tykwer.
Intérpretes: Franka Potente (Lola), Moritz Bleibtreu (Manni), Herbert Knaup (Lolas Vater), Nina Petri (Jutta Hansen), Armin Rphde (Herr Schuster).
Puntuación: 7,5
No pares de correr...
http://www.lola-rennt.de/ (página web en alemán)
http://www.tomtykwer.com/ (página web de Tom Tykwer)

domingo, julio 23, 2006

La princesa Mononoke


Por una vez quisiera huír de los rodeos. Huyo porque hablo de una película que hace lo propio. No sorprendo a nadie si vuelvo a decir que tras ver tres de sus películas me apunto a los que consideran a Miyazaki un auténtico maestro de la animación, así que sobran los apelativos para un cineasta que ya ha encontrado su lugar entre los grandes y que será recordado por auténticos lienzos en movimiento, obras de arte que desenvuelven una imaginación desbordada y embrujadora, capaz de infundir recuerdos deliciosos. Me pasa cuando pienso en El viaje de Chihiro y lo hago acordándome de una fábula embelesadora sobre la infancia, o cuando me emociono al recordar las bellísimas imágenes de El Castillo Ambulante al compás del perfecto vals compuesto por Joe Hisaishi. Hoy tengo una joya más que añadir al colectivo de imágenes inolvidables residente en mi memoria.

La princesa Mononoke es tanto una película legendaria (por su marcado significado dentro del cine japonés en general y el de animación en particular) como una leyenda. Y es todo lo que debería ser entendido como una leyenda, acogiendo todos sus ingredientes y haciéndolos suyos para aderezarlos de sensibilidad y auténtico cariño por cada personaje, cada imagen y cada momento. Desde el primer momento de la película, el espectador queda atrapado sin darse cuenta, con un ritmo de arranque sensiblemente más elevado que el de otras producciones de Miyazaki. Ya en esa primera escena vamos directos al conflicto: un jóven príncipe de unas tierras lejanas que salva a su pueblo del ataque de un soberbio monstruo, un jabalí transformado en demonio al que el príncipe Ashitaka, guerrero valiente y apuesto como mandan los cánones en las leyendas, da muerte en una lucha encarnizada. En esa batalla Ashitaka sale herido y una infección producida por el espíritu de ese demonio le condenará a una muerte lenta y dolorosa. En una carrera a contrarreloj contra su fatal destino, el príncipe a lomos de su alce iniciará un largísimo viaje a las tierras de donde procedía aquel monstruo, en busca desesperada de una cura que se antoja imposible. Allí donde llegará, encontrará un nuevo mundo en el que humanos y las distintas razas del bosque junto al que habitan (jabalís, monos, lobos y algún que otro dios) se precipitan hacia una guerra de proporciones catastróficas para el bosque. En ese clima hostil, Ashitaka intentará actuar sin éxito como elemento conciliador de ambos mundos, chocando en ese propósito con la princesa Mononoke, una guerrera criada en el bosque junto a los lobos.

En ese universo, si cabe, un punto más sencillo que en el de otras ocasiones, Miyazaki hace más evidente que nunca las metáforas que se esconden detrás de cada una de las imágenes. La necesidad de convivencia entre humanos y naturaleza centra los esfuerzos de Ashitaka y de su creador, que insiste en la armonía y la colaboración como única manera de llegar a la conciliación y a la paz. El mensaje ecológico también se hace notar en tanto que su película habla en favor de un respeto por esa naturaleza, y se complementa con el sacrificio y valentía de su protagonista en un esfuerzo titánico por unir a todas las razas bajo un mismo hábitat. Loables intenciones las de Miyazaki que en esta ocasión hacen que La princesa Mononoke sea más clara y sencilla que otros hitos de su filmografía, pero no por ello menos destacable. Muy al contrario, con esta princesa logra dejarte segundos después de los créditos en un extraño estado que combina la reflexión con la fascinación de haber visto una aventura increíble, una leyenda maravillosa por su belleza, por su carisma y emoción, por su manera de mimar a todos y cada uno de los personajes que componen ese cuadro, sea cual sea la importancia que juegan en él, por su perfecto dominio de los tiempos que logra que dos horas y cuarto de película pasen en un suspiro... Una auténtica delicatessen de gourmet y, dicho sea de paso, un placer más adulto que de costumbre, una concesión menos disimulada a la tradición del cine manga más generoso con la violencia que no impide a Miyazaki desarrollar hasta la última de sus virtudes. La princesa Mononoke no es una película infantil y es evidente su destinación a un público más consciente de los problemas que plantea en su argumento, lógico cuando es ese público el aún capaz de hacer algo por encontrarles alguna solución.



