viernes, febrero 29, 2008

Pozos de ambición

"Hacer el intento de clavar un alfiler en las grietas de sus filmes será siempre tanto una utopía como una mofa, pues las fisuras en Paul Thomas Anderson no llegan a ser otra cosa que irrealidades en la mente de un crítico muy amigo del pesimismo."
Salvador Raggio, Miradas de Cine



O el ego reconvertido al magisterio. Ambición cinematográfica dando forma a una obra insultantemente poderosa desde los más sólidos cimientos que un amante del celuloide pudiera desear ¿Acaso no es pretencioso imaginar una épica instaurada en el clasicismo y dotarla de estilo y fuerza tan arrolladores que la definieran en sí misma como ese improbable clásico moderno? ¿Acaso la última película de Paul Thomas Anderson no está hecha de la misma pasta que aquellas obras maestras a las que tanto les debe? Cuesta poco, viendo Pozos de ambición, acordarse de la tremebunda Avaricia de Eric Von Stroheim (1924), recordar los campos manchados de petróleo de Gigante (Giant, George Stevens, 1956) o establecer un inevitable paralelismo entre Daniel Plainview y el mismísimo Charles Foster Kane. Pero a su vez, es innegable su identidad más que marcada, el sello de un personalísimo cineasta que se recrea en un cine que busca constantemente ese encuadre que nos sobrecoja, ese secuencia que admira lo extravagante y nos hace sentir fascinados por ello, ese plano que nos cautiva y traspasa nuestra retina para asentarse entre lo imborrable de nuestra memoria cinematográfica. Su filmografía está llena de momentos así que nos llevan hasta el cautiverio, lluvia de ranas en Magnolia (1999) o siluetas besándose entre la multitud en Embriagado de amor (Punch drunk love, 2002), imágenes respaldadas por un cine que adopta el tratamiento de los personajes de Robert Altman y la perfección estética de Stanley Kubrick.



Pozos de ambición
empieza con Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis) obstinado en encontrar petróleo en una pequeña excavación. Son minutos de silencioso cine, un prólogo absolutamente intachable en el que se presenta a un personaje solitario y movido por la ambición, sometido aquí a una penosa pero necesaria empresa individual que supondrá la génesis de ese ser amoral por naturaleza, poderoso por vocación. Dicha génesis es la de una nación que empieza a descubrir el oro negro bajo su suelo, y también un recuerdo a la del cine mismo que posee una inusitada fuerza en cada una de las imágenes que se suceden. La mano manchada de Plainview quiebra los rayos del sol y Anderson no necesita una sola palabra para hacernos entender la naturaleza original del hombre que nos presenta antes de despojarlo de cualquier rastro de bondad o fe en la humanidad. Si queda algún resquicio de esto último, lo hallaremos en la escena que cierra ese prólogo, aquella en la que le vemos embelesado con su hijo entre brazos, pero también aquella en la que Plainview ha iniciado un viaje que supone el principio de la construcción de su imperio y la exponenciación de su inhumanidad. A partir de que oímos la voz de Daniel Day-Lewis (y hay que oírla en versión original para llegar a apreciar los infinitos matices de su actuación), Pozos de ambición cierra su prólogo y da paso a una monumental narración sobre el ascenso de su protagonista al poder y su posterior evolución hacia la locura.



Son dos horas y media de cine con mayúsculas en el que la cámara de Paul Thomas Anderson se mueve y reposa con maestría, ofreciendo un asombroso plano secuencia en el que la llegada de Daniel Plainview y su hijo a un pequeño poblado enfatiza la situación de una nación edificándose en torno a los pozos o contemplando un Daniel Day-Lewis que observa una inmensa llamarada de fuego saliendo de las entrañas de la tierra. Entre uno y otro hemos quedado convencidos de que el que maneja esa cámara se sabe capaz, y lo es, de hipnotizarnos y mientras tanto hacer crecer a sus personajes dotándoles de una riqueza que difícilmente encuentra parangón en el actual panorama del cine norteamericano. Daniel Plainview se agiganta de ambición y crueldad, se obstina en su aislamiento y proclama su odio al resto de la humanidad, "veo lo peor en la gente", confiesa y expresa su deseo de amasar la suficiente fortuna para vivir el resto de sus días aislado de ella. En ese entorno del que decide alejarse, tres figuras interfieren de modo distinto en el hermético universo de Plainview: su hijo H. W. (Dillon Freasier), del que se distancia a medida éste va creciendo y tomando conciencia del carácter brutal y egocéntrico de su padre; su supuesto hermano (Kevin J. O'Connor) que aparece de la nada para pedirle trabajo y convivir en un vano intento de pequeña familia; y Eli Sunday (Paul Dano), predicador local y oponente religioso de Plainview que se rodea del favor de la comunidad y dinamita el camino del magnate. Precisamente este último supone el principal contrapunto al personaje de Plainview, un personaje que incorpora algunas de las características propias del universo andersoniano, que aúna hipocresía y desmesura y los hiperboliza en misas que son excusas para esperpénticos exorcismos. Dano, hasta hace poco recordado por ser el más silencioso miembro de la familia Hoover en Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2006), deposita una fuerza arrolladora en su actuación, y lo hace hasta caminar por la cuerda floja, flirteando con la barrera del histrionismo y dejándonos con la eterna pregunta de si hay o no sobreactuación en su locura, en su rostro ido por una fe psicótica y sus gritos instalados en el delirio más absoluto. La respuesta más cierta es que, pese a su extravagancia, Sunday acaba siendo un personaje necesario no sólo para evitar un monólogo absoluto del personaje de Day-Lewis sino también para completarlo, acabarlo en una última escena extrañamente terrible en la que las almas desnudas de los dos contendientes estallan en un compendio de ira y exceso que tiene lugar en la bolera particular de Plainview. La escena que cierra Pozos de ambición descoloca y deja la sensación de debate entre el asombro y la extrañeza que otras tantas dejaron a su paso en la filmografía de Anderson. Lo fácil sería acusarla de excesiva y decir que al director se le fue la mano; lo justo, contemplarla repetidas veces y estudiar su extremo detallismo (los vasos que sirve Sunday y que van apareciendo a su izquierda en el plano) y enorme poder visual que atesora y que es rubricado con la mejor sentencia posible para acabar tamaño espectáculo: "I'm finished" (He acabado/Estoy acabado).



