En ocasiones el cine se dispone en su tarea de documentalista, registrador de la historia a través de una lente nunca fiel, nunca objetiva pero siempre valiosa en su cometido de contemplar la realidad con actitud más o menos tendenciosa, más o menos útil, pero salvaguardora de aquello que pasó por delante de dicha lente. No es posible entender una generación, un fenómeno social tan masivo como fue Woodstock sin atender a sus numerosas contradicciones, sus premisas contrariadas por los actos, pues ciertamente los aproximadamente 450.000 asistentes que asistieron al Festival de Woodstock en verano de 1969 no estaban, todos ellos, dispuestos a refrendar con sus comportamientos el mensaje de "3 días de paz y música" que el festival predicaba en su convocatoria. Lo omitido en el monumental documental filmado por Michael Wadleigh invita a una reflexión inherente a cualquier gran documental que se precie: ¿Cuánto pesa su valor como objetivo analista de los hechos retratados a través, principalmente, de un montaje eminentemente selectivo? ¿Cuánto pesa el registro de los mismos en el paso tiempo, en la historia como documento fílmico, testigo parcial pero imprescindible en nuestro juicio personal de los relevantes acontecimientos que tuvieron lugar en los campos de Woodstock en agosto de 1969? Y se infiere, tras asistir al documental de Wadleigh, que su valor como pieza testimonial de uno de los fenómenos clave de la contracultura estadounidense de los 60, es ciertamente innegable.
Woodstock Diaries no busca ni encuentra méritos cinematográficos, sino meramente registradores de un acontecimiento de una magnitud cultural y social sin parangón. Incluso el esfuerzo de Wadleigh, plasmado en casi tres horas de documental que alterna los testimonios múltiples de los implicados en el festival con soberbio metraje de conciertos (algunos con aura de inmortalidad), queda empequeñecido en cuanto a la imagen que nos es proyectada del alcance y la influencia de Woodstock en su generación, la 'Woodstock Nation', pero también en las posteriores. Desde luego que los responsables de Woodstock Diaries no pretendieron el retrato desnudo y la crudeza social que habitan en los documentales de Frederick Wiseman o Eduardo Coutinho, sino que acudieron a Woodstock como una respuesta a la necesidad de registro que requería un evento que había multiplicado su importancia y desbordado las expectativas hasta convertirse en el punto de destino de un masivo éxodo no sólo de gente, sino también de ideas que exigían la audiencia de una nación de oídos sordos. Woodstock, como otras tantas cosas, cambió. Otras no.
Hoy, a menos de un año de que Woodstock Diaries: The Director's Cut sea relanzado por Warner Home Video (previsión para el 28 de Julio de 2009) aprovechando su cuadragésimo aniversario y el interés suscitado por la producción Taking Woodstock que preparan Ang Lee y James Schamus, revisar el documental de Wadleigh es poco menos que asistir a una leyenda filmada, con todas las hipérboles que se le presuponen y todas las dosis de autocomplacencia que el héroe de turno se pueda permitir (aquí los jovenes y ambiciosos jóvenes empresarios que iniciarion la aventura de Woodstock tras poner un anuncio tanto en el New York Times como en el Wall Street Journal demandando una idea de negocio "interesante y legítima"). Woodstock Diaries es pretendidamente, un filme que bascula entre los históricos conciertos que tuvieron lugar y el problemático envoltorio financiero que rodeó al festival y la manera en la que sus hábiles responsables consiguieron salir del paso. (contado, evidentemente, a golpe de anécdota). Afortunadamente, sus realizadores, se decantan en el primer apartado y el documental, más allá de sus justicias a lo acontecido, prima su condición de un imposible resumen de 120 millas de película filmada en tan solo tres días. Loable pues, la titánica labor montadora de un equipo liderado por Martin Scorsese y Thelma Schoonmaker (nominada al Oscar al mejor montaje, amén del que consiguiera la película como mejor documental), aquellos que realmente definieron la autoría de Woodstock Diaries desde la sala de montaje. Ellos son quien, conscientes de las necesarias concesiones a los organizadores, optaron por imponer imágenes de música en directo que en no pocas ocasiones se alzan hasta la categoría de mito cuando las revisamos conscientes de que sólo fueron posibles en aquel contexto de una utopía hoy desvanecida. Y ahí precisamente es donde radica el valor impagable que puede alcanzar una película documental como Woodstock Diaries, más allá de disposiciones del montaje y de directrices en su construcción: en el carácter trascendental e incandescente, cuasi mítico de una cultura que desde el principio se veía abocada a su extinción, un rebufo de levantamiento de los vientos de revolución que soplaban desde Europa en Mayo del 68. Quizás Woodstock no fuera más que su representación, aquel símbolo que necesitara la (contra)cultura americana para ser recordada y evocada inútilmente en ediciones-aniversario que no hacían sino certificar la muerte de un significado, de un pensamiento. Una muerte prevista, o al menos fácil de dilucidar desde que el festival se convirtiera en blanco fácil para conservaduristas acusaciones de depravación y vandalismo, en bastión de un movimiento profundamente "antiamericano". Jimi Hendrix, en la más rotunda posible respuesta, tocó Star Spangled Banner (el himno americano) haciendo volar sus dedos sobre las cuerdas y demostrando lo incongruente de aquella acusación: Woodstock quería una América más libre, no repudiar de ella.
La actuación de Hendrix, que además tomaría un carácter cuasi póstumo (el legendario guitarrista moriría al año siguiente), fue saludada como una de las mejores de su carrera y despidió en el amanecer de un Lunes de un Woodstock que sería desde entonces el lugar común en la memoria de una generación que perdió sus sueños, pero que vivió la ilusión de la victoria desde el barrizal de los campos de Bethel. El documento audiovisual, imprescindible testimonio histórico firmado por Michael Wadleigh, nos hace ilusorios partícipes de esa generación que contempló aquel escenario cuyo telón levantó Richie Havens realizando el mayor acto de libertad de la música con una magistral improvisación que bautizaría Freedom. Ese escenario donde Janis Joplin paseó su nunca tan bella y amarga voz y Jefferson Airplane regaló un glorioso amanecer de Domingo a ritmo de Somebody to Love y proclamando White Rabbitt como el definitivo himno de la psicodelia. Allí donde The Who refrendaba con su himno el sentido de una generación (recital que ofrece el mayor y estilizado aprovechamiento de las posibilidades del montaje) y unos prematuros Joe Cocker y Carlos Santana ya se anunciaban como futuros grandes de la música mientras unos reconocidos Creedence Clearwater Revival ponían la guinda al culmen alcanzado de su carrera. En definitiva, la mayor reunión posible de deidades del rock y aspirantes configuran un documental con visos de atemporalidad. Quizás fuera esa la razón que movió a Boris Sagal a poner a Charlton Heston en El último hombre vivo (The Omega Man [1971] segunda adaptación cinematográfica de la novela Soy Leyenda, de Richard Matheson), como el último espectador de la tierra en un cine en el que se proyectaba Woodstock. Quizás porque Woodstock Diaries trasciende la barrera del documental para convertirse en un testimonio ineludible de una contracultura que, por antonomasia, definía el contexto cultural contrael que apuntaba. Y por tanto, un impagable testimonio que salvaguardar en el paso del tiempo.
2 comentarios:
En mi caso, de obligada revisión periódica. Brutal.
Pues sí. Simplemente tenerla a mano para poder ver de nuevo un día o la actuación de un grupo en concreto ya merece la pena.
Un saludo
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