"Hacer el intento de clavar un alfiler en las grietas de sus filmes será siempre tanto una utopía como una mofa, pues las fisuras en Paul Thomas Anderson no llegan a ser otra cosa que irrealidades en la mente de un crítico muy amigo del pesimismo."
Salvador Raggio, Miradas de Cine
O el ego reconvertido al magisterio. Ambición cinematográfica dando forma a una obra insultantemente poderosa desde los más sólidos cimientos que un amante del celuloide pudiera desear ¿Acaso no es pretencioso imaginar una épica instaurada en el clasicismo y dotarla de estilo y fuerza tan arrolladores que la definieran en sí misma como ese improbable clásico moderno? ¿Acaso la última película de Paul Thomas Anderson no está hecha de la misma pasta que aquellas obras maestras a las que tanto les debe? Cuesta poco, viendo Pozos de ambición, acordarse de la tremebunda Avaricia de Eric Von Stroheim (1924), recordar los campos manchados de petróleo de Gigante (Giant, George Stevens, 1956) o establecer un inevitable paralelismo entre Daniel Plainview y el mismísimo Charles Foster Kane. Pero a su vez, es innegable su identidad más que marcada, el sello de un personalísimo cineasta que se recrea en un cine que busca constantemente ese encuadre que nos sobrecoja, ese secuencia que admira lo extravagante y nos hace sentir fascinados por ello, ese plano que nos cautiva y traspasa nuestra retina para asentarse entre lo imborrable de nuestra memoria cinematográfica. Su filmografía está llena de momentos así que nos llevan hasta el cautiverio, lluvia de ranas en Magnolia (1999) o siluetas besándose entre la multitud en Embriagado de amor (Punch drunk love, 2002), imágenes respaldadas por un cine que adopta el tratamiento de los personajes de Robert Altman y la perfección estética de Stanley Kubrick.
Pozos de ambición empieza con Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis) obstinado en encontrar petróleo en una pequeña excavación. Son minutos de silencioso cine, un prólogo absolutamente intachable en el que se presenta a un personaje solitario y movido por la ambición, sometido aquí a una penosa pero necesaria empresa individual que supondrá la génesis de ese ser amoral por naturaleza, poderoso por vocación. Dicha génesis es la de una nación que empieza a descubrir el oro negro bajo su suelo, y también un recuerdo a la del cine mismo que posee una inusitada fuerza en cada una de las imágenes que se suceden. La mano manchada de Plainview quiebra los rayos del sol y Anderson no necesita una sola palabra para hacernos entender la naturaleza original del hombre que nos presenta antes de despojarlo de cualquier rastro de bondad o fe en la humanidad. Si queda algún resquicio de esto último, lo hallaremos en la escena que cierra ese prólogo, aquella en la que le vemos embelesado con su hijo entre brazos, pero también aquella en la que Plainview ha iniciado un viaje que supone el principio de la construcción de su imperio y la exponenciación de su inhumanidad. A partir de que oímos la voz de Daniel Day-Lewis (y hay que oírla en versión original para llegar a apreciar los infinitos matices de su actuación), Pozos de ambición cierra su prólogo y da paso a una monumental narración sobre el ascenso de su protagonista al poder y su posterior evolución hacia la locura.
Son dos horas y media de cine con mayúsculas en el que la cámara de Paul Thomas Anderson se mueve y reposa con maestría, ofreciendo un asombroso plano secuencia en el que la llegada de Daniel Plainview y su hijo a un pequeño poblado enfatiza la situación de una nación edificándose en torno a los pozos o contemplando un Daniel Day-Lewis que observa una inmensa llamarada de fuego saliendo de las entrañas de la tierra. Entre uno y otro hemos quedado convencidos de que el que maneja esa cámara se sabe capaz, y lo es, de hipnotizarnos y mientras tanto hacer crecer a sus personajes dotándoles de una riqueza que difícilmente encuentra parangón en el actual panorama del cine norteamericano. Daniel Plainview se agiganta de ambición y crueldad, se obstina en su aislamiento y proclama su odio al resto de la humanidad, "veo lo peor en la gente", confiesa y expresa su deseo de amasar la suficiente fortuna para vivir el resto de sus días aislado de ella. En ese entorno del que decide alejarse, tres figuras interfieren de modo distinto en el hermético universo de Plainview: su hijo H. W. (Dillon Freasier), del que se distancia a medida éste va creciendo y tomando conciencia del carácter brutal y egocéntrico de su padre; su supuesto hermano (Kevin J. O'Connor) que aparece de la nada para pedirle trabajo y convivir en un vano intento de pequeña familia; y Eli Sunday (Paul Dano), predicador local y oponente religioso de Plainview que se rodea del favor de