Daniel Day-Lewis se erige como la figura en torno a la que gira la obra de Anderson. Huelga a estas alturas decir que el irlandés está hoy un peldaño por encima del resto de su generación y generaciones tardías, lo que viene a significar que, en la actualidad, pocos intérpretes hay tan capaces de otorgar una dimensión semejante a sus personajes, grabados a fuego en la memoria con recitales en los que el actor trasciende la interpretación hacia la completa metamorfosis. No se entiende de otra manera una encarnación tan extremadamente compleja como es la de Daniel Plainview, construida desde el más mínimo ademán, erigida en cada gesto, cada mirada de ese señor que es capaz de infundir una galería de sentimientos que van desde el más puro terror (uno de los diálogos que sostiene con su hermano culmina con una carcajada que hiela la sangre a cualquiera) a la lástima (borracho y dormido en una de las calles de su bolera). Day-Lewis también roza peligrosamente el histrionismo con su memorable personaje, pero es necesario atender a cada matiz, cada segundo de su iracunda explosión final para darse cuenta de que el irlandés se sabe sobradamente capaz de burlarlo y burlarse de nosotros en nuestra sospecha. Es una portentosa interpretación, irrepetible a todas luces que pese a su apariencia de superponerse a la narración de Anderson la necesita tanto como necesita otros dos elementos imprescindibles de la misma: la mencionada cámara y la banda sonora compuesta por Johnny Greenwood, guitarrista de Radiohead. Si Jon Brion consiguió en Embriagado de amor introducirnos con su música en una mente al borde del colapso, en Pozos de ambición la música de Greenwood es capaz de entender y moldear las imágenes a través de sonidos de violines retorcidos y nerviosos instrumentos que se alejan de la partitura más clásica que a priori intuyéramos para una película de tales características. Es pieza básica para entender Pozos de ambición como una película de Paul Thomas Anderson, esto es, aún inscrita firmemente en un estilo propio e independiente pese a su envoltorio clasicista.

Desde el texto original Oil! escrito por Upton Sinclair, premio Pulitzer y productor de la incursión americana de Eisenstein (¡Que viva Mexico!, 1979), la obra que aquí se traslada a la pantalla ostenta un ineludible aura de grandeza , la extraña sensación de estar asistiendo a un regalo que devuelve la fe en el gran cine norteamericano que recientemente parece querer volver a tiempos de bonanza. Paul Thomas Anderson es la esperanza de ese cine, cabeza visible de un cine de autor que ha ofrecido al menos dos de las grandes obras de la última década llegadas desde el otro lado del charco (Magnolia y la que aquí nos ocupa) y promete, a sus 37 años, un futuro de cine mayúsculo.
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There will be blood. Estados Unidos. 2007. 158'.
Director: Paul Thomas Anderson.
Guión: Paul Thomas Anderson; adaptación libre de la novela "Petróleo" de Upton Sinclair.
Producción: Joanne Sellar, Paul Thomas Anderson y Daniel Lupi.
Montaje: Dylan Tichenor.
Música: Johnny Greenwood.
Vestuario: Mark Bridges.
Diseño de producción: Jack Fisk.
Fotografía: Robert Elswit.
Intérpretes: Daniel Day-Lewis (Daniel Plainview), Paul Dano (Paul Sunday/Eli Sunday), Kevin J. O'Connor (Henry), Ciarán Hinds (Fletcher), Dillon Freasier (H.W.), Randall Carver (Sr. Bankside), Coco Leigh (Sra. Bankside), Sydney McCallister (Mary Sunday), David Willis (Abel Sunday), Kellie Hill (Ruth Sunday).
Puntuación: 9,5
There will be links...
http://www.labutaca.net/films/59/pozosdeambicion.php (sobre la película)
http://www.miradas.net/2008/n71/actualidad/anderson/index.html (críticas de la película)
http://www.paramountvantage.com/blood (web oficial)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/modules.php?name=News&file=article&sid=1374 (sobre Daniel Day-Lewis)
http://en.wikipedia.org/wiki/Paul_Dano (sobre Paul Dano, en inglés)
http://www.sensesofcinema.com/contents/07/45/paul-thomas-anderson.html (sobre Paul Thomas Anderson, en inglés)
http://www.pasadizo.com/portada.jhtml?ext=1&cod=283 (sobre Paul Thomas Anderson)
http://www.elmundo.es/elmundo/2008/02/20/rockandblog/1203480167.html (sobre Johhnny Greenwood y su score para la película)

lunes, febrero 25, 2008

Cloverfield (Monstruoso)