Las otras coordenadas que componen la solidez y genialidad de La princesa Mononoke son, de nuevo, un gusto por el detalle exquisito. Tanto en las técnicas de animación, donde vemos algunas de las escenas más espectaculares vistas en la filmografía de Miyazaki, como en cuanto a salpicar la historia de pequeños caprichos como es esa fascinación por los cerdos y familiares cercanos del porcino animal (aquí los jabalíes). Luego viene esa banda sonora impecable que siempre acompaña y de la que, una vez más, Hisaishi es responsable y autor, indispensable para acompañar cualquiera de los mundos creados por Miyazaki y recrear su magia... Magia. Magia es la palabra favorita del creador de Chihiro y Mononoke, y magia no vuelve a faltar en esta ocasión, aunque no en el grado de El viaje de Chihiro o El Castillo Ambulante, donde los personajes cambiaban de forma sin previo aviso y de forma caótica. Aquí se centra en el espíritu del bosque, el cuál constituye uno de los personajes fundamentales de la película al ser esa especie de dios en cuya mano se encuentra la vida de cada uno de los habitantes del bosque.

Sin ser la película perfecta, resulta muy difícil descubrirle defectos notorios a La princesa Mononoke, y nada fácil resistirse a sus muchos encantos. Miyazaki tuvo con ella la habilidad de dar un primer salto al público occidental, prepararlo para su creatividad inagotable y hacer si cabe más grande su presencia como maestro del anime. No es casualidad que La princesa Mononoke sea menos extravagante que sus hermanas, menos compleja, pero tan poética y fascinante como ellas. Todo un regalo para los sentidos y el alma.
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Mononoke Hime. Japón. 1997. 134'.
Director: Hayao Miyazaki.
Guión: Hayao Miyazaki.
Producción: Studio Ghibli
Puntuación: 9
El universo Miyazaki no acaba aquí...
http://www.terra.es/personal/lca027507a/ (completísima página sobre la película y su autor, muy interesante)

viernes, julio 14, 2006

Extraños en un tren



Hitchcock. El genuino. El mago del suspense. El sabio conocedor de todos y cada uno de los secretos del cine, aquel que conoce al espectador más que este a sí mismo. Hitchcock es un bonachón y rechoncho maestro con aspecto afable. Tanto, que sería el último sospechoso en una de sus películas, paradojas de su propio universo que sus apariciones se limiten a meras anécdotas, a una pequeña manía que comenzó como consecuencia de la obsesión del director por el aprovechamiento del espacio y se convirtió en marca de la casa. Uno repasa su filmografía y no puede dejar de sorprenderse la cantidad de obras maestras y grandes películas que aparecen en ella, desde la divertida Psicosis hasta la oscura y grave Rebeca, desde la trepidante Con la muerte en los talones, a la onírica e hipnótica Vértigo (De entre los muertos), pasando por la emocionante El hombre que sabía demasiado o la teatral Crimen Perfecto. Todas ellas tienen su toque Hithcock, esa inteligencia narrativa y control absoluto sobre lo que pasa en pantalla, esa ironía brillante con la que el británico sabía sorprender película tras película a su público. Todas esas películas tienen los puntos en común de los que le dotó el genio, pero a su vez distan entre sí como particulares excepciones que denotan un momento concreto de la etapa del cineasta, una visión diferente, un aspecto de su obra poco atendido antes que ahora se para a desarrollar. Vértigo (De entre los muertos) tiene un ritmo parsimonioso y contemplativo del que no disponen las demás, pero a su vez se presenta como una auténtica pesadilla de una atracción irresistible. Los pájaros es más una pericia técnica que se desmarca de la clásica película Hitchcock. La ventana indiscreta es una declaración abierta del voyeurismo hitchcockiano, Psicosis es un divertidísimo juguete con el que su autor se lo pasó en grande, Atrapa a un ladrón una ligera y menor intriga a la que le falta dosis de humor Hithcock... y así podríamos repasar una por una su imprescindible legado de más de medio centenar de películas. Pero no, no hoy. Lejos de espantar a los escasos lectores de este pequeño rincón de cinefagia, hoy sólo me quedaré con Extraños en un Tren. Y no es poco.

