Rara vez el cine ejerce de observador y admirador de la naturaleza que envuelve al hombre. Rara vez contempla en posición de parsimonioso espectador de una realidad cuya belleza queda lapidada por la tiránica imposición de la imagen frenética y el montaje desenfrenado de los tiempos que corren. Pocos son ya los que entienden el cine como una dura y prolongada forja artística que elevar a la categoría de poesía, pocos los artistas con la sensibilidad suficiente para hallar la quimérica unión entre la imagen y la belleza y capturarla para salvaguardarla en la eternidad antes de su desvanecimiento.
Terrence Malick es un contemplador. Un poeta mirado con ojos extraños, uno de esos raros casos de genios capaces de crear obras maestras para luego desaparecer durante décadas. Cuando vuelve, el mundo ha cambiado y con él la mirada que el cine deposita en este, pero el poeta es fiel a sus principios, a su arte y se sabe por encima de aquellos que reniegan su olvidado magisterio y tildan su obra de inadaptada a los nuevos tiempos. Si el cine fuera instrumento de los poetas, Malick sería el más grande de ellos, y su escasa obra, el testimonio de la belleza que en un tiempo bendeció al mundo mientras el ser humano agonizaba en él.
Nacido en Ottawa (Illinois) en 1943 y cursado Filosofía en la Universidad Harvard, Malick ejerció de periodista freelance, traductor e incluso profesor antes de firmar su ingreso en 1969 en el American Film Institute de Los Ángeles. Es allí donde las inquietudes del artista empezaron a tomar forma y a imaginar un sincero debut que entraría con todo derecho en ese pequeño y selecto club de operas primas que son incontestablemente reconocidas como obras maestras. Fue después de firmar el cortometraje Lanton Mills (1969) cuando, apenas cuatro años después de su entrada en el American Film Institute, Malick firmaba aquellas Malas Tierras (Badlands, 1973). El debut de Malick hablaba de amor primario, un amor rebelde y por encima de las convenciones entre un descarriado solitario que se erige como la violenta reencarnación de James Dean (Martin Sheen) y una adolescente pecosa, virginal e ingenua (Sissy Spacek). Ella acepta su amor furtivo, un romance que se torna fugitivo en cuanto él asesina al padre de ella e inician un viaje en búsqueda del último rincón del mundo en que vivir una pasión perseguida y condenada a acabar trágicamente. Malas Tierras dispone una suerte de Adán y Eva modernos, deudores de los mismísimos Bonnie & Clyde embarcándose en una escapada hacia el paraíso, refugio último de la naturaleza que Malick les concede como el único lugar posible para la realización de su amor. Un paraíso, no obstante, efímero por el yugo que el hombre le impuso y se impuso a sí mismo en su obcecación por destruir todo aquello que le fue regalado. La felicidad en el cine de Malick, como la presente en Malas Tierras, alcanza una pureza absoluta pero se cobra con el más alto precio en una sencilla, pero terrible y evocadora, reflexión de nuestra felicidad propia. Mientras tanto, los amantes Kit y Holly bailan junto a su casa del árbol y las imágenes fluyen como en su sueño perteneciente a las más bellas alegorías del amor prohibido.
Terrence Malick es un contemplador. Un poeta mirado con ojos extraños, uno de esos raros casos de genios capaces de crear obras maestras para luego desaparecer durante décadas. Cuando vuelve, el mundo ha cambiado y con él la mirada que el cine deposita en este, pero el poeta es fiel a sus principios, a su arte y se sabe por encima de aquellos que reniegan su olvidado magisterio y tildan su obra de inadaptada a los nuevos tiempos. Si el cine fuera instrumento de los poetas, Malick sería el más grande de ellos, y su escasa obra, el testimonio de la belleza que en un tiempo bendeció al mundo mientras el ser humano agonizaba en él.