Bajo la bendición del nuevo gurú de la televisión J. J. Abrams, sinónimo de Lost y sinónimo de misterio exponencialmente comercial, Cloverfield se presenta como una refrescante renovación de las coordenadas del género de la monster movie. Esto es innegable cuando echamos la vista atrás y establecemos comparaciones con sus compañeras de género de las que difiere muy notablemente, desde el protagonismo otorgado a su bestia al tratamiento que sus personajes vayan a recibir.

Pero empecemos por el principio y digamos que Cloverfield ha presentado una de las campañas de marketing más brillantes del cine reciente. Dicha campaña se articuló favoreciendo la ansiedad de curiosos y ajenos en torno a la figura del monstruo: ¿cómo era? ¿a qué motivaciones respondía? ¿se trataba de una bestia de implicaciones post-nucleares y anti-occidentales como Godzilla? ¿o algo más romántico en plan King Kong? La estrategia a seguir era la de guardar casi todas las respuestas y ofrecer un jugoso cebo: la estupenda escena en la que vemos rodar la cabeza de la Estatua de la Libertad por las calles de Manhattan. Ese inteligente punto de partida le basta a Matt Reeves para cumplir de largo las expectativas comerciales y presentar lo que realmente se esconde tras el envoltorio. Como muy acertadamente comentaba J. P. Bango en la blogosfera, no es una película de monstruos en el sentido estricto, sino más bien de pérdida y la búsqueda, o de supervivencia y amor. Dos conceptos clave convergen para darle sentido a esta afirmación: en primer lugar, la relegación del monstruo a un foco secundario, aún fuente de las catástrofes que definen su género propio, pero sólo contemplado en el modo en que estas repercuten sobre particulares dramas humanos (verdaderos protagonistas de la película); en segundo lugar, la cámara subjetiva como herramienta principal para desmarcarse de las convenciones del género.



Hace poco veíamos cómo la utilización del recurso de la cámara subjetiva daba excelentes resultados en una película de peculiarísimas características como es [Rec] (Jaume Balageró y Paco Plaza, 2007). Allí el punto de vista subjetivo se adhería perfectamente a la creciente atmósfera claustrofóbica y tensión insostenible, haciéndonos privilegiados testigos de un caos de herméticas condiciones y salidas vetadas. En Cloverfield la cámara vuelve a ser esa herramienta que, en este caso, media entre la odisea particular de un grupo de amigos y la catástrofe que el monstruo de marras genera en la Gran Manzana. Tras una estiradísima introducción que nos presenta muy por encima a los asistentes de una fiesta de entre los que saldrán los cuatro seleccionados que conformen la trama, pasamos a la irrupción de la bestia en las aceras neoyorquinas con la mencionada y celebrada decapitación de la Estatua de la Libertad. Desde ese momento, la cámara y por ende nosotros espectadores, somos introducidos en el caos y la anarquía como statu quo. Esa cámara se revela como testigo nervioso que corre entre la confusión, se esconde ante una enorme avalancha de polvo y escombros o filma asustada la repentina aparición ante su lente de un ejército abriendo fuego contra el monstruo. En su carácter testimonial, su objetivo se convierte en valioso canalizador de ansiedades y miedos en directo pero, paradójicamente, también interfiere cuando corre y se adentra en la confusión, en mostrarnos aquello de lo que estamos huyendo.



Cloverfield es una estimable propuesta, renovadora e interesante que, sin embargo, se queda a mitad de camino en sus propósitos. La cámara subjetiva demuestra agotarse y agotar al espectador en su empresa personal, que aquí se refiere a héroes anónimos y perfectamente vulnerables tratando de salvar las personas a las que aman. Y a pesar del pretendido realismo que adopta la narración a través de dicha cámara, es inevitable pensar que el drama particular que ese pequeño grupo de personajes viven chirría en unas interpretaciones que se quedan en la suficiencia pero nunca implican al espectador. En el otro extremo, esa misma cámara es la que relega las apariciones del monstruo a contadas escenas y, por tanto, establece la paradoja de una monster movie en la que el monstruo apenas sí gana entidad alguna. Esta es la principal contradicción de Cloverfield, la que la deja en un apreciable intento de redefinir las convenciones de su género que no acaba de funcionar. Quizás la redefinición no era el camino a seguir, sino la subversión que tan bien se le dio a Bong Joon-ho en The Host (2006), película que con el tiempo parece estar ganándose el título de película con monstruo de la década.