la comunidad y dinamita el camino del magnate. Precisamente este último supone el principal contrapunto al personaje de Plainview, un personaje que incorpora algunas de las características propias del universo andersoniano, que aúna hipocresía y desmesura y los hiperboliza en misas que son excusas para esperpénticos exorcismos. Dano, hasta hace poco recordado por ser el más silencioso miembro de la familia Hoover en Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2006), deposita una fuerza arrolladora en su actuación, y lo hace hasta caminar por la cuerda floja, flirteando con la barrera del histrionismo y dejándonos con la eterna pregunta de si hay o no sobreactuación en su locura, en su rostro ido por una fe psicótica y sus gritos instalados en el delirio más absoluto. La respuesta más cierta es que, pese a su extravagancia, Sunday acaba siendo un personaje necesario no sólo para evitar un monólogo absoluto del personaje de Day-Lewis sino también para completarlo, acabarlo en una última escena extrañamente terrible en la que las almas desnudas de los dos contendientes estallan en un compendio de ira y exceso que tiene lugar en la bolera particular de Plainview. La escena que cierra Pozos de ambición descoloca y deja la sensación de debate entre el asombro y la extrañeza que otras tantas dejaron a su paso en la filmografía de Anderson. Lo fácil sería acusarla de excesiva y decir que al director se le fue la mano; lo justo, contemplarla repetidas veces y estudiar su extremo detallismo (los vasos que sirve Sunday y que van apareciendo a su izquierda en el plano) y enorme poder visual que atesora y que es rubricado con la mejor sentencia posible para acabar tamaño espectáculo: "I'm finished" (He acabado/Estoy acabado).
Daniel Day-Lewis se erige como la figura en torno a la que gira la obra de Anderson. Huelga a estas alturas decir que el irlandés está hoy un peldaño por encima del resto de su generación y generaciones tardías, lo que viene a significar que, en la actualidad, pocos intérpretes hay tan capaces de otorgar una dimensión semejante a sus personajes, grabados a fuego en la memoria con recitales en los que el actor trasciende la interpretación hacia la completa metamorfosis. No se entiende de otra manera una encarnación tan extremadamente compleja como es la de Daniel Plainview, construida desde el más mínimo ademán, erigida en cada gesto, cada mirada de ese señor que es capaz de infundir una galería de sentimientos que van desde el más puro terror (uno de los diálogos que sostiene con su hermano culmina con una carcajada que hiela la sangre a cualquiera) a la lástima (borracho y dormido en una de las calles de su bolera). Day-Lewis también roza peligrosamente el histrionismo con su memorable personaje, pero es necesario atender a cada matiz, cada segundo de su iracunda explosión final para darse cuenta de que el irlandés se sabe sobradamente capaz de burlarlo y burlarse de nosotros en nuestra sospecha. Es una portentosa interpretación, irrepetible a todas luces que pese a su apariencia de superponerse a la narración de Anderson la necesita tanto como necesita otros dos elementos imprescindibles de la misma: la mencionada cámara y la banda sonora compuesta por Johnny Greenwood, guitarrista de Radiohead. Si Jon Brion consiguió en Embriagado de amor introducirnos con su música en una mente al borde del colapso, en Pozos de ambición la música de Greenwood es capaz de entender y moldear las imágenes a través de sonidos de violines retorcidos y nerviosos instrumentos que se alejan de la partitura más clásica que a priori intuyéramos para una película de tales características. Es pieza básica para entender Pozos de ambición como una película de Paul Thomas Anderson, esto es, aún inscrita firmemente en un estilo propio e independiente pese a su envoltorio clasicista.
Desde el texto original Oil! escrito por Upton Sinclair, premio Pulitzer y productor de la incursión americana de Eisenstein (¡Que viva Mexico!, 1979), la obra que aquí se traslada a la pantalla ostenta un ineludible aura de grandeza , la extraña sensación de estar asistiendo a un regalo que devuelve la fe en el gran cine norteamericano que recientemente parece querer volver a tiempos de bonanza. Paul Thomas Anderson es la esperanza de ese cine, cabeza visible de un cine de autor que ha ofrecido al menos dos de las grandes obras de la última década llegadas desde el otro lado del charco (Magnolia y la que aquí nos ocupa) y promete, a sus 37 años, un futuro de cine mayúsculo.
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There will be blood. Estados Unidos. 2007. 158'.
Director: Paul Thomas Anderson.
Guión: Paul Thomas Anderson; adaptación libre de la novela "Petróleo" de Upton Sinclair.
