domingo, noviembre 28, 2010

Poesía

La escena sintetiza la esencia del cine de Lee Chang-dong: un cine basado en las emociones, en gestos diminutos que lo cambian todo, en pequeños mundos que cambian con gestos. En sus películas, el dolor acompaña sin remisión a sus personajes, casi siempre seres indefensos que deben sobrevivir al mal que les rodea. Nadie está a salvo, y los niños, los desvalidos y las criaturas más puras son las primeras víctimas. Y sin embargo, Chang-dong los mira con infinitas ternura y compasión, convencido de que ese mundo todavía pertenece a su bondad, y siempre lejos de la instrumentalización emocional, de la pornografía de los sentimientos. Poesía ofrece continuidad respecto a la —secreta— épica emocional de Secret sunshine (2007) e incluso la hace más grande si cabe. El recorrido de Mija durante un mes hasta la culminación del poema es ese paseo entre la belleza al que alude, un paseo que se significa en la misma película, en la forma en la que mira —y nos hace remirar— cada objeto, cada persona y cada rincón del plano con la fascinación a menudo perdida en las rutinas del lenguaje cinematográfico.
Leer crítica completa en LaButaca.net
En la imagen: Fotograma de Poesía – Copyright © 2010 Pine House Film. Distribuida en España por Golem. Todos los derechos reservados.

lunes, noviembre 15, 2010

Scott Pilgrim contra el mundo

No resulta descabellado que Edgar Wright haya venido a fijarse, en su última incursión, en la saga de cómics de Bryan Lee O’Malley. La serie Scott Pilgrim ofrecía la posibilidad del batiburrillo de géneros (comedia teen + artes marciales + screwball post-adolescente), pero también la asunción de los códigos estéticos en mucho pertenecientes a la generación a la que retrata. El que se regocija en las viñetas de Pilgrim reconoce las delicias de Sonic the Hedgehog y de la serie The legend of Zelda, encuentra referencias a Luke Wilson y a los Smashing Pumpkins mientras se adentra en un universo particular que se apropia de las formas del manga. Scott Pilgrim contra el mundo es magníficamente fiel a todas esas premisas —demasiado fiel, en ocasiones— y va más allá: en un momento dado, la banda sonora versiona a coro uno de los temas más reconocibles del The legend of Zelda: Ocarina of time; en otro, Wright corrige y aumenta las batallas de bajos hasta literales monstruos sonoros; una escena cotidiana entre Pilgrim y su compañero de piso incorpora risas enlatadas y aplausos de sitcom televisiva; y, en la más fina salida de tiesto, el autor constata que las versiones oscuras de los personajes de videojuegos también pueden ser tipos majos con los que quedar para tomar algo.

En la imagen: Fotograma de Scott Pilgrim contra el mundo – Copyright © 2010 Universal Pictures, Big Talk Films y Marc Platt Productions. Distribuida en España por Universal Pictures International Spain. Todos los derechos reservados.

martes, noviembre 09, 2010

Música, maestro: Sobre James Agee, la música en las películas y Martin Scorsese

Últimamente actualizo poco mi blog. Las razones son sencillas: 1) obligaciones ya contraídas y otras nuevas me dejan poco tiempo para ello; 2) no hay ningún tema que me motive lo suficiente para animarme a nuevas parrafadas al margen de críticas y algún que otro ensayo. Los motivos que me llevan a escribir este post no se corresponden tanto a que tenga más tiempo para escribir (ni mucho menos), sino a un cierto entusiasmo que me ha llevado, en el último fin de semana, a una estimulante intersección entre James Agee y Martin Scorsese.