Quienes busquen en Cloverfield lo inédito, a ciencia cierta lo encontrarán. Sin ocultar su vocación netamente comercial, la propuesta presentada por Reeves bajo la tutela de Abrams es sin duda original y valiosa en sus planteamientos, aunque no todo lo efectiva que se esperara de ella en sus resultados. Cloverfield funciona como entretenimiento pasajero a la vez que queda lejos de la película en la que nos regodeamos viendo al monstruo de turno arrasar con todo aquello que se le pone por delante. Y quizás, aunque vano, sea eso lo que acabemos echando de menos en ella.
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Cloverfield. Estados Unidos. 2008. 85'.
Director: Matt Reeves.
Guión: Drew Goddard.
Producción: J. J. Abrams y Bryan Burk.
Fotografía: Michael Bonvillain.
Montaje: Kevin Stitt.
Diseño de producción: Martin Whist.
Vestuario: Ellen Mirojnick.
Intérpretes: Lizzy Caplan (Marlena), Jessica Lucas (Lily), T.J. Miller (Hud), Michael Stahl-David (Rob), Mike Vogel (Jason), Odette Yustman (Beth).
Puntuación: 6
Cloverfield en la red...
http://www.labutaca.net/films/59/monstruoso.php (sobre la película)
http://www.cloverfieldmovie.com/ (web oficial)
http://www.cloverfieldmovie.com/intl/es/ (web oficial España)
http://blogs.elpais.com/nachovigalondo/2008/02/a-propsito-de-c.html (A propósito de Cloverfield, por Nacho Vigalondo)
http://es.wikipedia.org/wiki/J._J._Abrams (sobre J. J. Abrams)

jueves, febrero 21, 2008

Sweeney Todd: el barbero diabólico de la calle Fleet



Cuando uno descubre el complejísimo espíritu de un musical de motivaciones tan góticas y oscuras como es Sweeney Todd: the demon barber of Fleet street, no es de extrañar señalar a Tim Burton como el cineasta más idóneo para tratar de hacer una adaptación que, en manos de otros, sería poco menos que una osadía. Sin embargo, el californiano ha demostrado por activa y por pasiva poseer una particular sensibilidad que conecta con mundos tan lúgubremente atípicos, complejamente morales, como el que presenta la obra original de Stephen Sondheim y Hugh Wheeler.

Desde el principio Burton nos sumerge en ese extraño mundo con una facilidad que ya no asombra sabiendo de quién viene. Los créditos son, como fueran en Charlie y la fábrica de chocolate, un artesanal comienzo en el que intensa sangre de tono y textura exagerados salpica y es derramada por una larga serie de engranajes que regalan una pista de lo que está por venir. Esta obertura es, también, un aviso al espectador de que se encuentra ante un inminente cuento de terror en el que se ha disipado todo rastro de bondad que antaño ostentaran personajes del universo Burton, tales como el Edward Bloom de Big Fish (2003) o el mismo Eduardo Manostijeras. Para entendernos, Sweeney Todd sería la antítesis de este último: un ser cargado de odio y deseos de venganza que utiliza sus afiladas armas como instrumento para degollar todo cuello que se repose en el sillón de su barbería. En ese sentido, la obra de Burton se desvela notablemente pesimista y cruel, presentando un héroe condenado a la infelicidad y cuya sangrienta búsqueda de venganza acaba consumiéndole hasta escribir su propio final. Johnny Depp ha conseguido hacer de tan trágico personaje la que es, con certeza, la más soberbia interpretación en la carrera de un actor que nos ha acostumbrado a señalarlo como uno de los más talentosos de su generación. Nunca antes Depp mostró en una caracterización tan inquietantes maneras y tan escalofriante mirada, nunca tan sobrecogedor reflejo del dolor y la ira en los oscuros ojos de un personaje que rápidamente ha ganado una poderosa entidad propia en el imaginario visual del cine reciente. A su sombra, Helena Bonham Carter es casi misóginamente relegada a su mero reflejo femenino, una desencantada y nada impresionable pastelera que formará sociedad y matrimonio con el inescrutable, insensible Sweeney Todd.

Sweeney Todd: el barbero diabólico de la calle Fleet es un cuento gótico firmado por una mano maestra que encuentra, en este material, la adecuada base para generar su obra maestra definitiva. Burton genera para ella un Londres memorablemente siniestro, urbe de lo sucio y lo lúgubre que establece un estado de ánimo rubricado por un Poe moderno. Desde el desembarque de Todd en la ciudad, una elaboradísima estética del horror contagia cada callejón, cada esquina en la que vemos corretear ratas entre la basura, mendigos moribundos y vagabundos entre la podredumbre. En una nerviosa secuencia que rubrica la introducción y revela algo de ese espíritu casi enfermizo que reside en la película de Burton, una cámara vertiginosa se introduce en esas calles al ritmo frenético del la enervante música de Sondheim. Una descarga de adrenalina y horror suficientemente efectiva para introducir al espectador en un pesadillesco submundo, deteniéndose en algunos de sus recovecos antes de llegar al destino final: la vieja barbería de la calle Fleet. Si bien el impacto de la secuencia es demoledor, es imposible dejar de destacar una sola escena en el resto del metraje que no impresione por su impecable, sobrecogedora factura visual. En el cine, pocas ciudades se guardan en la memoria como este Londres extraído del más oscuro rincón del subconsciente y construido en la pantalla por alguien que sabe exactamente cómo contarnos su cuento de terror más personal.



