Hay en Acordes y desacuerdos (Sweet & Lowdown, 2000) un cariño paternal de Woody Allen hacia sus personajes, sus diálogos y, sobre todo, hacia el jazz en su época primigenia. Sería injusto decir que Acordes y desacuerdos escapa por completo al concepto de película alleniana por antonomasia. Más bien sería de recibo decir que pertenece a esa otra vertiente menos explotada por el cineasta, aquella correspondiente al falso biopic que ya desempeñó en Zelig (1983) y también a aquella otra en la que el neoyorquino no puede dejar de rendir homenaje a su gran pasión: el jazz. Emmet Ray (Sean Penn) es el hijo nato de esa combinación de falsa película biográfica y amor por la música y como vástago es, sin duda, uno de los personajes más brillantes y genuinos que Allen nunca haya creado. Tanto que resulta descorazonador ver Acordes y desacuerdos con inocencia impoluta y luego enterarnos de que el tal Emmet Ray nunca existió. Porque Ray es patético, mujeriego, un niño grande con un ego aún más grande, un genio con una completa incapacidad para relacionarse emocionalmente. Un personaje con rasgos del propio Woody Allen, pero diametralmente opuesto en su simplicidad y primitivismo. Emmet Ray es una creación tan endiabladamente genuina que puede situarse a la altura de los mismísimos Alvy Singer o Harry Black en la extensa filmografía de su autor, y ese parangón le debe mucho a la increíble, hipnótica, e inolvidable del siempre enorme Sean Penn.
En Acordes y desacuerdos, una de las escenas que mejor resume la personalidad de Emmet Ray es también la más representativa. A raíz de un sueño que ha tenido, Ray se encapricha con aparecer en su próxima actuación subido en una dorada y menguante luna que descenderá desde las alturas del escenario. A pesar de que todo el mundo le advierte de la solemne tontería que supone (salvo dos mendigos con los que se emborracha en un vertedero), Emmet manda construir la luna sin cesar de imaginar su estelar e idílica aparición. Pero una vez construida, uno de los empleados que vagan por la sala comenta la espectacular caída que supondría (“para partirse el cuello”, añade) y Emmet empieza a obsesionarse con la funesta idea hasta el mismo día de la actuación. La escena es grandiosamente divertida: se abre el escenario y aparecen los músicos tocando; al momento se ve caer descolgándose la luna con violentos balanceos y sobre ella, un Emmet Ray completamente borracho y aterrorizado. La cámara mira a un público que no entiende nada de lo que está sucediendo y luego vuelve para ver como Emmet sigue descendiendo, cogiéndose de donde puede y tambaleándose al aterrizar definitivamente sobre los tablones del escenario. La luna vuelve a ascender y desaparece durante unos segundos hasta que, inesperadamente, irrumpe de nuevo en escena al caer estrepitosamente en el fondo del escenario.
Una escena hilarante que en pocos segundos tanto resume el patetismo de Ray como su carácter caprichoso y el genio de sus manos sobre las cuerdas de una guitarra. Por algo fue el segundo mejor guitarrista del mundo, después de aquel gitano en Francia...