Del primero me encuentro leyendo (devorando) la recopilación Escritos sobre cine, publicada por Paidós y en la que se recogen una selección de críticas que Agee escribió durante los años 40 para The Nation, Sight & Sound y otras publicaciones. Para empezar, se puede decir que la figura de Agee fuera de la crítica es tan portentosa como la del crítico misma: escritor (poco prolífico), poeta y guionista de La noche del cazador (Charles Laughton, 1955) y de La reina de África (John Huston, 1951), admirador confeso de John Huston (lo que me hace granjearle todas mis simpatías) y conocedor de la obra de James Joyce (lo que me lleva a superar un último escalón hasta la admiración y a desear que Agee hubiera vivido lo bastante para escribir sobre The Dead [John Huston, 1987]). Agee dejó obras incompletas, ganó un premio Pulitzer a título póstumo por su novela A death in the family (1957) y se constituyó pilar fundacional en la crítica norteamericana antes de morir en 1955 a los 45 años de edad.


Dicho esto, las críticas de Agee deben ser contempladas desde la distancia, con total conciencia del contexto crítico, social e histórico en el que fueron escritas. No se trata de discernir discursos válidos o no, de  cuestionar su validez en un modelo actual. Se trata de entenderlas desde la base de una escritura plenamente consciente de sus reglas, límites, destinatario y militancia. Y sobre todo, humanismo. Si el humanismo fuera declarado motivo primero de la crítica de cine, James Agee sería el maestro en este ejercicio: en sus textos están presentes referencias a los comportamientos que se dan en las películas (algo, me temo, que se ha perdido casi por completo), críticas a la simplificación de conductas de los personajes, búsquedas del alma interna en cada obra, y sobre todo una reivindicación sincera del ser humano y su papel en la sociedad y en la historia. El compromiso de Agee se extendía, en general, al retrato de la realidad: desconfiaba por naturaleza de la ficción y elogiaba de forma casi sistemática el documental, también cuando se trataba del de propaganda, como las piezas Why we fight (1943), de Frank Capra. También era un crítico de enorme inventiva literaria, capaz de concluir su crítica de Días sin huella (Billy Wilder, 1945) con una última frase intencionadamente llena de erratas para emular la escritura de un ebrio. Y, a su vez, era un temerario que brillaba por su falta de prudencia, a menudo asegurando que la película que criticaba era lo mejor que había hecho Hollywood en 10 ó 20 años, o que el cine se hallaba en franca decadencia (¡en los años 40!), o que desde la era del mudo prácticamente habían dejado de existir las buenas comedias.


Pero, volviendo al asunto de este texto, lo que quiero traer a colación es la permanente decepción que Agee explicita al respecto de las posibilidades técnicas y estéticas del cine, que se resumirían básicamente en dos: 1) la creencia de que el cine casi nunca conseguía aprovechar (y que incluso se quedaba muy corto) las inmensas posibilidades del plano, sobre todo en el plano emocional y dramático; 2) la idea de que la música es, por lo general, un lastre para sacar rendimiento a esas posibilidades. Aquí una cita que pone de manifiesto su escaso amor por la intromisión de la banda sonora:
"La música es tan perjudicial para casi todas las películas de ficción como para casi todas las películas documentales (...) Conduce inevitablemente a la pereza o la desvirtuación de la imaginación a la hora de construir imágenes y concatenarlas, así como a la hora de verlas."
Las quejas hacia la invasión musical en la imagen se repiten en varias de sus críticas. Es fundamental entender que estas parten de la fe de Agee en los infinitos caminos del cine, y no de un empecinamiento en señalar sus limitaciones. En cualquier, caso no es ni el primero ni el último en renegar de la supuesta dirección en la que una banda sonora encamina una escena: en ese sentido, Quentin Tarantino, podría significar una última derivación pop de esa postura, un cineasta que se niega a utilizar música compuesta ex profeso para sus películas, pero que no duda en tirar mano de una vasta discoteca para conferir nuevos significados, inspiraciones en cada imagen que firma. La demostración más obvia es Malditos bastardos (2009), un título que se mueve, presuntamente, en terrenos bélicos e históricos, pero que a cada paso se reinventa como obra, con anacronismo y alevosía, cuando incluye temas de Zarah Leander, David Bowie o incluso Billy Preston.

