Hay actores de esos que siempre quedan a la sombra de las grandes estrellas. Sus nombres suelen aparecer en la cuarta, quinta o ulterior posición en los carteles promocionales de las películas. Son los eternos secundarios, aquellos cuya cara estamos condenados a reconocer mil y una veces sin lograr retener (casi) nunca su nombre. En muchos de esos casos, son aquellos que no sólo contribuyen a consolidar la solidez de un reparto, sino que además le hacen ganar enteros.
El porqué de esa eterna relegación sólo se puede conjeturar. Algunos de esos actores prefieren la televisión y sólo se prodigan de vez en cuando en la gran pantalla. Tal vez otros rehuyan de cualquier protagonismo o quizá nunca hayan encontrado un papel definitivo con el que medir su tamaño como actor. Quizá nadie los quisiera como protagonistas siendo un seguro como secundario... Quizá.
Y más allá de las razones, algunos de ellos son pequeños grandes actores, solventes como pocos y versátiles como nadie. Hacen de su profesión un trabajo constante y bien hecho, a sabiendas de que quizás no vaya a ser el empleado del mes aunque méritos no le faltasen.
De todos aquellos secundarios de los que hoy me acuerdo, uno de mis favoritos es David Morse. Si el nombre no te dice nada, quizá su cara te venga a la memoria cuando te diga que él fue Tritter, aquel detective emperrado en meter a House entre rejas durante seis capítulos. Y es que Morse siempre ha pertenecido más a la tele que al cine, ejerciendo durante los 80 toda su carrera como actor de series y TV-Movies, pero en cuanto debutó en el cine demostró saber escoger papeles a su medida, participando en no pocos éxitos de los 90 al lado de gigantes de Hollywood mientras labraba y acrecentaba su currículum y su reputación. Trató de fugarse de Alcatraz con Dennis Farina y David Carradine en Six against the Rock (1987) y vivió 37 horas desesperadas (Desperate Hours, 1990) con Mickey Rourke y Anthony Hopkins. En 1993 apareció con dos jovenzuelos llamados Macaulay Culkin y Elijah Wood en El buen hijo (The good soon, 1993), fue compañero de cartel de Alec Baldwin y Kim Basinger en La huida (The Getaway, 1994) y al año siguiente fue el portador del devastador virus que condenaría la humanidad en 12 monos (Terry Gilliam, 1995). Luego y durante algún tiempo se dejó ver en películas de acción: Memoria Letal (The Long Kiss Goodnight, 1996), Al cruzar el límite (Extreme Measures, 1996) y La Roca (The Rock, 1996), de la que esta vez no intentaba escapar, sino retenerla como parte de un acto terrorista. También participó en Negociador (The Negotiator, 1998) y le dio tiempo a ayudar a Jodie Foster a buscar vida extraterrestre en Contact (1997). A más de uno le sorprenderá saber que incluso formó parte del discreto debut de Antonio Banderas como director, Crazy in Alabama (1999), como el policía que intenta dar caza a una Lucille (Melanie Griffith) que se pasea por las tierras de Alabama con la cabeza de su marido.
Entonces vino los dos grandes papeles secundarios de Morse: en 1999, bajo las órdenes de Frank Darabont fue uno de los carceleros que custodiaron al gigantón John Coffey en La milla verde (The Green Mile, 1999). Aquí Morse ganó un protagonismo hasta ahora inédito, sólo supeditado al papel de Tom Hanks, y refrendado en su siguiente película, Bailar en la oscuridad (Dancer in the dark, 2000) en la que dio vida al vecino de Selma, el afable y miserable Bill Houston. A las órdenes de Lars Von Trier Morse desplegó todo su potencial y talento como actor, construyendo una actuación intensa e inolvidable.
Aunque Bailar en la oscuridad fuera la cumbre de la carrera de este actor secundario, Morse ha permanecido regularmente durante esta década entre los títulos de no pocas películas: Prueba de vida (Proof of life, 2000), Corazones en la Atlántida (Hearts in Atlantis, 2001) en la que repitió con Hopkins, o las más recientes 16 calles (16 blocks, 2006) y Disturbia (2007), en la que vuelve a ganar cuota protagonista como el vecino psicópata de Shia Labeouf.
Este es el currículum (resumido) de uno de los actores más pretendidos y menos conocidos por el gran público. Un pequeño pero merecido homenaje para acordarnos de su nombre la próxima vez que nos suene (otra vez) su cara.
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