Dios tiene el rostro de Fitzcarraldo y la voz de Enrico Caruso. Al menos esa es la impresión que uno tiene cuando contempla el Molly·Aida subir la cuesta de una montaña con los esfuerzos faraónicos de una tribu de jíbaros que se entrega hasta la muerte a lo que ellos creen una misión divina. Mientras tanto, Fitzcarraldo observa su hazaña desde lo alto de su barco y alcanza el éxtasis cuando Caruso llega a la apoteosis de su voz. Semejante espectáculo no puede entenderse sino la contemplación del hombre jugando a ser Dios y violando los límites de las deidades en los lugares últimos de la tierra, en el corazón del Amazonas y las tinieblas. Es Fitzcarraldo, obviamente, hermana de Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972). Una hermana más condescendiente con el destino de su personaje, pero de unas pretensiones no mayores, sino gigantescas: cine llevado al límite de la naturaleza del hombre y su sitio en la tierra, cine capaz de tirar abajo montañas y crear una de las visiones más imposibles que el celuloide ha dado. Fitzcarraldo, como Aguirre, significa las intenciones suicidas de un director y un actor que en su relación de odio y respeto mutuo construyeron dos de las películas más oscuras, terribles y rotundas de la historia.
Cierto es que el personaje de Fitzcarraldo no es un igual de Aguirre. El conquistador es un loco violento, iracundo que desempeñará su misión suicida hasta que la vida se lo lleve en ello. Brian Sweeney Fitzgerald 'Fitzcarraldo', sin embargo, es un soñador. Un hombre que ama la ópera por encima de cualquier otra cosa en el mundo, y que vive y se alimenta de sueños imposibles. Fracaso tras fracaso, Fitzcarraldo se empeñará en un intento más de pasar a la historia, a saber fábricas de hielo en medio de la selva o ferrocarriles que no van a ninguna parte. Pero su sueño máximo se deriva, cómo no, de su amor incondicional hacia la voz de Caruso: construir una ópera en medio del Amazonas y que sea el legendario tenor el que la inaugure. Y sí, todos aquellos que le rodean salvo quizás su bienamada Molly (Claudia Cardinale), único ser capaz de entenderle y amarle, se burlarán de sus intenciones quijotescas, una vez más. Y una vez más, las burlas colisionarán con un empecinamiento acorazado instalado en la locura y en la insolencia. En un momento dado de esas intentonas de la humillación de Fitzcarraldo, la rebelión del personaje le sitúa por primera vez en la película por encima del resto de la despreciable humanidad que le rodea, y el rostro ido de locura de Klaus Kinski le espeta a sus adversarios tremebundas palabras: "Señores, la realidad de su mundo no es más que la mala caricatura de una gran ópera". No es el único ejemplo de insolencia de deidad que encontramos en él; en otro pasaje de la película, uno de los miembros de su tripulación le explica cómo los jíbaros llevan tres centurias vagando por la selva a la espera de que un dios blanco aparezca con su embarcación (el traje blanco en el que Kinski se halla embutido durante toda la película se convierte, por tanto, en una de las señas de identidad más poderosas del personaje). Fitzcarraldo responde, sin asomo de detenimiento ni compasión, que entonces sacarán partido del mito.
Es imposible entender por completo Fitzcarraldo sin comprender que aquello era, una vez más, un violento choque de los egos titánicos de Werner Herzog y Klaus Kinski cuyos resultados podrían ser tan imprevisibles como la locura o la muerte misma. Hoy sería inconcebible que en cualquier rodaje, por desproporcionado que fuera, se puedieran dar desastres semejantes a los que se dieron en el de Fitzcarraldo: desde los destrozos monumentales causados por la propia naturaleza en forma de avalanchas de barro, entre otros, hasta enfermedades epidémicas, ataques de locura y muertes. El rodaje de Fitzcarraldo fue, por lo tanto, un desafío de excesos que tuvo fatales consecuencias y que fue retratado por Les Blank en el documental Burden of dreams (1982). Es también una muestra de hasta qué punto el cine puede superar a la propia realidad desde el momento en que somos conscientes de que ese barco que vemos trepar la montaña es la culminación exitosa de una de las empresas más descabelladas en las que se ha embarcado el séptimo arte; en otras palabras, Herzog hizo que el barco realmente trepara la montaña. Y así, la mera imagen de la lenta escalada del Molly·Aida se revela como una epifanía resultante del poder del cinematógrafo, bella e increíble, con un aura de unicidad de la que al espectador hipnotizado le cuesta reponerse.
Fitzcarraldo es una obra de un tremendismo indecible. Equiparablemente enfermiza a Aguirre, es sin embargo menos furiosa y sus conclusiones dan con una concesión a la felicidad de su personaje que nunca habría tenido lugar en aquella. En la derrota que el hombre debe aceptar como precio por su desmesurado ego, por su reto insolente al mismo Dios, Fitzcarraldo aún encuentra una pequeña victoria en una representación a bordo de una ópera que prolonga ese estado alucinatorio que parece invadir la magnánima obra de Herzog y que necesita perpetuarse hasta los créditos de forma que este nunca abandone recodo alguno de la misma. El director alemán siempre señaló Fitzcarraldo como su mejor obra, afirmación discutible e pero indiscutiblemente significativa, pues esta fue sin ningún género de dudas su proyecto más grandioso, pretencioso e insensato. El magistral resultado es la última palabra de una demente genialidad que lo mismo significó detrás y delante de la cámara: el triunfo de un loco soñador llamado Herzog, llamado Fitzcarraldo...
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