Hace dos semanas me encontraba en la puerta de la National Gallery con uno de mis más antiguos y queridos amigos, dispuestos a empaparnos de todo el arte posible que una mañana londinense pueda dar de sí. Tengo la suerte de compartir con ese amigo más de un 70% de nuestras conversaciones en torno al cine, y en ello andábamos una vez más cuando de su boca surgió una curiosa reflexión: dos de los finales más célebres del cine (si no los que más), contienen una elevada carga homosexual, apenas disimulada. Acuérdense de Rains y Bogart adentrándose en la niebla mientras este decía aquello de "Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad", y luego acuérdense de un enamorado Osgood (Joe E. Brown) espetándole a un travestido Jack Lemmon aquello de "Bueno, nadie es perfecto". Esto me llevó a rumiar durante los días posteriores finales y finales del cine en búsqueda interior de cuáles eran, para mi memoria cinematográfica y valiendo la redundancia, los más memorables.
La segunda parte de la historia llega cuando hace unos días experimenté mi primera vez con la impagable Alta Fidelidad (High Fidelity, Stephen Frears, 2000). Quizás me atreva un día de estos a hablar de esa pedazo película, pero por el momento lo que viene al caso es que me sentí contagiado por la enfermiza obsesión de Rob Gordon (John Cusack) por elaborar personalísimos ránkings que recogían desde sus cinco rupturas más dolorosas hasta las cinco mejores canciones sobre la muerte. Cúlpenle a él o en su defecto a Nick Hornby via Stephen Frears, del arrebato que me ha llevado a atreverme con tal pretensión. Los cinco finales que a continuación enumero son mis cinco mejores finales, aquellos que se me presumen infinitos por los siglos de los siglos, que admiro y que han quedado instalados en mi retina, que han perturbado mi visión del mundo, del cine y del arte por antonomasia. Tras muchos días de pensar y repensar todos los finales que acudían a mi memoria, tras una dolorosa criba en la que se quedan fuera varios imperdonables, estos son mis cinco ganadores...
1. Grupo Salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969): Pues sí, tengo la osadía de nombrar el final de Grupo Salvaje, la obra maestra de Peckinpah, como el mejor de la historia. Ahí es nada. Cuatro hombres a la antigua usanza, salvajes, ladrones y criminales sin honor ni patria se adentran en el fortín del enemigo para reclamar la vida de su amigo Ángel. Es, ni más ni menos, la más poderosa elegía del celuloide a la masculinidad, al honor (que debe ser restaurado en ese acto suicida) y la camaradería. Cuando el General Mapache degolla a un ya moribundo Ángel frente a sus amigos, el "grupo salvaje" abate casi instantáneamente a Mapache ante la atónita mirada de su ejército. Las miradas de los cuatro hombres se cruzan, la certidumbre de lo inevitable... y Ernest Borgnine se ríe, con escalofriante carcajada, de la muerte misma. Lo que viene después es una explosión de violencia, una hiperbólica masacre en la que tripas, borbotones de sangre y los cuerpos destrozados, sacudidos, agujereados, son filmados con zooms imposibles y cámara lenta que envuelven la escena de lirismo puramente Peckinpahniano. Sólo el podía hacer de tal matanza una sublime expresión de poesía... y el final más grande (con permiso de Centauros del desierto) que un western nunca tuvo.
2. Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967): Dice muy poco en mi favor que los dos primeros puestos sean sendas matanzas, lo sé. Pero créanme si les digo que la muerte de Bonnie & Clyde destila puro amor. A Beatty y a Dunaway les sobraba química por todos lados, y lo demostraron hasta esta última escena, en que son víctimas de la emboscada que acabará con sus días de romance, robos y muerte. Cuando advierten la fatalidad de su destino, el intercambio de miradas es sencillamente conmovedor, la sonrisa enamorada que precede al sufrimiento indecible. Pero el verdadero valor de la escena reside en su espectacular montaje: desde los pájaros saliendo de detrás de los arbustos hasta el último suspiro de vida de Bonnie & Clyde, la calculada, milimétrica sucesión de imágenes que penetran nuestra retina con el restallar de las metralletas, mostrando nunca más de lo necesario ni menos de lo requerible para componer una perfecta escena final que encumbra una película ya de por sí enorme.