Porque es Hitchcock en estado puro. Elevado a la enésima potencia, recopilando todas sus perversiones y diversiones, manías y virtudes, Extraños en un tren es una de las obras que más satisfecho dejó al orondo director, y no era para menos. Basada en una novela de Patricia Highsmith (la 'mamá' de Tom Ripley), Extraños en un tren narra el encuentro en un ferrocarril del jugador de tenis Guy Haines (Farley Granger) y un adinerado 'hijo de papá', Bruno Anthony (Robert Walker). Un encuentro que, dicho sea de paso, es bien admirado y conocido por los amantes de las películas 'Hitch'. Un plano enfoca dos pies bajando de un taxi, el plano se repite con otro par saliendo de un taxi diferente. Estos pares de zapatos caminando correponden a nuestros dos protagonistas, y sólo cuando ya en el tren chocan es cuando descubrimos los rostros y los conocemos. Pronto descubrimos la personalidad de cada uno. Guy es sereno, tanto como lo es en la pista, y confiado de la posición que le espera tras divorciarse de su mujer y casarse con su amante, la hija de un importante senador. Bruno por el contrario es puro nervio, un bocazas con gran capacidad de incomodar, pero simpático al fin y al cabo. Cuando este último acaba proponiéndole, tras una larga conversación la absurda idea de realizar un intercambio de asesinatos (él matará a la esposa de Guy y Guy, al molesto y posesivo padre de Bruno) Guy no puede sino reírse y compadecerse de ese pobre diablo. Las complicaciones empiezan cuando, efectivamente, Bruno se toma en serio su parte del trato y acaba estrangulando a la mujer de Guy (la cuál se negaba a concederle el divorcio) en una excelente escena en la que vemos el acto cometido a través del punto de vista de las gafas de ella que han caído al suelo. Este hecho no sólo permitirá a Bruno jactarse de su astucia e inteligencia a la hora de cometer el crimen, sino también reclamar la correspondencia del trato a Guy y advertirle de la facilidad con la que puede implicarle en el asesinato si se niega a cooperar.

A primera vista, Extraños en un tren presenta un argumento tan estrambótico que difícilmente se puede concebir como un buen film. La única respuesta posible a esto es que sólo viéndola podemos alcanzar a comprender el pulso narrativo que Alfred Hitchcock le otorga, haciendo que desde el primer hasta el último plano tenga interés para el espectador, caracterizando a cada personaje con detalles idiosincrásicos y grabando soberbias escenas en las que el suspense invade al público. Se puede afirmar sin miedo pues, que Extraños en un tren es una de las que mejor representa el estilo de su autor porque se compone en sus aproximadamente dos horas de película de todos los elementos necesarios para comprender el sello Hithcock. Ingredientes de un delicioso pastel que bien podrían formar una pequeña receta en forma de decálogo:

- La capacidad para generar el conflicto moral en el público. Era uno de sus juegos preferidos. Pese a la buena actuación de Farley Granger, se nota que en esta película Hitchcock sentía simpatía por el malo. Robert Walker es un villano simpático, capaz de caer bien al espectador...

- Una persona corriente que se ve envuelta en situaciones nada corrientes. Pese a que en este caso se trata de un personaje menos típico en una sociedad cualquiera, cualquiera se puede ver reflejado en él y sentirse identificado. Guy no se espera ni de lejos todo lo que le va a pasar, y a nosotros nos resulta tan entretenido como a Hitchcock verle salir de apuros.

- Los personajes son títeres a merced de su director. Hithcock jugará con sus personajes todo lo que le de la gana y más. Se divertirá haciéndole sufrir y, además, ideará asesinatos que se lo hagan pasar aún mejor.