Y pese a presentarse como visualmente impecable y magistralmente dirigida e integrada en el universo propio de su creador, Sweeney Todd: el barbero diabólico de la calle Fleet encuentra su mayor handicap en la propia naturaleza de la obra en la que se basa. El libreto de Sondheim no se desvela como un musical fácilmente digerible, sino más bien en las coordenadas de una tragedia en operística tesitura. Esto hace que, en su traslado a la pantalla, los números musicales apenas se sucedan sin descanso y caigan, en ocasiones, en una recurrencia excesiva que podría haberse evitado (los cantos del joven Anthony a Johanna, su amada e hija de Todd, acaban por volverse repetitivos e innecesarios). Esto no es óbice para reconocer que en una dura lucha interna entre la película de Burton y la difícil obra original, el director sale más que airoso en su adaptación y logra una película de constante y deliberado carácter macabro que sus acérrimos disfrutarán en sus dos horas de duración pero que, por contra, adolece del calado y los momentos memorables que otras tantas obras en su filmografía regalaron. La historia se revela, en su tramo final, limitada, y da con sus huesos en una conclusión del todo dispersa, descuidada, en la que los personajes van y vienen hasta hallar un destino fatal sin la sorpresa que se presumía. Muy lejos de aquella sincera despedida con la que acababa Big Fish o el inevitable y triste retiro de Eduardo Manostijeras a su castillo, finales que rubricaban y agrandaban de sobremanera la valía de la obra.

Con todo, es de recibo señalar una escena que destaca y se eleva como el momento en que el espectador es llevado hasta un estado de involuntaria empatía con Sweeney Todd, una escena cumbre en la que su ira y su rabia son las nuestras: Sweeney baja a la calle navaja en mano y entona un canto violento, iracundo dirigido a los impasibles viandantes. Corta el aire, grita con voz estruendosa y reclama su venganza. La mejor carta de presentación posible para este personaje maldito que Burton ha adoptado con la honesta intención de recalar, una vez más, en nuestros miedos más profundos.
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Sweeney Todd: the demon barber of Fleet street. Estados Unidos. 2007. 116'.
Director: Tim Burton.
Guión: John Logan; basado en el musical de Stephen Sondheim y Hugh Wheeler.
Música: Stephen Sondheim.
Fotografía: Dariusz Wolski.
Montaje: Chris Lebenzon.
Diseño de producción: Dante Ferretti.
Vestuario: Colleen Atwood.
Producción: Richard D. Zanuck, Walter F. Parkes, Laurie MacDonald y John Logan.
Intérpretes: Johnny Depp (Benjamin Barker/Sweeney Todd), Helena Bonham Carter (Sra. Lovett), Alan Rickman (juez Turpin), Timothy Spall (Beadle), Sacha Baron Cohen (Pirelli), Jamie Campbell Bower (Anthony), Laura Michele Kelly (Lucy), Jayne Wisener (Johanna), Edward Sanders (Toby).
Puntuación: 7,5
Encuentra la calle Fleet...
http://www.labutaca.net/films/59/sweeneytodd.php (sobre la película)
http://www.sweeneytoddmovie.com/ (web oficial)
http://wwws.warnerbros.es/sweeneytodd/ (web oficial España)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article1809.html (sobre Tim Burton)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article1863.html (sobre Johnny Depp)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/modules.php?name=News&file=article&sid=1421 (sobre Helena Bonham-Carter)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article1317.html (sobre Alan Rickman)
http://en.wikipedia.org/wiki/Sweeney_Todd_%28musical%29 (sobre el musical original, en inglés)

viernes, febrero 15, 2008

Across the Universe



No insistiré más en el hecho de que el musical sigue reinventándose en este comienzo de siglo. Hoy le toca el turno a la atemporal música de los Beatles, trasladada a un ejemplo del género que, por vez primera, opta por hilvanar una historia a través de los números musicales que son el hilo conductor de la historia, y no los pasajes que se derivan del transcurso de la misma.

Esto, como era previsible, acaba hablando en contra de la eficacia en que finalmente resulta la película de Julie Taymor, directora de corto currículum que se embarca en una atrevida, incluso temeraria propuesta, con tan sólo dos películas a sus espaldas (Titus y Frida). Antes de entrar a fondo en los resultados, cabe aplaudir a Taymor en su intención de rendir un sentido homenaje a la música de un grupo al que cada cuál pondremos nuestro adjetivo favorito y cada cuál disfrutaremos de sobremanera en el repaso de canciones que sobrepasan el tiempo y la distancia, melodías que resuenan como himnos en nuestra cabeza o que nos emocionan con sus engañosamente sencillas letras. Eso son los Beatles y Across the Universe, la manera de entender su universalidad a través de un mundo que se mueve con sus canciones. Constatado el punto de admiración del que parto y que no pocos que lean esto compartirán, resumiré mi impresión diciendo que la película de Taymor es un musical de brillante, deslumbrante factura visual capaz de inducir al asombro en no pocos de su largo repertorio de números, pero inevitablemente fallido desde cualquier punto de vista argumental, contextual o en el trato de sus personajes.