Nunca he dejado de creer en la música compuesta para cine. Aun cuando eso signifique, a menudo, acotaciones en los sentimientos y visión del espectador. Sin embargo, no es menos cierto que, cada vez que enumero mis momentos más milagrosos frente una pantalla, estos corresponden a encuentros entre músicas e imágenes que nacieron sin sospechar que un día se encontrarían: el concierto para piano número 23 de Mozart en El nuevo mundo (Terrence Malick, 2005), las piezas que Philip Glass compuso para la trilogía qatsi sonando en El show de Truman (Peter Weir, 1998), etc.

Aquí es donde entra en juego mi admiración por Martin Scorsese. Me cuesta imaginar un director con el que haya crecido más como espectador desde que tengo uso de razón, me cuesta pensar en otro realizador por el que esa admiración no deje de crecer día a día, película tras película. Recibo con incredulidad las voces que, a través de sus últimos títulos, lo han apagado como cineasta frente a otros nombres: no concibo una película que crezca más en mi memoria ni a pasos tan agigantados como Shutter Island (2010); me resulta difícil encontrar un thriller con una personalidad más arrolladora que Infiltrados (2006); sólo I'm not there (Todd Haynes, 2007) se me presume un retrato más monumental de Bob Dylan que No direction home (2005); El aviador (2004) brilla con toda la pulcritud del cine clásico norteamericano, del que Scorsese es gran cronista, pero a su vez siempre se me antojó deliciosamente desquiciada; Gangs of New York (2002) es pura poesía fundacional americana debajo de su gigantesco e imperfecto armazón.


Podría pasar horas e interminables entradas de blog diseccionando mi pasión por Scorsese, pero sólo me detendré en dos títulos para ilustrar una diferencia musical que vale para ejemplificar lo suscrito arriba en lo que respecta al uso de la banda sonora en el cine. Estas dos películas son Taxi driver (1976) e Infiltrados (2006). Empecemos por memorar el final de la primera: Travis Bickle (Robert De Niro) entra en el edificio donde se encuentra Iris, la prostituta interpretada por Jodie Foster, e inicia un tiroteo que Scorsese filma con suciedad y crudeza exageradas, miembros que vuelan por los aires de forma grotesca y sangre irreal a borbotones. La escena no tiene música, lo que acentúa todas esas preferencias estéticas. Sin embargo, eso cambia en los últimos planos: Travis se deja caer sobre el sofá mientras se desangra y agoniza sin balas con las que acabar su vida, Iris solloza cerca de él, y un policía entra por la puerta; acto seguido, y mientras el policía le apunta, Travis apunta con su dedo ensangrentado a su sien y hace el gesto del disparo antes de dejar caer la cabeza y morir. La música suena desde el plano en que el policía entra por la puerta, y pertenece a la partitura póstuma que Bernard Herrman. Música póstuma, música breve, música contundente, música retórica y, sobre todo, música hecha para subrayar, puntuar un único plano. Uno tremebundo y de clímax evidente, en el que se acotan los significados y las lecturas posibles en esa conjunción.


Ahora saltemos a Infiltrados y a cualquiera de las muchas escenas que conforman su excelente colección de temas, entendiendo aquí temas como la imprevisible y armónica conjunción que los hits musicales y las imágenes de Scorsese. En cada uno de esos momentos, el cine del director revela una autoconciencia magnífica de esa sintaxis particular, traducida en secuencias que adquieren, a partir de una suma específica de sonidos y fotogramas, casi tantos sentidos como espectadores hay. Y la selección es, como mínimo, impresionante. Gimme Shelter, de los Rolling Stones, es telonera de la perversidad de Frank Costello (Jack Nicholson) en su presentación y visita a un bar. I'm shipping up to Boston, de los Dropkick Murphys, se enmarca en los travellings de los tardíos títulos de crédito al tiempo que apunta la tradición migratoria irlandesa de Boston de la que bebe la trama. Otro ejemplo sería la utilización de Sail on, sailor. La canción es el último track del disco Holland, que publicaran en 1973 los Beach Boys. Y una vez más, toma cuerpo en una escena protagonizada por Costello: en esta ocasión, la acción se sitúa en un restaurante; antes de abandonarlo, Costello pasa por la mesa en la que se encuentran dos curas y, por pura diversión, se dedica a recriminarles su presunta pederastia; uno de los curas le recuerda a Costello que el orgullo precede a la caída; este responde entregándole un dibujo obsceno que tiene por protagonista a la hermana Marie Teresa, quien volverá a la mesa cuando Costello esté ya abandonando el local.