- Utilizar cada imagen, cada plano que capta la cámara, en favor del suspense. Los pies caminando al principio son un buen ejemplo. También lo es el montaje del partido de tenis que Guy tiene que acabar cuanto antes para adelantar a Bruno hasta el lugar del asesinato. Los golpes, la furia, la inusual agresividad con la que todo el mundo le verá jugar, se alternará con un reloj que le apremia cada vez más y un Bruno que deberá entretenerse en su camino con una peculiar situación en la que (de nuevo) se creará el suspense.

- La connotación sexual de su protagonista femenino. En este caso Ruth Roman no es la rubia que esperamos, pero cumple los requisitos de la mujer Hitchcock: una recatada y refinada señorita en sociedad que se transforma en una auténtica prostituta en la alcoba, como le gustaba decir al propio Hitchcock.

- El voyeurismo. Increíble la escena en que toda el público de la grada sigue con la mirada la pelota, todos a excepción de Robert Walker que, impasible, observa a nuestro protagonista infundiéndole verdadero terror.

- Por supuesto, Hithcock hace su cameo, y lo hace subiendo al tren con un contrabajo.



- El gusto por el detalle, la referencia y la connotación. Guy está en la cabina, enfurecido explicándole a su amante porque su mujer no le quiere conceder el divorcio. Su ira le hace sentir odio por ella, tanto que expresa sus deseos de matarla. En ese momento, a pocos metros detrás de la cabina pasa un tren a toda velocidad. El asesinato se relaciona inmediatamente con el recuerdo de ese encuentro con Bruno en el tren.

- La ironía siempre presente. Tanto en los diálogos como en las situaciones, forma siempre parte del universo Hithcock como elemento indispensable.

- La dosificación del suspense y el gusto por la sorpresa. Nuestro héroe decide entrar en la casa de Bruno para visitar a su padre y advertirle de las intenciones de su hijo. Sigiloso, entra en la casa y cuando va a subir la escalera, una sorpresa le espera a lo alto de la misma: un enorme perro le observa amenazante. La sorpresa no rompe el suspense, sino que lo alarga, y lo hace antes de preceder a una sorpresa aún mayor.

55 años después, la única sorpresa que Hithcock no es capaz de dar es la de sorprender con una obra maestra, porque acudimos a sus películas perfectamente sabedores de que lo que nos espera es algo bueno, muy bueno. Cine de la mano de un maestro que siempre buscó corresponder la calidad con el éxito del público. Aquel cuya obra perdura como una muestra de inteligencia y dominio de las técnicas cinematográficas, narrativas y donde además se presiente su presencia, la fascinante figura de un dios muy terrenal, un niño grande tan divertido como miedoso. Pero más listo que nadie.
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Strangers on a train. Estados Unidos. 1951. 101'.
Director: Alfred Hitchcock.
Guión: Raymond Chandler & Czenzi Ormonde, basado en la novela de Patricia Highsmith.
Música: Dimitri Tiomkin.
Fotografía: Robert Burks.
Vestuario: Leah Rhodes.
Montaje: William H. Ziegler.
Intérpretes: Farley Granger (Guy Haines), Ruth Roman (Ann Morton), Robert Walker (Bruno Anthony), Leo G. Carroll (senador Morton), Patricia Hitchcock (Barbara Morton), Howard St. John, Laura Elliott (Miriam Haines), Marion Lorne (señora Anthony).
Puntuación: 9,5
Súbete al tren del suspense...
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article681.html (sobre la peli)
http://usuarios.lycos.es/Hitchcock100/ (sobre Alfred Hitchcock)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article101.html (sobre Farley Granger)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article284.html (sobre Ruth Roman)
http://www.booksfactory.com/writers/highsmith_es.htm (sobre Patricia Highsmith)
http://www.booksfactory.com/writers/chandler_es.htm (sobre Raymond Chandler)