La idea era contar la historia de un grupo de amigos de distintas procedencias y metas, sumergidos en un despertar sensorial y vital avenido con luna revolución de libertad y rebeldía en los albores de la guerra de Vietnam. La temática, irremisiblemente conectada con el musical Hair! (1979) de Milos Forman, especialmente en lo referente a su esencia pacifista, aquí se halla subordinada a la partitura y al derroche visual que Taymor orquesta en pantalla en detrimento de la profundidad que le otorga a su historia. La historia de ese grupo de amigos experimentando libertad por cada poro se hace llevadera, pero no engancha ni implica al espectador en su viaje. En lugar de esto, uno se encuentra esperando a ser deslumbrando por la indudable capacidad de Taymor, prestigiosa escenógrafa, de proponer números imposibles de arrolladora fuerza visual. Algunos consiguen, incluso, trascender en su condición política y es ahí donde el imaginario visual que acompaña a Strawberry Fields Forever se desvela como inmensamente creativo y poderoso en su denuncia social. Otras canciones no necesitan ese trasfondo para impresionar con impresionantes coreografías y escenificaciones lideradas por las carismáticas actuaciones de músicos que reverdecen sus laureles (un genuino Joe Cocker cantando aquello de Come Together) u olvidan sus recientes rendiciones a lo comercial para ser lo que un día fueron (sincera, crepuscular voz de Bono en la magnífica versión de I am the Walrus). Y es que Across the Universe se constituye no sólo desde nuestra admiración y la admiración de Taymor, sino también la de esos músicos que entienden y reconocen abiertamente todo lo que su música debe a aquellos cuatro de Liverpool.

A pesar de la estimable propuesta de musical-homenaje que Taymor ha hilado en Across the Universe, lo que queda para la memoria es la sensación de un buen puñado de pequeños grandes homenajes en los que a uno le apetece repetir una y otra vez, pero no a costa de una narración que adolece de un guión limitado, que plantea poco que decir y ofrece idéntico resultado. El prolongamiento y la recurrencia de ciertas situaciones a lo largo de la película desvela en algunos momentos incluso una innecesaria necesidad de estirar el metraje en favor de incluir todos los grandes temas que una antología de los Beatles en imágenes merecería. De hecho, el estreno de Across the Universe viene precedido de los problemas entre Taymor y los productores en la duración del montaje final, problemas que retrasaron su estreno más de un año y que se han saldado con un considerable metraje de dos horas y cuarto. Un tiempo que, pese a resultar excesivo a ojos de una historia escasa, un guión pobre en recursos y unos personajes que pasean por la pantalla sin pena ni gloria, es tremendamente valioso en el disfrute del larguísimo repertorio de canciones de los Beatles. Al fin y al cabo, si Across the Universe no ha acabado siendo ese ejemplar homenaje musical que podría haber sido, no cabe duda de que al menos será un hermoso recopilatorio en el que renovar la adoración que algunos sentimos por ellos.
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Across the Universe. Estados Unidos. 2007. 131'.
Director: Julie Taymor.
Guión: Dick Clement e Ian La Frenais; basado en un argumento de Julie Taymor, Dick Clement e Ian La Frenais.
Fotografía: Bruno Delbonnel.
Montaje: Françoise Bonnot.
Diseño de producción: Mark Friedberg.
Vestuario: Albert Wolsky.
Música: Elliot Goldenthal.
Intérpretes: Evan Rachel Wood (Lucy), Jim Sturgess (Jude), Joe Anderson (Max), Dana Fuchs (Sadie), Martin Luther McCoy (Jo-Jo), T.V. Carpio (Prudence), Bono (Dr. Robert), Eddie Izzard (Mr. Kite).
Puntuación: 6
Across the net...
http://www.labutaca.net/films/58/acrosstheuniverse.php (sobre la película)
http://www.sonypicturesreleasing.es/sites/acrosstheuniverse/ (página web España)
http://www.acrosstheuniverse.com/ (página web Estados Unidos)
http://en.wikipedia.org/wiki/Julie_Taymor (sobre Julie Taymor, en inglés)
http://www.univision.com/content/content.jhtml?cid=1294499 (artículo de prensa sobre Taymor)

jueves, febrero 07, 2008

Momentos de cine (XII): Hasta que llegó su hora

Hasta que llegó su hora (C'era una volta il West, 1968) es, como muchos grandes western, una de esas historias de hombres primitivos tratando de sobrevivir en una sociedad en construcción, un viejo mundo que da paso a las maravillas de la modernidad mientras ellos arrebatan o perdonan la vida en su solitaria búsqueda de quiméricas fortunas. Son hombres parcos en palabras, amantes del silencio y confinados a una perpétua soledad en la que se obstinan en sobrevivir aprendiendo a disparar más rápido. Hombres que pueblan esta cima del spaghetti western de Sergio Leone y componen una de las más brillantes oberturas del género: tres mercenarios toman una estación de tren y esperan la llegada de un hombre anónimo; el tren llega, nadie baja y tras unos momentos de incertidumbre la maquinaria vuelve a ponerse en marcha; es entonces cuando se oye el doloroso, agónico sonido de una armónica...




