La lapidaria frase que este post encabeza fue estandarte de la trilogía que elevó las películas de zombis (
La noche de los muertos vivientes,
Zombi y
El día de los muertos) a la merecida categoría de subgénero del terror a la altura de vampiros, hombres lobos y demás seres pertenecientes a esa tenebrosa y fascinante mitología. Si no fuera por George A. Romero, seguramente las películas en las que los muertos se alzaban de sus tumbas para sembrar el caos entre los vivos aún no serían respetadas en la pantalla y seguirían siendo reprendidas como productos marginales y baratos de serie B. Romero dio a los zombis identidad propia en el imaginario colectivo y los convirtió en su seña de identidad y constante de su filmografía. Son poco discutibles las coordenadas de un género con evidentes limitaciones, carente de la riqueza literaria que tenían otros iconos del terror como Drácula o Frankenstein e imposible de justificar ni siquiera desde la ficción misma. Nunca Romero necesitó tal justificación del porqué los muertos se levantaban de sus tumbas y comenzaban a buscar carne fresca. Más bien al contrario, se divertía jugando con unos personajes que buscaban explicaciones estúpidas o irrisorias, medios de comunicación perplejos ante el fenómeno y científicos cuyo mejor razonamiento pasaba por la radiación en una noche concreta; aquella en el que todo el que moría, volvía a levantarse. La noche era de los zombis, a ellos les pertenecía y así lo proclamó
La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968) primera y más celebrada película de Romero y hoy clásico indiscutible del cine de terror. Cuando uno aborda
La noche de los muertos vivientes, sus primeros minutos de metraje parecen desprender un cierto tufillo de serie B que no deja de resultar encantador, pero que no deja de infundar la duda de dónde estará el terror. Sin embargo, esa noche acaba resultando de lo más fascinante y por momentos, terrorífica, cuando el problema crece en magnitud y los muertos vivientes se multiplican para perpetrar el asedio a una casa convertida en débil fortaleza donde un puñado de desgraciados desesperan, lloran, gritan, se pelean e incluso se acaban matando. Es la escenificación de la impotencia del hombre ante lo inesperado, lo desconocido, impotencia que alcanza su punto álgido cuando decenas de manos atraviesan las ventanas y comienzan a arrastrar los cuerpos hacia una muerte segura (¿segura?). Romero también se permite hacer alguna concesión al horror más explícito, gore en el que profundizaría en
Zombie: Dawn of the dead, completando así un cuadro de horror y apocalipsis con un ido cura predicador incluido.
Zombie: Dawn of the dead (George A. Romero, 1978), aquí
Zombi, daba un paso más allá que
La noche de los muertos vivientes. Dejaba atrás la asfixia del asedio a una pequeña casa de campo y movilizaba sus zombis en una auténtica invasión de la urbe y, sobre todo, de un centro comercial en cuyas puertas se abarrotaban cual primer día de rebajas. A nadie que la haya visto se le escapa que detrás de esas imagenes existe cierta crítica a una sociedad movida por el consumismo más aberrante, algo que Romero se preocupa por recalcar en uno de los diálogos en los que sus personajes (vivos, y acorralados) se preguntan por qué esos desagradables cuerpos errantes acuden a un centro comercial a saciar su apetito caníbal.
Zombie: Dawn of the dead fue la excusa que necesitaba Romero para saciar su sed de sangre y mostrar con descarada explicitud auténticos festines de vísceras e intestinos. En todos los sentidos, y pese a los logros de la película de Romero, Zack Snyder supo explotar mucho mejor las posibilidades del argumento en su remake de 2004,
Amanecer de los muertos. Más inteligente y con un guión más completo que su predecesora, Snyder supo escenificar las diferentes relaciones entre unos supervivientes marcados por la tragedia y, sobre todo, la histeria colectiva de la invasión zombi no exenta de algún que otro homenaje*.
