Es en los humanistas puentes bidireccionales establecidos entre ambos protagonistas donde El solista chirría con estrépito. Joe Wright desdibuja al genio marginal desde el atropello de su esquizofrenia, representada en pantalla antes con artificio sumo que como la trágica carcoma de la inspiración que debiera ser. Más aún, los siempre elegantes transiciones y manejos de los tiempos del director (acá, la impoluta llamada al flashback), valores extraordinarios demostrados en su hacer en el cine de época, chocan catastróficamente con las amalgamas de la modernidad, las de la incomunicación y la desconexión humana de la metrópolis, sí, pero la de los ruidos interiores del maldito, también. El Nathaniel encarnado por Jamie Foxx se halla permanentemente anulado por la hipérbole de estas cuestiones y se precipita hacia la inverosimilitud, precipitando a su vez hacia esta los lazos propuestos con su partenaire. No es que Foxx carezca del poder interpretativo para otorgar credibilidad a su personaje, sino que este último se ve construido sobre andamios ínfimos para acabar ejemplificando, involuntariamente, la máxima que el propio Robert Downey Jr. proclamaba en otra y excelsa película, aquella en la que advertía a Ben Stiller de los peligros de encarnar a personajes hiperbolizados por sus taras psíquicas.
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