El tema, la conjunción imagen-música, una vez más, consigue logros polisémicos. Que la canción de los Beach Boys subraye tan peculiar escena puede adquirir un tono cómico para una parte del público, una que disfrute riéndose con la malicia y la sociopatía de Costello, que no son pocas. Pero a su vez, otros espectadores podrán hallar en la escena un cierto regusto épico, el del heroico villano que se reafirma en sus convicciones incluso cuando le recuerdan que su final no está muy lejos. Esa es la diferencia respecto a la escena final de Taxi Driver: Scorsese se muestra tan pletórico en sus facultades retóricas allí como aquí, pero en el caso de Infiltrados, multiplica las posibilidades de esa retórica mediante el éxito popular, la canción de los Beach Boys o la de los Rolling Stones. Limitación por multiplicación, una posible tercera vía que quizás hubiera sido del gusto de Agee, quizás no. Pero ojo, porque a Agee sí le hubiera gustado, sospecho, el final de Infiltrados. He aquí un extracto de su crítica a Días sin huella en la que suplica, una vez más, el silencio para acompañar a la imagen:
"Algunos minutos de pantomima sepulcralmente silenciosa (¡sin música, por favor!) de la debilidad mortal de un resacoso, por ejemplo, hubieran dejado sólidamente asentado lo que apenas está esbozado."
Y, en estos menesteres, la caligrafía de Scorsese también es impecable. En Juego sucio (Internal affairs, Wai-keung Lau, Alan Mak, 2002), la película de Hong Kong en la que se basa Infiltrados, la escena cumbre del tiroteo en el ascensor es pura afectación dramática, aparatosidad, tremendismo y condicionamiento de una música y un montaje elegíacos. Su homóloga en Infiltrados, en cambio, es mucho más brillante.


La ausencia de música, la economía de planos y la maximización de cada uno de ellos (se otorga un punto de vista de privilegio al espectador) se traducen en términos de crudeza y contundencia. La sucesión de varias muertes en pocos segundos dibuja una escena negrísima, que raya la comedia cuando, por ejemplo, las puertas del ascensor no pueden cerrarse porque tropiezan con el cuerpo sin vida de Bill Costigan (Leonardo DiCaprio). En términos de retórica, ese clímax de Infiltrados es tan valioso o más que el más celebrado y ya descrito de Taxi Driver. Pero, por encima de todo, culmina un tratado magnífico y con conocimiento de causa sobre los empleos de las bandas sonoras en el cine. De parte de Scorsese.

En las imágenes: Fotografía de James Agee. Fotograma de Días sin huella – Copyright © 1945 Paramount Pictures. Todos los derechos reservados. Fotograma de Shutter Island – Copyright © 2009 Paramount Pictures, Phoenix Pictures, Sikelia Productions y Appian Way. Distribuida en España por Vértice Cine. Todos los derechos reservados. Fotograma de Infiltrados – Copyright © 2006 Warner Bros. Pictures, Plan B, Initial Entertainment Group, Vertigo Entertainment y Media Asia Films. Distribuida en España por Warner Sogefilms. Todos los derechos reservados.
Vídeos de Taxi driver – Copyright © 1976 Columbia Pictures Corporation, Bill/Phillips e Italo/Judeo Productions. Todos los derechos reservados. De Infiltrados – Copyright © 2006 Warner Bros. Pictures, Plan B, Initial Entertainment Group, Vertigo Entertainment y Media Asia Films. Distribuida en España por Warner Sogefilms. Todos los derechos reservados.