Esta es la presentación formal de uno de los personajes más imborrables del western. El hombre de la armónica no existiría sin Morricone y la sublime melodía que compone para él, pero tampoco sin un Charles Bronson que, aunque nunca fue Clint Eastwood, sus limitaciones como actor no le impidieron elevar a ese héroe sin nombre ni historia junto a excelentísimos de su estirpe como Tom Doniphon, aquel que renegaba la gloria de haber disparado a Liberty Valance. Además, su introducción en la trama es a su vez un compendio de las premisas del spaghetti: sonidos mínimos que quiebran insistentemente en el silencio y son el preludio de la acción; desafiantes primeros planos que reposan sobre las miradas de los contendientes y en los objetos de un escenario desolado; música de duelo que se deja oir como una ráfaga de viento barriendo el desierto... y explosión final de violencia en la que sólo uno puede quedar en pie.

He aquí la escena completa en inglés, donde no hace falta una sola palabra para entender la naturaleza de esos tres hombres que esperan pacientes al hombre de la armónica:
http://www.youtube.com/watch?v=jHZpO6aNLwE

domingo, febrero 03, 2008

Malick, poeta de las imágenes



Rara vez el cine ejerce de observador y admirador de la naturaleza que envuelve al hombre. Rara vez contempla en posición de parsimonioso espectador de una realidad cuya belleza queda lapidada por la tiránica imposición de la imagen frenética y el montaje desenfrenado de los tiempos que corren. Pocos son ya los que entienden el cine como una dura y prolongada forja artística que elevar a la categoría de poesía, pocos los artistas con la sensibilidad suficiente para hallar la quimérica unión entre la imagen y la belleza y capturarla para salvaguardarla en la eternidad antes de su desvanecimiento.
Terrence Malick es un contemplador. Un poeta mirado con ojos extraños, uno de esos raros casos de genios capaces de crear obras maestras para luego desaparecer durante décadas. Cuando vuelve, el mundo ha cambiado y con él la mirada que el cine deposita en este, pero el poeta es fiel a sus principios, a su arte y se sabe por encima de aquellos que reniegan su olvidado magisterio y tildan su obra de inadaptada a los nuevos tiempos. Si el cine fuera instrumento de los poetas, Malick sería el más grande de ellos, y su escasa obra, el testimonio de la belleza que en un tiempo bendeció al mundo mientras el ser humano agonizaba en él.

Nacido en Ottawa (Illinois) en 1943 y cursado Filosofía en la Universidad Harvard, Malick ejerció de periodista freelance, traductor e incluso profesor antes de firmar su ingreso en 1969 en el American Film Institute de Los Ángeles. Es allí donde las inquietudes del artista empezaron a tomar forma y a imaginar un sincero debut que entraría con todo derecho en ese pequeño y selecto club de operas primas que son incontestablemente reconocidas como obras maestras. Fue después de firmar el cortometraje Lanton Mills (1969) cuando, apenas cuatro años después de su entrada en el American Film Institute, Malick firmaba aquellas Malas Tierras (Badlands, 1973). El debut de Malick hablaba de amor primario, un amor rebelde y por encima de las convenciones entre un descarriado solitario que se erige como la violenta reencarnación de James Dean (Martin Sheen) y una adolescente pecosa, virginal e ingenua (Sissy Spacek). Ella acepta su amor furtivo, un romance que se torna fugitivo en cuanto él asesina al padre de ella e inician un viaje en búsqueda del último rincón del mundo en que vivir una pasión perseguida y condenada a acabar trágicamente. Malas Tierras dispone una suerte de Adán y Eva modernos, deudores de los mismísimos Bonnie & Clyde embarcándose en una escapada hacia el paraíso, refugio último de la naturaleza que Malick les concede como el único lugar posible para la realización de su amor. Un paraíso, no obstante, efímero por el yugo que el hombre le impuso y se impuso a sí mismo en su obcecación por destruir todo aquello que le fue regalado. La felicidad en el cine de Malick, como la presente en Malas Tierras, alcanza una pureza absoluta pero se cobra con el más alto precio en una sencilla, pero terrible y evocadora, reflexión de nuestra felicidad propia. Mientras tanto, los amantes Kit y Holly bailan junto a su casa del árbol y las imágenes fluyen como en su sueño perteneciente a las más bellas alegorías del amor prohibido.



Si Malas Tierras significaba la aparición de un cineasta de excepcional sensibilidad, Días del cielo (Days of Heaven, 1978), realizada cinco años después, se hermanaba con la anterior obra de su autor y refrendaba su magisterio en captar y componer una poesía de las imágenes. Días del cielo se sitúa en los principios de siglo, últimos coletazos de la Revolución industrial en la que tres hermanos (Richard Gere, Brooke Adams y Linda Manz) recorren los campos de Estados Unidos en busca de trabajo en las plantaciones. El terrateniente de una de ellas, un hombre bueno y compasivo al que le ha sido diagnosticada una enfermedad terminal (Sam Shepard), se enamora de la mayor de las dos hermanas (Brooke Adams) y ofrece la felicidad para los suyos a cambio de un amor que debe ser aprendido. Esta, segunda película de Malick, dispone de nuevo un amor furtivo aunque subyacido bajo la ambigua relación entre los dos hermanos mayores. Días del cielo es un cuento trágico que desborda felicidad y belleza en cada uno de sus fotogramas: humeantes trenes avanzando entre campos infinitos, cielos pintados con paleta de rojos y oscuros, lagunas resplandecientes bajo la luz del sol en las que sus personajes se bañan de alegría... la mirada queda cautivada por la fascinación e invitada a contemplar. También resuenan las dulces, ensoñadoras melodías del genio Morricone componiendo, a juicio de servidor, el más bello tema que una película haya merecido jamás. Y Malick nos habla de la felicidad imposible, los días del cielo en un cielo pasajero que se deshace con las acciones de los hombres, poseyendo y pretendiendo poseer el corazón de una mujer que no desea pertenecer a nada ni nadie.