Nacido en Ottawa (Illinois) en 1943 y cursado Filosofía en la Universidad Harvard, Malick ejerció de periodista freelance, traductor e incluso profesor antes de firmar su ingreso en 1969 en el American Film Institute de Los Ángeles. Es allí donde las inquietudes del artista empezaron a tomar forma y a imaginar un sincero debut que entraría con todo derecho en ese pequeño y selecto club de operas primas que son incontestablemente reconocidas como obras maestras. Fue después de firmar el cortometraje Lanton Mills (1969) cuando, apenas cuatro años después de su entrada en el American Film Institute, Malick firmaba aquellas Malas Tierras (Badlands, 1973). El debut de Malick hablaba de amor primario, un amor rebelde y por encima de las convenciones entre un descarriado solitario que se erige como la violenta reencarnación de James Dean (Martin Sheen) y una adolescente pecosa, virginal e ingenua (Sissy Spacek). Ella acepta su amor furtivo, un romance que se torna fugitivo en cuanto él asesina al padre de ella e inician un viaje en búsqueda del último rincón del mundo en que vivir una pasión perseguida y condenada a acabar trágicamente. Malas Tierras dispone una suerte de Adán y Eva modernos, deudores de los mismísimos Bonnie & Clyde embarcándose en una escapada hacia el paraíso, refugio último de la naturaleza que Malick les concede como el único lugar posible para la realización de su amor. Un paraíso, no obstante, efímero por el yugo que el hombre le impuso y se impuso a sí mismo en su obcecación por destruir todo aquello que le fue regalado. La felicidad en el cine de Malick, como la presente en Malas Tierras, alcanza una pureza absoluta pero se cobra con el más alto precio en una sencilla, pero terrible y evocadora, reflexión de nuestra felicidad propia. Mientras tanto, los amantes Kit y Holly bailan junto a su casa del árbol y las imágenes fluyen como en su sueño perteneciente a las más bellas alegorías del amor prohibido.
Si Malas Tierras significaba la aparición de un cineasta de excepcional sensibilidad, Días del cielo (Days of Heaven, 1978), realizada cinco años después, se hermanaba con la anterior obra de su autor y refrendaba su magisterio en captar y componer una poesía de las imágenes. Días del cielo se sitúa en los principios de siglo, últimos coletazos de la Revolución industrial en la que tres hermanos (Richard Gere, Brooke Adams y Linda Manz) recorren los campos de Estados Unidos en busca de trabajo en las plantaciones. El terrateniente de una de ellas, un hombre bueno y compasivo al que le ha sido diagnosticada una enfermedad terminal (Sam Shepard), se enamora de la mayor de las dos hermanas (Brooke Adams) y ofrece la felicidad para los suyos a cambio de un amor que debe ser aprendido. Esta, segunda película de Malick, dispone de nuevo un amor furtivo aunque subyacido bajo la ambigua relación entre los dos hermanos mayores. Días del cielo es un cuento trágico que desborda felicidad y belleza en cada uno de sus fotogramas: humeantes trenes avanzando entre campos infinitos, cielos pintados con paleta de rojos y oscuros, lagunas resplandecientes bajo la luz del sol en las que sus personajes se bañan de alegría... la mirada queda cautivada por la fascinación e invitada a contemplar. También resuenan las dulces, ensoñadoras melodías del genio Morricone componiendo, a juicio de servidor, el más bello tema que una película haya merecido jamás. Y Malick nos habla de la felicidad imposible, los días del cielo en un cielo pasajero que se deshace con las acciones de los hombres, poseyendo y pretendiendo poseer el corazón de una mujer que no desea pertenecer a nada ni nadie.