sábado, julio 08, 2006

Momentos de cine (III): París, Texas

Quién es y de dónde viene ya no importa tanto. Travis transmitía con silencios y miradas lo que otros no pudieron con cientos de palabras. Años de desierto texano y soledad han curtido a un hombre poseedor del terrible secreto que no se siente obligado a confesar, ni siquiera a sus más allegados, ni siquiera al hijo que le espera y al que apenas conoció. Y así sea en ese viaje a ninguna parte, en esa travesía nacida de la filosofía de Wenders y Shepard que a veces resulta tan próxima, tan cercana, que asusta. París, Texas es la historia de una desilusión, la de un hombre que no busca su lugar en el mundo, sino que lo perdió hace tiempo, desapareciendo y alejándose de todo aquello que le causó dolor en su pasado. Cuando Travis es rescatado por su hermano de en medio de ninguna parte, ya sabemos que ese hombre poco o nada se parece al que fue en el pasado. Y no hacen falta flashbacks ni retrospecciones, concesiones progresivas a lo largo del film ni pistas. Hablan los silencios, hablan las miradas del impresionante Harry Dean Stanton (Travis), lo hace también la fotografía de Robby Müller, capaz de embellecer hasta el más inhóspito paraje de Texas, lo hace la guitarra sentida e impresionante de Ry Cooder.

París es la primera palabra que saldrá de su boca. Unos segundos después vendrá Texas. Un recuerdo, un pequeño lugar en el mundo, una parcela retratada en una vieja foto, una ilusión tan efímera como la del nombre que invoca la ciudad de las luces para luego caer en la desolación y aspereza del desierto. Lo demás, no lo sabemos hasta el demoledor final que nos depara Wenders. Travis y Hunter, padre e hijo viajan a Houston en busca de la esposa y madre perdida. Y la encuentran. Travis entra en esa cabina del prostíbulo y se sienta frente al cristal tras el que la puede ver a ella, hermosa pero triste. Ella no le ve, él sí la ve a ella. Travis reflexiona un segundo y decide sentarse de espaldas a ella. Ahora él tampoco la ve, y sin embargo, está justo ahí, como siempre estuvo. Tan cerca, y tan lejos. Como París... y Texas.



lunes, julio 03, 2006

Rosario Tijeras



El Medellín de 1989 debió parecerse mucho al infierno. Un cielo roto por un perfil de rascacielos rodeados a sus pies por barriadas de infinitas chabolas es el mismo escenario bajo el que la esencia misma de la violencia y la venganza se despacha a sus anchas. La droga pervierte Medellín y hace de ella un lugar difícil en tiempos aún más difíciles que marcan la vida de sus habitantes.

En ese contexto, Flora Martínez es un ángel condenado de nombre Rosario, Tijeras de apellido o sobrenombre que recuerda su fatal pasado y su no menos aciago futuro. Una divinidad explosiva y reencarnada en aparente femme fatale que esconde un alma cándida y deseosa de una imposible paz. Rosario es la chica de muchos y de nadie, la mujer deseada que camina imponente entre los mortales, aparentemente inalcanzable, poseedora de un poder seductor que no conoce límites, de artes privados reservados a unos pocos privilegiados. Cuando una noche Rosario decide codearse con la plebe, lejos del poder y las compañías fatales del club de las mafias y cárteles de Medellín, su encuentro con Emilio (Manolo Cardona) es para ella un divertimento que para él se torna en adicción. Emilio cae en su red y se enamora mientras su mejor amigo Antonio (Unax Ugalde) hace lo propio en respetuoso silencio. Antonio es la calma total, la tranquilidad y paz espiritual ausente en el alma de Rosario que desemboca en el conflicto amoroso entre los tres sujetos, que da pie a la trágica historia del amor imposible entre personajes de mundos diferentes e irreconciliables. Chocan violentamente y todos salen heridos. No ha lugar al happy end. No aquí. No en Medellín.

