No se trata únicamente de posición estética. Es más que eso, es una actitud y compromiso de David Michôd con una narrativa deliberadamente desafecta con lo que cuentan sus imágenes, pero al tiempo capaz de conducir al espectador por una montaña rusa emocional. El riesgo que asume con esa postura es tal que la cinta puede llegar a identificarse con las entonaciones del telefilme trasnochado sin que uno sospeche de las miles de batallas que se libran en lo intrínseco, en lo esencial. Se trata de su disimulada sordidez, de lo primitivo y desamparado de sus personajes, carne de cañón en una guerra sucia en la que las presas se convierten en depredadores y estos devienen víctimas primeras de una violencia taciturna: toda brutalidad aquí es implícita, más allá de los puntuales estallidos que salpican la trama o de las abiertas mostraciones de varonilidad y testosterona por parte de los hermanos Cody.
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