Tras Días del cielo, Terrence Malick desapareció durante más de dos décadas. Una desgraciada y temprana interrupción de su obra propia de malditos como Rimbaud, o el retiro voluntario de un maestro que simplemente siente que ha ofrecido aquello que tenía que ofrecer. Malick había dado dos regalos al mundo que expresaban su visión del mismo y perdurarían en la cultura como el escaso y valiosísima herencia de un maestro poco prodigado. Sin embargo, a finales de los 90 el rodaje de La delgada línea roja (Thin red line, 1998) llamó la atención del entorno cultural ante la vuelta de Terrence Malick a la dirección. Ruptura respecto a sus dos obras anteriores en cuanto a género pero no en cuanto a temas, La delgada línea roja era un film bélico de carácter coral, envuelta en un aura de excepcionalidad desde su gestación que llevó a numerosos actores de renombre a pretender cualquiera de los papeles que Malick había escrito a partir de la novela de James Jones. El traslado de la batalla de Guadalcanal a la pantalla sirvió al cineasta para disponer un repertorio de hombres inmersos en la guerra, máximo exponente de la crueldad humana, y lo hizo con un carácter abiertamente antibelicista. A modo de larga y contemplativa oda, La delgada línea roja resultó un arquetípico ejemplo de relato bélico sincero, descargado de toda pretensión propagandística y netamente humano en su retrato de unos y otros. La tercera película de Malick no trataba sobre la guerra, sino de hombres sintiendo miedo en ella, recordando aquello con lo que fueron felices tiempo atrás o inmersos involuntariamente en una espiral de odio y destrucción que, paradójicamente, tiene lugar en parajes indeciblemente hermosos. Quizás sólo así pueda entenderse la terriblemente contradictoria naturaleza del hombre: capaz de amar y sentirse fascinado por lo bello, capaz de destruirlo tan rápido como lo amó.


El mismo retrato de la condición humana pertenece a El nuevo mundo (The new world, 2005), hasta la fecha última película de Terrence Malick y de indiscutibles similitudes con La delgada línea roja. Revisión de la historia de Pocahontas y la fundación de Jamestown en 1607 por parte de los colonos ingleses, El nuevo mundo contrapone la pureza de la vida salvaje a la ambición de las fuerzas invasoras y presuntamente "civilizadas", cuyas intervenciones acaban extinguiendo todo rastro de bondad e inocencia en los habitantes de las tierras vírgenes. De nuevo hay un amor furtivo, el consabido entre Pocahontas (Q'Orianka Kilcher) y el capitán inglés John Smith (Colin Farrell), y de nuevo este sólo puede ser expresado en el paraíso por definición, único contexto donde es posible el amor puro y libre. A diferencia de las anteriores obras, en El nuevo mundo se atisba cierta pretensión del autor, exceso en su búsqueda de la perfecta sucesión de planos que definan la inmaculada belleza del paraíso. Redundante y excesivamente parsimoniosa, es la más imperfecta de las películas de un autor que por primera vez, deja que la imagen se imponga y conduzca a la narración. El nuevo mundo muestra una fotografía exquisita, trabajo por el que bien merece rendirse ante Emmanuel Lubezki, pero roza el preciosismo en su empeño por recrearse en aquello que ve y no en aquello que cuenta. Esto supone una lacra para una historia por momentos descuidada en la que circulan personajes a veces desdibujados y subyugados a su estilo contemplativo. Pese a sus evidentes carencias y excesos, El nuevo mundo sigue teniendo ese extraño poder de seducción de la imagen que caracteriza al cineasta que hay tras la cámara. Su don es el de sumergirnos en lugares comunes a los sueños, hipnotizar hasta al más reacio y hacerlo creer en la posibilidad de la imagen como poesía. El cine de Malick busca embelesar al espectador, hacerle preso de una lenta fascinación que no corre acorde con los tiempos del cine contemporáneo. Fiel a su estilo, el poeta sigue observando y registrando los últimos recodos de lo natural, dejando como incalculable legado aquello que el hombre pierde y olvida desde tiempos inmemoriales: los paraísos perdidos.



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http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article2088.html (sobre Terrence Malick)
http://en.wikipedia.org/wiki/Terrence_Malick (sobre Terrence Malick, en inglés)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article3043.html (crítica de La delgada línea roja)
http://www.labutaca.net/films/33/thenewworld.htm (sobre El nuevo mundo)
http://www.trendesombras.com/num4/critica_badlands.asp (sobre Malas tierras)
http://shangrilatextosaparte.blogspot.com/2007/11/carpeta-terrence-malick-vi-una-estancia_04.html (sobre Días del cielo)