Producción: Joanne Sellar, Paul Thomas Anderson y Daniel Lupi.
Montaje: Dylan Tichenor.
Música: Johnny Greenwood.
Vestuario: Mark Bridges.
Diseño de producción: Jack Fisk.
Fotografía: Robert Elswit.
Intérpretes: Daniel Day-Lewis (Daniel Plainview), Paul Dano (Paul Sunday/Eli Sunday), Kevin J. O'Connor (Henry), Ciarán Hinds (Fletcher), Dillon Freasier (H.W.), Randall Carver (Sr. Bankside), Coco Leigh (Sra. Bankside), Sydney McCallister (Mary Sunday), David Willis (Abel Sunday), Kellie Hill (Ruth Sunday).
Puntuación: 9,5
There will be links...
http://www.labutaca.net/films/59/pozosdeambicion.php (sobre la película)
http://www.miradas.net/2008/n71/actualidad/anderson/index.html (críticas de la película)
http://www.paramountvantage.com/blood (web oficial)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/modules.php?name=News&file=article&sid=1374 (sobre Daniel Day-Lewis)
http://en.wikipedia.org/wiki/Paul_Dano (sobre Paul Dano, en inglés)
http://www.sensesofcinema.com/contents/07/45/paul-thomas-anderson.html (sobre Paul Thomas Anderson, en inglés)
http://www.pasadizo.com/portada.jhtml?ext=1&cod=283 (sobre Paul Thomas Anderson)
http://www.elmundo.es/elmundo/2008/02/20/rockandblog/1203480167.html (sobre Johhnny Greenwood y su score para la película)
Salvador Raggio, Miradas de Cine
O el ego reconvertido al magisterio. Ambición cinematográfica dando forma a una obra insultantemente poderosa desde los más sólidos cimientos que un amante del celuloide pudiera desear ¿Acaso no es pretencioso imaginar una épica instaurada en el clasicismo y dotarla de estilo y fuerza tan arrolladores que la definieran en sí misma como ese improbable clásico moderno? ¿Acaso la última película de Paul Thomas Anderson no está hecha de la misma pasta que aquellas obras maestras a las que tanto les debe? Cuesta poco, viendo Pozos de ambición, acordarse de la tremebunda Avaricia de Eric Von Stroheim (1924), recordar los campos manchados de petróleo de Gigante (Giant, George Stevens, 1956) o establecer un inevitable paralelismo entre Daniel Plainview y el mismísimo Charles Foster Kane. Pero a su vez, es innegable su identidad más que marcada, el sello de un personalísimo cineasta que se recrea en un cine que busca constantemente ese encuadre que nos sobrecoja, ese secuencia que admira lo extravagante y nos hace sentir fascinados por ello, ese plano que nos cautiva y traspasa nuestra retina para asentarse entre lo imborrable de nuestra memoria cinematográfica. Su filmografía está llena de momentos así que nos llevan hasta el cautiverio, lluvia de ranas en Magnolia (1999) o siluetas besándose entre la multitud en Embriagado de amor (Punch drunk love, 2002), imágenes respaldadas por un cine que adopta el tratamiento de los personajes de Robert Altman y la perfección estética de Stanley Kubrick.
Pozos de ambición empieza con Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis) obstinado en encontrar petróleo en una pequeña excavación. Son minutos de silencioso cine, un prólogo absolutamente intachable en el que se presenta a un personaje solitario y movido por la ambición, sometido aquí a una penosa pero necesaria empresa individual que supondrá la génesis de ese ser amoral por naturaleza, poderoso por vocación. Dicha génesis es la de una nación que empieza a descubrir el oro negro bajo su suelo, y también un recuerdo a la del cine mismo que posee una inusitada fuerza en cada una de las imágenes que se suceden. La mano manchada de Plainview quiebra los rayos del sol y Anderson no necesita una sola palabra para hacernos entender la naturaleza original del hombre que nos presenta antes de despojarlo de cualquier rastro de bondad o fe en la humanidad. Si queda algún resquicio de esto último, lo hallaremos en la escena que cierra ese prólogo, aquella en la que le vemos embelesado con su hijo entre brazos, pero también aquella en la que Plainview ha iniciado un viaje que supone el principio de la construcción de su imperio y la exponenciación de su inhumanidad. A partir de que oímos la voz de Daniel Day-Lewis (y hay que oírla en versión original para llegar a apreciar los infinitos matices de su actuación), Pozos de ambición cierra su prólogo y da paso a una monumental narración sobre el ascenso de su protagonista al poder y su posterior evolución hacia la locura.
