viernes, octubre 31, 2008

Transsiberian



Es una lástima que el esfuerzo de coproducción europea tan grande ejercido en el caso de Transsiberian se salde con un resultado tan fútil. No es la primera vez que una coproducción de este calado, refrendada con un elenco internacional y un nombre tras la cámara de mayor o menor prestigio, que se acaba estrellando en sus pretensiones o en la inconsistencia de la propuesta . Aquí el cartel se vende por sí sólo con Woody Harrelson, Kate Mara, Ben Kingsley o Eduardo Noriega a la cabeza, y el hombre tras la cámara, un Brad Anderson que la toma con cierto renombre tras haber dirigido El Maquinista (2004) o haber filmado su propio capítulo para la serie Masters of Horror. Desgraciadamente, las posibilidades de sacar partido de las fuentes mencionadas, aquí pretendientes de una excepcional historia de suspense enmarcada en un contexto no menos excepcional, quedan todas en papel mojado.

Transsiberian parte de una buena premisa. Nos es planteado un viaje a bordo del mítico tren transiberiano con dos puntos de partida: los confines del mundo allá en Vladivostok y la capital china, Pekín. En este viaje, una pareja de inexpertos e ingenuos americanos (Woody Harrelson y Emily Mortimer) conocerán a una pareja de no tan ingénuos trotamundos (Eduardo Noriega y Kate Mara) y se verán envueltos accidentalmente en una trama de asesinato y narcotráfico que finalmente les pondrán en las peligrosas manos de la policía rusa, acá representada por el veterano Ben Kingsley. Así, la primera hora de película ofrece una dedicación exclusiva a la presentación de las dos parejas protagonistas, respondiendo a la necesidad de crear un suspense a partir de sospechas y suposiciones del espectador resultantes de la interacción de los cuatro personajes. Cierto que estos están desigualmente configurados. La idea es definirlos en relación con un pasado más o menos borroso, más o menos oscuro con errores que hoy tratan de enmendar en proceso de redención o que ocultan con intenciones poco honorables. En esta coyuntura es el personaje de Jessie (Emily Mortimer) el mejor trazado, seguido por una taciturna e inescrutable Abby (Kate Mara) también correctamente establecida. Chirrían desde el principio un Woody Harrelson con un personaje irritantemente ingenuo hasta el final, y un Eduardo Noriega que resulta doblemente molesto cuando se interpreta a sí mismo en un contexto en el que le extraño y en el que debe representar la figura del español seductor y de poco fiar.



Las carencias de Transsiberian no tardan en dejarse ver. El problema se encuentra ya en la raíz, en un guión que parte una idea prometedora, un argumento que incluso podría remitirnos remotamente a un planteamiento propio de Agatha Christie, pero que pronto queda en evidencia por la multitud de malas decisiones, soluciones que escoge una trama que va empantanándose lentamente hasta tocar fondo. Esto es, sencillamente, que entre todos los caminos posibles de la trama que se urde en Transsiberian, Anderson siempre va a escoger el más difícil, aquel más improbable que le forzará a proponer soluciones a cada cuál más rocambolesca, a cada cuál más increíble que la anterior. La primera evidencia de estas decisiones es la de otorgar protagonismo a un personaje como el de Harrelson que resulta, bajo un análisis en frío, irrelevante y casi prescindible en la trama. Esto propicia que dicho personaje moleste, interfiera en las subtramas hasta el punto de que en un momento dado, Anderson le haga protagonizar la primera pirueta de las muchas que vendrán en el transcurso del metraje: por mero despiste, Roy (Harrelson) perderá el transiberiano en una de las paradas cual tren de cercanías que uno pierde por entretenerse en la tienda de la estación de turno; sólo que aquí implicará la consiguiente pérdida de una jornada de viaje en la que se precipitarán los acontecimientos centrales de la trama. Así, este será el primero de las muchas demostraciones que el guión dará de cómo hacer aparecer y desaparecer personajes con una conveniencia inaudita.