Amanecer de los muertos gana enteros respecto a la original porque, más allá de lo sanguinoliento, es capaz de exponer situaciones de tensión hasta lo insoportable (el perro que envían con comida al edificio de enfrente, donde un superviviente muere lentamente de hambre) e impregnar la huída final de un carácter desesperado que, a pesar de la aparente sensación de desahogo y salvación final, cae, durante los espectaculares créditos de Kyle Cooper, en la misma desesperanza que Romero imponía en el final de
Zombi.
Pero Snyder no fue el único que se dignó a "resucitar" el género en los últimos años. Danny Boyle tenía su propia idea sobre los zombis y decidió ponerla en marcha en
28 días después, desmarcándose de los cánones del género y atreviéndose a ofrecer una alternativa al inexplicable alzamiento de zombis que propugnaban todas las anteriores. Ya no se trataban de muertos vivientes, sino población infectada de un virus que inyectaba auténtica ira en la sangre. Ni en eso ni en otras muchas cosas
28 días después era una película de zombis al uso. Más bien se trataba de plantear al ser humano frente a la situación más límite de todas las posibles: el exterminio de su raza. Boyle parecía más interesado en enseñarnos la lucha por la supervivencia entre unos pocos humanos frente a unos seres salvajes e instintivos que son un nuevo eslabón superior en la cadena alimentaria. Analizada así,
28 días después funciona tal como su creador la concibió, pero no tanto como película de terror como sí lo hace la reciente y más conseguida
28 semanas después (Juan Carlos Fresnadillo, 2007). Boyle ha dejado un proyecto que lleva su sello en manos de un director canario, Juan Carlos Fresnadillo, y el resultado es un, esta vez sí, más que interesante compendio entre el terror zombi y el horror de ver al ser humano enfrentado de nuevo al exterminio. Esta secuela ha dejado atrás la anarquía en la que vivía el Reino Unido y Fresnadillo opta por situar a sus personajes bajo un régimen militar que, supuestamente les protege de cualquier resto de la amenaza que asoló el país. Lo escalofriante de
28 semanas después es como comprobar, una vez ese régimen pierde el control, cómo los protectores pasan a ser verdugos, perpetrando una matanza bajo un nuevo régimen: el exterminio de todo civil e/o infectado. Fresnadillo ha sabido imprimir el miedo en una película sorprendentemente radical en sus planteamientos, tan sangrienta como angustiosa y que encuentra sus mejores momentos en dos persecuciones campo a través en las que un batallón de zombis rabiosos dan caza a los escasos humanos supervivientes.
Y conste que pese a esos dos ejemplos recientes que camino andan de formar una saga, el reciente cine británico también se ha dado el gustazo de tomarse el género a broma, y encima hacerlo con inteligencia. Hablo por supuesto de
Shaun of the dead (Edgar Wright, 2004) aquí traducida bajo el nefasto título de
Zombies Party. Enfrentándose a una comedia de zombis, lo fácil es caer en la vulgaridad absoluta y la banalidad. Sorprendentemente,
Shaun of the dead es, no solo un divertimento de primera sino una comedia inteligente cargada de referencias y diálogos deliciosos. La ironía constante que impregna la película se deja notar desde el primer minuto en el que ya se escucha la lúgrube y divertida
Ghost Town de The Specials. Tras el prólogo,la escena que presenta los créditos es el divertidísimo retrato de una sociedad zombi, que vaga por las ciudades ejerciendo sus rutinas, sin motivaciones ni ilusiones. El Shaun del título es uno más de ellos, estúpido, torpe y un inútil integral que es incapaz de distinguir el levantamiento zombi hasta bien entrada la película, ya que la diferencia con la sociedad anterior es más bien mínima. Desenfadada, fresca y sorprendente, la película de Wright es además una de las comedias que mejor usa la música en momentos puntuales (atención al
Panic de The Smiths o
Don't stop me now de Queen). Siempre más cerca del homenaje que de la parodia,
Shaun of the dead es ejemplo a seguir de cómo darle una vuelta de tuerca al género de zombis sin caer en la idiotez de estos.