Son dos horas y media de cine con mayúsculas en el que la cámara de Paul Thomas Anderson se mueve y reposa con maestría, ofreciendo un asombroso plano secuencia en el que la llegada de Daniel Plainview y su hijo a un pequeño poblado enfatiza la situación de una nación edificándose en torno a los pozos o contemplando un Daniel Day-Lewis que observa una inmensa llamarada de fuego saliendo de las entrañas de la tierra. Entre uno y otro hemos quedado convencidos de que el que maneja esa cámara se sabe capaz, y lo es, de hipnotizarnos y mientras tanto hacer crecer a sus personajes dotándoles de una riqueza que difícilmente encuentra parangón en el actual panorama del cine norteamericano. Daniel Plainview se agiganta de ambición y crueldad, se obstina en su aislamiento y proclama su odio al resto de la humanidad, "veo lo peor en la gente", confiesa y expresa su deseo de amasar la suficiente fortuna para vivir el resto de sus días aislado de ella. En ese entorno del que decide alejarse, tres figuras interfieren de modo distinto en el hermético universo de Plainview: su hijo H. W. (Dillon Freasier), del que se distancia a medida éste va creciendo y tomando conciencia del carácter brutal y egocéntrico de su padre; su supuesto hermano (Kevin J. O'Connor) que aparece de la nada para pedirle trabajo y convivir en un vano intento de pequeña familia; y Eli Sunday (Paul Dano), predicador local y oponente religioso de Plainview que se rodea del favor de la comunidad y dinamita el camino del magnate. Precisamente este último supone el principal contrapunto al personaje de Plainview, un personaje que incorpora algunas de las características propias del universo andersoniano, que aúna hipocresía y desmesura y los hiperboliza en misas que son excusas para esperpénticos exorcismos. Dano, hasta hace poco recordado por ser el más silencioso miembro de la familia Hoover en Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2006), deposita una fuerza arrolladora en su actuación, y lo hace hasta caminar por la cuerda floja, flirteando con la barrera del histrionismo y dejándonos con la eterna pregunta de si hay o no sobreactuación en su locura, en su rostro ido por una fe psicótica y sus gritos instalados en el delirio más absoluto. La respuesta más cierta es que, pese a su extravagancia, Sunday acaba siendo un personaje necesario no sólo para evitar un monólogo absoluto del personaje de Day-Lewis sino también para completarlo, acabarlo en una última escena extrañamente terrible en la que las almas desnudas de los dos contendientes estallan en un compendio de ira y exceso que tiene lugar en la bolera particular de Plainview. La escena que cierra Pozos de ambición descoloca y deja la sensación de debate entre el asombro y la extrañeza que otras tantas dejaron a su paso en la filmografía de Anderson. Lo fácil sería acusarla de excesiva y decir que al director se le fue la mano; lo justo, contemplarla repetidas veces y estudiar su extremo detallismo (los vasos que sirve Sunday y que van apareciendo a su izquierda en el plano) y enorme poder visual que atesora y que es rubricado con la mejor sentencia posible para acabar tamaño espectáculo: "I'm finished" (He acabado/Estoy acabado).
Daniel Day-Lewis se erige como la figura en torno a la que gira la obra de Anderson. Huelga a estas alturas decir que el irlandés está hoy un peldaño por encima del resto de su generación y generaciones tardías, lo que viene a significar que, en la actualidad, pocos intérpretes hay tan capaces de otorgar una dimensión semejante a sus personajes, grabados a fuego en la memoria con recitales en los que el actor trasciende la interpretación hacia la completa metamorfosis. No se entiende de otra manera una encarnación tan extremadamente compleja como es la de Daniel Plainview, construida desde el más mínimo ademán, erigida en cada gesto, cada mirada de ese señor que es capaz de infundir una galería de sentimientos que van desde el más puro terror (uno de los diálogos que sostiene con su hermano culmina con una carcajada que hiela la sangre a cualquiera) a la lástima (borracho y dormido en una de las calles de su bolera). Day-Lewis también roza peligrosamente el histrionismo con su memorable personaje, pero es necesario atender a cada matiz, cada segundo de su iracunda explosión final para darse cuenta de que el irlandés se sabe sobradamente capaz de burlarlo y burlarse de nosotros en nuestra sospecha. Es una portentosa interpretación, irrepetible a todas luces que pese a su apariencia de superponerse a la narración de Anderson la necesita tanto como necesita otros dos elementos imprescindibles de la misma: la mencionada cámara y la banda sonora compuesta por Johnny Greenwood, guitarrista de Radiohead. Si Jon Brion consiguió en Embriagado de amor introducirnos con su música en una mente al borde del colapso, en Pozos de ambición la música de Greenwood es capaz de entender y moldear las imágenes a través de sonidos de violines retorcidos y nerviosos instrumentos que se alejan de la partitura más clásica que a priori intuyéramos para una película de tales características. Es pieza básica para entender Pozos de ambición como una película de Paul Thomas Anderson, esto es, aún inscrita firmemente en un estilo propio e independiente pese a su envoltorio clasicista.