La trama, primeramente comedida y controlada por el realizador irá alimentándose progresivamente de actos inexplicables y, peor aún, innecesarios. Y aquí es dónde aquellos que se osan tomar el nombre de Alfred Hitchcock en vano deben advertir que Hitch, dominador incomparable de los mecanismos de un buen suspense, hubiera desechado todos ellos para elaborar una trama mucho más efectiva. Fíjense que Hitchcock prefería dejar las acciones más inverosímiles en manos de personajes improbables pero nunca dañinos para la trama como lo son las múltiples decisiones erróneas aquí tomadas. El ejemplo: Bruno Anthony (Robert Walker) en Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1954). Aquí los errores acaban convirtiéndose en un cúmulo de despropósitos que alcanza proporciones monumentales. Giros que se permiten, con el clímax como excusa, el inexplicable vaciado de un tren, la inserción de una escena auténticamente Hostel o la inaudita aparición de una suerte de batallón ruso. Para entonces Ben Kingsley ha perdido los papeles y el aplomo del gran actor que es, justo antes de que Anderson remate la jugada con una chirriante moraleja apenas disimulada: echa raíces, ten retoños y aléjate de los rusos.
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Transsiberian. España, Alemania, Reino Unido y Lituania. 2008. 111'.
Dirección: Brad Anderson.
Guión: Brad Anderson y Will Conroy.
Producción: Julio Fernández.
Música: Alfonso de Vilallonga.
Fotografía: Xavi Giménez.
Montaje: Jaume Martí.
Diseño de producción: Alain Bainée.
Vestuario: Thomas Oláh.
Intérpretes: Woody Harrelson (Roy), Emily Mortimer (Jessie), Kate Mara (Abby), Eduardo Noriega (Carlos), Thomas Kretschmann (Myassa), Ben Kingsley (Grinko), Colin Stinton (oficial de la embajada), Mac McDonald (ministro), Etienne Chicot (hombre francés).
Puntuación: 3,7
Transsiberian en la red...
http://movies.filmax.com/transsiberian/ (web oficial)Ka
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/modules.php?name=News&file=print&sid=4843 (crítica de Transsiberian)
http://opinion.labutaca.net/2008/09/26/transsiberian-brad-anderson-baja-el-liston-en-la-estepa/ (crítica de Transsiberian)
http://en.wikipedia.org/wiki/Ben_Kingsley (sobre Ben Kingsley, en inglés)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article2541.html (sobre Woody Harrelson)
http://en.wikipedia.org/wiki/Kate_Mara (sobre Kate Mara, en inglés)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article2168.html (sobre Eduardo Noriega)

martes, octubre 28, 2008

Tu cara me suena (V): Margaret Dumont



Groucho la bautizó como "el quinto hermano Marx". Fue una pieza indispensable para hacer que el humor de los hermanos alcanzara sus cotas más altas en algunas de sus películas más emblemáticas. Margaret Dumont actuó en 7 de las 13 películas que los hermanos hicieron juntos (13 si exceptuamos aquella bizarra reunión de viejas glorias que fue La Historia de la Humanidad [The Story of Mankind, Irwin Allen, 1957]). Su papel se repetía bajo los nombres de Mrs. Potter, Mrs. Rittenhouse, Mrs. Gloria Teasdal, Mrs. Claypool, Emily Upjohn, Mrs. Suzanna Dukesbury o Martha Phelps: la viuda aristócrata, no muy agraciada pero poseedora de una apetitosa fortuna; la dama que recibirá tantos halagos como desplantes de los hilarantes personajes de un Groucho. Desde el debut de los Marx en Los Cuatro Cocos (The Cocoanuts, Robert Florey y Joseph Santley, 1929), la Dumont ya se unía a la tríada cómica más célebre de la historia del cine y lo hizo como un perfecto secundario sobre el que se articulaban no pocas bromas de los hermanos en general y de Groucho en particular. Si la química entre Groucho Marx y Margaret Dumont fue tan eficaz en sus siete colaboraciones fue, paradójicamente, por la incomprensión tanto de la Dumont como de los personajes de la Dumont del humor frenético y alocado de los Marx, ese microcirco del absurdo que tantas veces y con tal increíble facilidad brotaba ante sus ojos. Groucho confirmó esta incomprensión al afirmar en una ocasión que rara vez Dumont entendía las bromas de los hermanos en los rodajes. Y la maravillosa paradoja viene dada por que esto, en lugar de alejarla del universo bufonesco de los Marx, la hacían más inherente al mismo, pues sus cortas miradas entre la incredulidad y el extrañamiento hacia Groucho tras cualquiera de sus insultos disfrazados, absurdidades geniales y demás sólo ella podía ejecutarlas para elevar la carcajada un punto más de lo imaginable. La impagable risa ante la perplejidad ante el absurdo.

La carrera de Dumont se saldó con cerca de medio centenar de películas y algunos episodios para la televisión. Entre sus incursiones más destacadas, compartió reparto con dos pares de genios de la comedia como fueron Laurel y Hardy (The Dancing Masters, Malcolm St. Clair, 1943) y Abbott y Costello (Little Giant, William A. Seiter, 1946). La Dumont ejerció el grueso de su carrera en la década de los 30 y la primera mitad de los 40, para desembocar en la televisión de los 50 y desaparecer paulatinamente en los 60. Su despedida cinematográfica llegó, por todo lo alto, con What a Way to Go! (J. Lee Thompson, 1964) haciendo de madre de Shirley MacLaine y compartiendo cartel con Paul Newman, Dean Martin, Robert Mitchum, Gene Kelly o Dick Van Dyke. Y pese a lo grandioso de su despedida, seguramente ella habría preferido decir adiós con un último chiste de Groucho. De todo lo que la comedia le debe a los inefables hermanos Marx, una parte inextricable le es debida a ella.


sábado, octubre 25, 2008

Death Race



Iba a empezar diciendo que Death Race es el remake infructuoso de Death Race 2000, película mitiquísima apadrinada por Roger Corman en los 70 y antonomasia de la película de culto donde las haya. Pero no. Decir que Death Race es una revisión de aquella es una falta a la verdad desde el momento en que nada tienen en común ambas películas más allá de los nombres de dos personajes y algún que otro punto a añadir de poca o nula importancia.

