miércoles, octubre 24, 2007

Lecciones de cine (III): A través del espejo

El espejo es un elemento persistente en el juego de alterar la mirada del espectador. Nos ayuda a descubrir lo oculto, a veces incluso antes que el propio personaje, nos deforma la realidad y nos engaña una y otra vez como también engaña hasta al mismo héroe de una aventura: hasta Bruce Lee lo pasó mal durante el duelo final en la sala de espejos contra Han, supervillano de Operación Dragón (Enter the dragon, 1973); David Lynch los utilizaba como metáfora de la realidad deformada en su discutidísima Mulholland Drive (2001), y Candyman lo atravesaba para atravesarte con su garfio.
El espejo ha sido un juguete en manos de múltiples directores que lo han utilizado con múltiples finalidades distintas. Hoy he vuelto a ver la segunda película de Sam Mendes, Camino a la perdición (Road to Perdition, 2002), y he descubierto uno de los usos más inteligentes y sorprendentes que jamás haya visto de un espejo: el espejo mostrándonos, con un movimiento sutil, una muerte brutal.

La escena marca el fin de la venganza de Mike Sullivan (Tom Hanks) y el clímax de Camino a la perdición. Es el final de un plano secuencia soberbio, en el que la cámara sigue a Sullivan por el pasillo de un hotel dirigiéndose a matar a Connor (Daniel Craig) mientras la música sublime de Thomas Newman (que por momentos supera en belleza y emoción a la que él mismo compuso para American Beauty) le acompaña. Por desgracia, no he encontrado la escena aislada, pero ésta corresponde a los dos primeros minutos del video que aquí cuelgo. Espero que la disfrutéis tanto como yo.


miércoles, octubre 17, 2007

La ventana indiscreta



O la exposición y realización en pantalla del voyeur que llevamos dentro. Los que acuden a las películas de Hitchcock por primera vez descubren en cada una de ellas una obra maestra o casi maestra del suspense distinta de las demás. Sorprende su filmografía por la versatilidad de sus temas y por las diferencias y peculiaridades que hacen a cada película desmarcarse del resto. En La ventana indiscreta, el suspense viene dado a través del mirón de la fachada de enfrente, aquel que descubre en cada ventana que observa a través de sus prismáticos o su cámara, un nuevo mundo que explorar, un mundo que bien puede suponer el placentero espionaje de la atractiva vecina, pero que también puede generar la sospecha de un asesinato.

L.B. Jefferies (James Stewart) es un aventurero fotógrafo y trotamundos con una pierna rota, lo que le obliga a estar postrado durante largo tiempo en una silla de ruedas. Su pasatiempo favorito es espiar a los vecinos de la fachada de enfrente, un ejercicio fascinante que tanto su novia Lisa (Grace Kelly), más preocupada por amarrar al hombre de sus sueños, como su asistenta Stella (Thelma Ritter), una mujer chapada a la antigua, no comparten.
Durante una de sus noches de espionaje, Jefferies observa que en el apartamento ocupado por el matrimonio Thorwald, el marido sale y entra repetidas veces de la casa con actitud sospechosa, mientras que no hay ni rastro de la mujer. Pronto empiezan las conjeturas de Jefferies a las que sus confidentes le responden con una incredulidad que irá tornándose en interés cuando la sospecha de que algo pasa sea más que evidente.



Nadie como Hitchcock sabía manejar el suspense, y La ventana indiscreta da fe de ello. La estrategia que sigue el director es la de convertir desde el principio al espectador en el propio Jefferies. Nosotros somos los mirones observando la vida en sus distintas facetas, en sus crisis y en sus momentos dulces, en la perversión y en la sospecha. El éxito de la empresa se debe a la perfecta dosificación del interés por cada ventana, por cada historia, y al perfecto uso del punto de vista (la cámara nunca supera la distancia que se le supone al punto de vista de Jefferies, es decir, no hay zoom en ningún momento). Hitchcock convierte una historia aparentemente simple en una narración de una riqueza extraordinaria, haciendo que el conglomerado de situaciones acompañen al eje central de la narración: la observación y sospecha de cada uno de los actos del señor Thorwald. En su dominio del ritmo cinematográfico, Hitchcock concede la mayor dosis de suspense hacia el final, dirigiendo un largo in crescendo que finaliza con el enfrentamiento entre Thorwald y Jefferies, en la también culminación del magistral ejercicio de montaje que se encuentra entre los mejores vistos en la filmografía del director. Pocas películas como La ventana indiscreta delimitan la medida y función exacta de cada plano, pocas ofrecen un movimiento de cámara tan magistral que es capaz de simbolizar el estallido definitivo del suspense en una narración: la cámara mira al interior del apartamento deThornhill, en el que Lisa ha entrado en busca de alguna pista, ha sido descubierta por Thorwald y salvada aunque detenida en última instancia por la policía; ella con las manos cruzadas por detrás de la espalda, le indica a Jefferies que tiene el anillo de la señora Thorwald, y en ese momento la cámara se alza hasta el rostro de Thorwald, justo al lado, mirando el anillo y por último dirigiendo la mirada a la ventana de enfrente.