Basada en el éxito editorial de Jorge Franco, Rosario Tijeras tiene toda la inquietud y ambición del director debutante, aquí Emilio Maillé, con el estímulo añadido de encontrarnos ante todo un torrente visual de impecable factura donde las imágenes ejercen una poderosa atracción sobre el espectador. Parte de culpa corresponde a la magnífica fotografía que hace a Medellín un protagonista más de Rosario Tijeras, tan impresionante cuando nos muestra su paisaje como presente en todos y cada uno de los personajes. La otra parte corresponde a Flora Martínez, actriz sacada de las telenovelas para dar vida de forma inolvidable a una Rosario absolutamente hipnótica y erótica, excitante en cada uno de sus movimientos o sus generosos desnudos, y al tiempo tan tierna y conmovedora que se convierte ante nuestros ojos en un ser entrañable y desamparado ángel de alas cortadas. Esa es la Rosario de Maillé, la protagonista indiscutible de un cuento nada agradable que avanza a ritmo de vértigo desde el primer minuto de proyección. La presencia de la ruptura temporal en el cine reciente sigue siendo recurrente y de un atractivo añadido para nuevos realizadores como Maillé, mexicano que bien podría deberle algo a su compadre González Iñárritu y que no duda en tirar mano del fraccionamiento temporal quizá hasta el exceso y la confusión. Es el principal defecto de Rosario Tijeras el de, en su vitalidad y desbordante ritmo de los tiempos, recurrir en exceso al salto temporal que en ocasiones deja en el camino escenas intrascendentes o prescindibles. Ese abuso se hace notar en una primera parte de la película que, sin embargo, luego va dejando paso a los mejores minutos de la cinta. En ellos, vemos escenificados momentos sólo posibles en Medellín, donde "amar es más difícil que matar", donde la guerra está en las calles y los sicarios se encomiendan a su virgen, donde la muerte tiene un significado bien distinto.



Pensar, por tanto, que el amor triunfará allí donde es aplastado por doquier, es poco menos que una utopía a la que los amantes de Rosario Tijeras se aferran de manera poco menos que irreal. Es Antonio el que menos parece entenderlo, aquel que se enamoró por accidente y que vive ignorante de lo efímero de su pasión (la escena en la que un grupo armado rodean la casa para llevarse a Rosario es el ejemplo perfecto: ella se da cuenta y contempla el rostro de la persona que ama durante unos últimos segundos, y él, ciego de felicidad, es incapaz de ver lo que está a punto de ocurrir). El buen oficio de Unax Ugalde contribuye a crear esa candidez de Antonio, completamente opuesta al frenesí que simboliza Emilio, y recuerda la versatilidad de un actor capaz de afrontar con sobrada profesión retos tan distintos y distantes como lo son esta Rosario Tijeras de aquella Báilame el agua. Es una pieza más de este puzzle nunca armonioso pero sí fascinante, capaz de enmarcar la tragedia de un país y una sociedad dentro de un thriller emocionante y emotivo que, además, está salpicado de algunos buenos diálogos y referencias sutiles como la marcada por las agujas del reloj en el hospital donde parte y concluye la narración. Cualidades que en el haber de un debut lo hacen si cabe más interesante y proyectan un prometedor futuro del cineasta responsable.

Tajante como las tijeras del título, Rosario ha encontrado una adaptación a su medida en la gran pantalla, escenario perfecto para encandilar y protagonizar un infierno de ficción no demasiado alejado de la realidad, un recordatorio nada grato de ese otro mundo, de las otras Rosarios, de la nefasta Colombia de los 90 donde una vida bien podía cobrarse por un puñado de pesos.
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Rosario Tijeras. México, Colombia y España. 2005. 126'.
Director: Emilio Maillé.
Guión: Marcelo Figueras, basado en la novela de Jorge Franco Ramos.
Música: Roque Baños.
Fotografía: Pascal Martí.
Montaje: Irene Blecua.
Vestuario: Luz Helena Cárdenas.
Diseño de Producción: Salvador Parra.
Intérpretes:Flora Martínez (Rosario Tijeras), Unax Ugalde (Antonio), Manolo Cardona (Emilio), Rodrigo Oviedo (Johnefe), Alonso Arias (Ferney), Alejandra Borrero (Doña Ruby), Alex Cox (Donovan).
Puntuación: 7
Conoce a Rosario a fondo...
http://www.labutaca.net/films/40/rosariotijeras.htm (sobre la peli)
http://www.mangafilms.es/rosariotijeras (web oficial España)
http://revistafucsia.terra.com.co/fucsia/articuloView.jsp?id=731 (Rosario Tijeras según Flora Martínez)
http://www.enrodaje.cinecolombiano.com/1cine.htm (página web dedicada al cine colombiano)
http://www.unaxugalde.tk/ (web dedicada a Unax Ugalde)