Desde el texto original Oil! escrito por Upton Sinclair, premio Pulitzer y productor de la incursión americana de Eisenstein (¡Que viva Mexico!, 1979), la obra que aquí se traslada a la pantalla ostenta un ineludible aura de grandeza , la extraña sensación de estar asistiendo a un regalo que devuelve la fe en el gran cine norteamericano que recientemente parece querer volver a tiempos de bonanza. Paul Thomas Anderson es la esperanza de ese cine, cabeza visible de un cine de autor que ha ofrecido al menos dos de las grandes obras de la última década llegadas desde el otro lado del charco (Magnolia y la que aquí nos ocupa) y promete, a sus 37 años, un futuro de cine mayúsculo.
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There will be blood. Estados Unidos. 2007. 158'.
Director: Paul Thomas Anderson.
Guión: Paul Thomas Anderson; adaptación libre de la novela "Petróleo" de Upton Sinclair.
Producción: Joanne Sellar, Paul Thomas Anderson y Daniel Lupi.
Montaje: Dylan Tichenor.
Música: Johnny Greenwood.
Vestuario: Mark Bridges.
Diseño de producción: Jack Fisk.
Fotografía: Robert Elswit.
Intérpretes: Daniel Day-Lewis (Daniel Plainview), Paul Dano (Paul Sunday/Eli Sunday), Kevin J. O'Connor (Henry), Ciarán Hinds (Fletcher), Dillon Freasier (H.W.), Randall Carver (Sr. Bankside), Coco Leigh (Sra. Bankside), Sydney McCallister (Mary Sunday), David Willis (Abel Sunday), Kellie Hill (Ruth Sunday).
Puntuación: 9,5
There will be links...
http://www.labutaca.net/films/59/pozosdeambicion.php (sobre la película)
http://www.miradas.net/2008/n71/actualidad/anderson/index.html (críticas de la película)
http://www.paramountvantage.com/blood (web oficial)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/modules.php?name=News&file=article&sid=1374 (sobre Daniel Day-Lewis)
http://en.wikipedia.org/wiki/Paul_Dano (sobre Paul Dano, en inglés)
http://www.sensesofcinema.com/contents/07/45/paul-thomas-anderson.html (sobre Paul Thomas Anderson, en inglés)
http://www.pasadizo.com/portada.jhtml?ext=1&cod=283 (sobre Paul Thomas Anderson)
http://www.elmundo.es/elmundo/2008/02/20/rockandblog/1203480167.html (sobre Johhnny Greenwood y su score para la película)
2 comentarios:
Sin comentarios, vaya, y yo llego más que tarde.
Estoy de acuerdo en sus aciertos, aunque te olvidas de sus defectos. Creo que se hace muy larga. Muchas escenas son evitables porque no aportan nada. No sólo por el tiempo de la película (160 minutos es una barbaridad), sino porque se hace lenta en algunos momentos.
Has de reconocer también que el papel de Day-Lewis es más que parecido al que hizo en Gangs of New York.
Creo, por ejemplo, que la última escena con el hijo queda un poco coja.
Ah, y Dano se parece mucho a Messi.
Sobre todo en los momentos de ira, tiene un cierto parecido al Bill el Carnicero de "Gangs of New York," aunque por lo demás creo que aquí se trata de un personaje mucho más complejo y con muchos más matices que aquel, que ya era genial de por sí.
Aunque le reconozco un ritmo pausado, sinceramente nunca se me llegó a hacer lenta (no miré el reloj en las más de dos horas y media), pero sí que es cierto que más de una vez se le ha criticado a PTA por su falta de mesura en el montaje.
Por lo demás, la encuentro casi perfecta, y es una sensación que no recordaba en mucho tiempo al salir del cine y que en un mes me ha asaltado dos veces (la otra fue No country for old men). Si le encuentro algún "pero," algo que le sobre, realmente es tan nimio que no afecta al resultado global.
Todo hay que decirlo, la película tenía todos los ingredientes que yo podría haber deseado de antemano: un director como Paul Thomas Anderson, un actor como Daniel Day-Lewis y un músico como Johnny Greenwood. Para mí no se podía pedir más.
P.D.: Lo dije en el post de "Pequeña Miss Sunshine" y lo repito... pues sí, se parece un huevo a Messi.
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