La ventana indiscreta es la perfecta película de suspense. Su maquinaria funciona como un reloj, entretiene de principio a fin y ofrece unas actuaciones soberbias y aún mejor dirigidas por el maestro Hitchcock, quien por cierto, se deja ver en una de las ventanas escuchando a su anfitrión tocando el piano. Un clásico que ha generado no pocas referencias en el cine y hasta algún que otro remake nada disimulado (Disturbia, aún en cartelera). Una demostración empírica del poder que el cine puede llegar a tener sobre un espectador.
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Rear Window. Estados Unidos. 1954. 112'.
Director: Alfred Hitchcocck.
Guión: John Michael Hayes; basado en el relato corto de Cornell Woolrich.
Música: Franz Waxman.
Fotografía: Robert Burks.
Intérpretes: James Stewart (L.B. Jefferies), Grace Kelly (Lisa), Thelma Ritter (Stella), Raymond Burr (Lars Thorwald).
Puntuación: 10
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jueves, octubre 04, 2007

Tu cara me suena (I): David Morse

Hay actores de esos que siempre quedan a la sombra de las grandes estrellas. Sus nombres suelen aparecer en la cuarta, quinta o ulterior posición en los carteles promocionales de las películas. Son los eternos secundarios, aquellos cuya cara estamos condenados a reconocer mil y una veces sin lograr retener (casi) nunca su nombre. En muchos de esos casos, son aquellos que no sólo contribuyen a consolidar la solidez de un reparto, sino que además le hacen ganar enteros.
El porqué de esa eterna relegación sólo se puede conjeturar. Algunos de esos actores prefieren la televisión y sólo se prodigan de vez en cuando en la gran pantalla. Tal vez otros rehuyan de cualquier protagonismo o quizá nunca hayan encontrado un papel definitivo con el que medir su tamaño como actor. Quizá nadie los quisiera como protagonistas siendo un seguro como secundario... Quizá.

Y más allá de las razones, algunos de ellos son pequeños grandes actores, solventes como pocos y versátiles como nadie. Hacen de su profesión un trabajo constante y bien hecho, a sabiendas de que quizás no vaya a ser el empleado del mes aunque méritos no le faltasen.




De todos aquellos secundarios de los que hoy me acuerdo, uno de mis favoritos es David Morse. Si el nombre no te dice nada, quizá su cara te venga a la memoria cuando te diga que él fue Tritter, aquel detective emperrado en meter a House entre rejas durante seis capítulos. Y es que Morse siempre ha pertenecido más a la tele que al cine, ejerciendo durante los 80 toda su carrera como actor de series y TV-Movies, pero en cuanto debutó en el cine demostró saber escoger papeles a su medida, participando en no pocos éxitos de los 90 al lado de gigantes de Hollywood mientras labraba y acrecentaba su currículum y su reputación. Trató de fugarse de Alcatraz con Dennis Farina y David Carradine en Six against the Rock (1987) y vivió 37 horas desesperadas (Desperate Hours, 1990) con Mickey Rourke y Anthony Hopkins. En 1993 apareció con dos jovenzuelos llamados Macaulay Culkin y Elijah Wood en El buen hijo (The good soon, 1993), fue compañero de cartel de Alec Baldwin y Kim Basinger en La huida (The Getaway, 1994) y al año siguiente fue el portador del devastador virus que condenaría la humanidad en 12 monos (Terry Gilliam, 1995). Luego y durante algún tiempo se dejó ver en películas de acción: Memoria Letal (The Long Kiss Goodnight, 1996), Al cruzar el límite (Extreme Measures, 1996) y La Roca (The Rock, 1996), de la que esta vez no intentaba escapar, sino retenerla como parte de un acto terrorista. También participó en Negociador (The Negotiator, 1998) y le dio tiempo a ayudar a Jodie Foster a buscar vida extraterrestre en Contact (1997). A más de uno le sorprenderá saber que incluso formó parte del discreto debut de Antonio Banderas como director, Crazy in Alabama (1999), como el policía que intenta dar caza a una Lucille (Melanie Griffith) que se pasea por las tierras de Alabama con la cabeza de su marido.

Entonces vino los dos grandes papeles secundarios de Morse: en 1999, bajo las órdenes de Frank Darabont fue uno de los carceleros que custodiaron al gigantón John Coffey en La milla verde (The Green Mile, 1999). Aquí Morse ganó un protagonismo hasta ahora inédito, sólo supeditado al papel de Tom Hanks, y refrendado en su siguiente película, Bailar en la oscuridad (Dancer in the dark, 2000) en la que dio vida al vecino de Selma, el afable y miserable Bill Houston. A las órdenes de Lars Von Trier Morse desplegó todo su potencial y talento como actor, construyendo una actuación intensa e inolvidable.
Aunque Bailar en la oscuridad fuera la cumbre de la carrera de este actor secundario, Morse ha permanecido regularmente durante esta década entre los títulos de no pocas películas: Prueba de vida (Proof of life, 2000), Corazones en la Atlántida (Hearts in Atlantis, 2001) en la que repitió con Hopkins, o las más recientes 16 calles (16 blocks, 2006) y Disturbia (2007), en la que vuelve a ganar cuota protagonista como el vecino psicópata de Shia Labeouf.

Este es el currículum (resumido) de uno de los actores más pretendidos y menos conocidos por el gran público. Un pequeño pero merecido homenaje para acordarnos de su nombre la próxima vez que nos suene (otra vez) su cara.