Tras Días del cielo, Terrence Malick desapareció durante más de dos décadas. Una desgraciada y temprana interrupción de su obra propia de malditos como Rimbaud, o el retiro voluntario de un maestro que simplemente siente que ha ofrecido aquello que tenía que ofrecer. Malick había dado dos regalos al mundo que expresaban su visión del mismo y perdurarían en la cultura como el escaso y valiosísima herencia de un maestro poco prodigado. Sin embargo, a finales de los 90 el rodaje de La delgada línea roja (Thin red line, 1998) llamó la atención del entorno cultural ante la vuelta de Terrence Malick a la dirección. Ruptura respecto a sus dos obras anteriores en cuanto a género pero no en cuanto a temas, La delgada línea roja era un film bélico de carácter coral, envuelta en un aura de excepcionalidad desde su gestación que llevó a numerosos actores de renombre a pretender cualquiera de los papeles que Malick había escrito a partir de la novela de James Jones. El traslado de la batalla de Guadalcanal a la pantalla sirvió al cineasta para disponer un repertorio de hombres inmersos en la guerra, máximo exponente de la crueldad humana, y lo hizo con un carácter abiertamente antibelicista. A modo de larga y contemplativa oda, La delgada línea roja resultó un arquetípico ejemplo de relato bélico sincero, descargado de toda pretensión propagandística y netamente humano en su retrato de unos y otros. La tercera película de Malick no trataba sobre la guerra, sino de hombres sintiendo miedo en ella, recordando aquello con lo que fueron felices tiempo atrás o inmersos involuntariamente en una espiral de odio y destrucción que, paradójicamente, tiene lugar en parajes indeciblemente hermosos. Quizás sólo así pueda entenderse la terriblemente contradictoria naturaleza del hombre: capaz de amar y sentirse fascinado por lo bello, capaz de destruirlo tan rápido como lo amó.
El mismo retrato de la condición humana pertenece a El nuevo mundo (The new world, 2005), hasta la fecha última película de Terrence Malick y de indiscutibles similitudes con La delgada línea roja. Revisión de la historia de Pocahontas y la fundación de Jamestown en 1607 por parte de los colonos ingleses, El nuevo mundo contrapone la pureza de la vida salvaje a la ambición de las fuerzas invasoras y presuntamente "civilizadas", cuyas intervenciones acaban extinguiendo todo rastro de bondad e inocencia en los habitantes de las tierras vírgenes. De nuevo hay un amor furtivo, el consabido entre Pocahontas (Q'Orianka Kilcher) y el capitán inglés John Smith (Colin Farrell), y de nuevo este sólo puede ser expresado en el paraíso por definición, único contexto donde es posible el amor puro y libre. A diferencia de las anteriores obras, en El nuevo mundo se atisba cierta pretensión del autor, exceso en su búsqueda de la perfecta sucesión de planos que definan la inmaculada belleza del paraíso. Redundante y excesivamente parsimoniosa, es la más imperfecta de las películas de un autor que por primera vez, deja que la imagen se imponga y conduzca a la narración. El nuevo mundo muestra una fotografía exquisita, trabajo por el que bien merece rendirse ante Emmanuel Lubezki, pero roza el preciosismo en su empeño por recrearse en aquello que ve y no en aquello que cuenta. Esto supone una lacra para una historia por momentos descuidada en la que circulan personajes a veces desdibujados y subyugados a su estilo contemplativo. Pese a sus evidentes carencias y excesos, El nuevo mundo sigue teniendo ese extraño poder de seducción de la imagen que caracteriza al cineasta que hay tras la cámara. Su don es el de sumergirnos en lugares comunes a los sueños, hipnotizar hasta al más reacio y hacerlo creer en la posibilidad de la imagen como poesía. El cine de Malick busca embelesar al espectador, hacerle preso de una lenta fascinación que no corre acorde con los tiempos del cine contemporáneo. Fiel a su estilo, el poeta sigue observando y registrando los últimos recodos de lo natural, dejando como incalculable legado aquello que el hombre pierde y olvida desde tiempos inmemoriales: los paraísos perdidos.
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http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article2088.html (sobre Terrence Malick)
http://en.wikipedia.org/wiki/Terrence_Malick (sobre Terrence Malick, en inglés)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article3043.html (crítica de La delgada línea roja)
http://www.labutaca.net/films/33/thenewworld.htm (sobre El nuevo mundo)
http://www.trendesombras.com/num4/critica_badlands.asp (sobre Malas tierras)
http://shangrilatextosaparte.blogspot.com/2007/11/carpeta-terrence-malick-vi-una-estancia_04.html (sobre Días del cielo)
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