3. Blade Runner (Ridley Scott, 1982): Deckard se encuentra al borde del abismo. Roy tiene una vida en su mano, la de aquel que ha acabado con su amada y sus compañeros los Nexus-6. La lluvia sacude los cuerpos de los contendientes y los dedos rotos de Deckard comienzan a escurrirse. Cuando la muerte parece inminente, Roy coge la muñeca de Deckard y lo alza hasta ponerlo a salvo. El estupefacto Blade Runner observa al replicante, quien sabe que su vida a toca a fin y pronuncia estas palabras...
1. Grupo Salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969): Pues sí, tengo la osadía de nombrar el final de Grupo Salvaje, la obra maestra de Peckinpah, como el mejor de la historia. Ahí es nada. Cuatro hombres a la antigua usanza, salvajes, ladrones y criminales sin honor ni patria se adentran en el fortín del enemigo para reclamar la vida de su amigo Ángel. Es, ni más ni menos, la más poderosa elegía del celuloide a la masculinidad, al honor (que debe ser restaurado en ese acto suicida) y la camaradería. Cuando el General Mapache degolla a un ya moribundo Ángel frente a sus amigos, el "grupo salvaje" abate casi instantáneamente a Mapache ante la atónita mirada de su ejército. Las miradas de los cuatro hombres se cruzan, la certidumbre de lo inevitable... y Ernest Borgnine se ríe, con escalofriante carcajada, de la muerte misma. Lo que viene después es una explosión de violencia, una hiperbólica masacre en la que tripas, borbotones de sangre y los cuerpos destrozados, sacudidos, agujereados, son filmados con zooms imposibles y cámara lenta que envuelven la escena de lirismo puramente Peckinpahniano. Sólo el podía hacer de tal matanza una sublime expresión de poesía... y el final más grande (con permiso de Centauros del desierto) que un western nunca tuvo.
2. Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967): Dice muy poco en mi favor que los dos primeros puestos sean sendas matanzas, lo sé. Pero créanme si les digo que la muerte de Bonnie & Clyde destila puro amor. A Beatty y a Dunaway les sobraba química por todos lados, y lo demostraron hasta esta última escena, en que son víctimas de la emboscada que acabará con sus días de romance, robos y muerte. Cuando advierten la fatalidad de su destino, el intercambio de miradas es sencillamente conmovedor, la sonrisa enamorada que precede al sufrimiento indecible. Pero el verdadero valor de la escena reside en su espectacular montaje: desde los pájaros saliendo de detrás de los arbustos hasta el último suspiro de vida de Bonnie & Clyde, la calculada, milimétrica sucesión de imágenes que penetran nuestra retina con el restallar de las metralletas, mostrando nunca más de lo necesario ni menos de lo requerible para componer una perfecta escena final que encumbra una película ya de por sí enorme.
3. Blade Runner (Ridley Scott, 1982): Deckard se encuentra al borde del abismo. Roy tiene una vida en su mano, la de aquel que ha acabado con su amada y sus compañeros los Nexus-6. La lluvia sacude los cuerpos de los contendientes y los dedos rotos de Deckard comienzan a escurrirse. Cuando la muerte parece inminente, Roy coge la muñeca de Deckard y lo alza hasta ponerlo a salvo. El estupefacto Blade Runner observa al replicante, quien sabe que su vida a toca a fin y pronuncia estas palabras...
"He visto cosas que los humanos ni se imaginan. Naves de ataque incendiándose más allá de Orión. He visto rayos de mar centellando cerca de la puerta de Tannhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir"
Al morir, las manos del replicante se abren y dejan volar una paloma que se dirige hacia una luz que aparece intrusa entre el cielo inclemente. Imposible imaginar una celebración mayor de la libertad. Imposible representar de manera más sobrecogedora la última esperanza, el último resquicio de humanidad en el hombre sin dejar de recordarnos, ni por un momento, su extrema insignificancia en el universo.
4. Los 400 golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959): Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) escapa del reformatorio y corre campo a través. Durante un larguísimo travelling, la cámara sigue silenciosa el recorrido del pequeño Doinel. El silencio y el travelling sólo se romperán cuando Truffaut muestre la aparición triunfal del mar, destino final de Doinel. Lo que uno presumiría ante la llegada del joven protagonista al mar que nunca conoció sería su alegría. Sin embargo, el pequeño Doinel alcanza la orilla, se moja los pies, mira al horizonte, y posa la más cautivadora e inescrutable mirada sobre la cámara mientras la palabra FIN aparece sobreimpresionada sobre la imagen congelada. No es alegría lo que uno adivina en el rostro de Antoine Doinel Sino aquella sensación de encierro de la que fue preso toda su vida y que ratifica aquel mar, aquel supuesto espacio de libertad y horizontes que jamás podrá rebasar.
5. Fellini Ocho y medio (Otto e mezzo, Federico Fellini, 1963): El suicidio profesional y metafórico de Guido (Marcello Mastroianni) da paso al propio Fellini en escena, aún bajo la piel de Mastroianni, dirigiendo la orquesta de su vida. Todos aquellos que le hicieron reír, llorar, aquellas mujeres a las que amó, despreció u olvidó, todos los bufones, payasos, músicos y participantes de esa "fiesta" que es su vida misma. Todos ellos desfilan por una pasarela mientras Fellini/Guido les dirige al compás de una orquesta que interpreta el inmortal tema de Nino Rota. El final de Otto e mezzo es la expresión absoluta del cine del genio italiano, una conclusión que reitera y eleva las virtudes del mismo. Pero por encima de todo, una celebración de la vida en sí misma, en su coherencia y en su absurdo, en sus deleites y sus penurias. Y el estrambótico y maravilloso espectáculo de Fellini sobreviviendo a sí mismo.
5. Fellini Ocho y medio (Otto e mezzo, Federico Fellini, 1963): El suicidio profesional y metafórico de Guido (Marcello Mastroianni) da paso al propio Fellini en escena, aún bajo la piel de Mastroianni, dirigiendo la orquesta de su vida. Todos aquellos que le hicieron reír, llorar, aquellas mujeres a las que amó, despreció u olvidó, todos los bufones, payasos, músicos y participantes de esa "fiesta" que es su vida misma. Todos ellos desfilan por una pasarela mientras Fellini/Guido les dirige al compás de una orquesta que interpreta el inmortal tema de Nino Rota. El final de Otto e mezzo es la expresión absoluta del cine del genio italiano, una conclusión que reitera y eleva las virtudes del mismo. Pero por encima de todo, una celebración de la vida en sí misma, en su coherencia y en su absurdo, en sus deleites y sus penurias. Y el estrambótico y maravilloso espectáculo de Fellini sobreviviendo a sí mismo.
3 comentarios:
Pongo aquí alguno de los que me he dejado en el camino haciendo el top, amén de las ya mencionadas "Con faldas y a lo loco" y "Casablanca":
"Viridiana", "Centauros del desierto", "2001: Una odisea del espacio", "El Padrino", "La Conversación", "El planeta de los simios", "El club de la lucha", "Hasta que llegó su hora", "Psicosis", "Boogie Nights", "Annie Hall","Sospechosos habituales"...
...y los que me dejaré.
P.D.: Esta es una lista elaborada por Filmcritic de los 50 mejores finales de la historia. Un detalle a tener en cuenta: la lista sólo tiene en cuenta el último minuto de película para que esta sea incluida.
Pues creo que mi final favorito es el de "Lo que el viento se llevó". Enorme Vivien Leigh pasando de la desesperación total y absoluta a la esperanza y determinación en tan sólo unos segundos.
Pues sí, enorme ese final también... No tanto por la frase de Clark Gable sino por exactamente lo que dices: Vivien Leigh pasando de tocar fondo a proclamar su amor por Tara y por su vida allí.
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