Para aquellos que no conozcan el precedente, Death Race 2000 era una producción de bajo presupuesto y mucha desfachatez que dirigió Paul Bartel en 1975. Partía de la nada un proyecto del todo inconcebible, con el alarde de tirar por la borda cualquier convención moral, cualquier destello de planteamiento ético para idear una carrera de la muerte en un futuro en el que la sociedad americana saluda como héroes a corredores que deben acumular puntos atropellando a la población civil o deshaciéndose los unos de los otros. Con este brochazo bastará para suponer que un remake fidedigno de aquella Death Race 2000 habría puesto hoy el grito en el cielo de la DGT (10 puntos por atropellar una mujer, 40 por un hombre, 70 por niños de menos de 12 años y 100 por ancianos de más de 75) y de manifiesto que, una vez más, Hollywood se empeña en realizar remakes de películas que no lo necesitan. Pero es que también está el sentido del humor. Un humor insano, bestia y sin tapujos en una película que nunca se tomó en serio a sí misma y que no pretendía más que ser una celebración por todo lo alto del cutrerío en forma de espectáculo circense para (futuribles) masas protagonizada por a cada cuál más grotesco personaje que conducían uno de los catálogos de coches más inefables de la historia del cine. Una irrepetible galería de automóviles transformados que uno antes situaría en cualquier caravana de carrozas temáticas en fiestas de pueblo que en una futurista carrera a vida o muerte. En definitiva, el compendio daba como resultado lo más parecido que el celuloide a dado a los Autos Locos (Wacky Races) invadiendo la pantalla con malos modales y alevosía.



Nada hay de esto en la Death Race de Paul W. S. Anderson. No hay sentido del humor, sino la mera voluntad de continuar la cadena de montaje de productos extremadamente comerciales de target preferiblemente adolescente, preferiblemente descerebrado. Anécdotico y triste es, pues, que el nombre de Roger Corman aparezca remotamente asociado a la producción de esta película tan rápida como su consumo, cuyo objetivo no es más que empacar el mayor número de carreras realizadas en el mayor número de planos para una vez más, llevarnos hasta un espectáculo agotador y repetitivo hasta la saciedad. Si Death Race 2000 era hija de la exploitation, de la serie B más excelsa, Death Race lo es de la era del videoclip (la aparición de las despampanantes copilotos en viciado slow motion a ritmo de sucedáneo de Destiny's Child) y los videojuegos (las armas que son activadas al pasar el coche por encima del correspondiente botón), debiéndole más a la serie Need for Speed que a cualquier referente cinematográfico. Si aquella disfrutaba de una excelente planificación de planos de persecución que la hacía honrosa coetánea de Vanishing Point (Richard C. Sarafian, 1971) o Gone in 60 seconds (H.B. Halicki, 1975), esta prefiere la técnica Bruckheimer y vomitar planos casi imperceptibles al ojo humano mientras se proclama orgullosa continuadora de la funesta saga de A todo gas (The Fast and the Furious). En definitiva, todo se ha perdido en un burdo producto de acción que asquea por su corrección moral (las carreras se realizan en una prisión de alta seguridad, alejada de la sociedad civilizada a la que se remite en alguna ocasión), que hastía por sus tópicos a mansalva y desespera por una previsibilidad absoluta.

Nada ni nadie salva el desaguisado absoluto que nunca debió haber visto la luz. Jason Statham es un héroe de acción plano (quizás sólo John Carpenter o Guy Ritchie sean capaces de imprimer algún matiz a sus personajes) y Joan Allen es una parodia irrisoria de la mujer implacable que tan bien sabía ejecutar en la saga Bourne. Al final, todo queda resumido en la sentencia que el personaje de Ian McShane espeta en un momento dado: "Es cuestión de audiencias. Chicas bonitas, coches rápidos".
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Death Race. Estados Unidos. 2008. 105'.
Dirección: Paul W.S. Anderson.
Guión: Paul W.S. Anderson y J.F. Lawton.
Producción: Jeremy Bolt, Paul W.S. Anderson y Paula Wagner.
Música: Paul Haslinger.
Fotografía: Scott Kevan.
Montaje: Niven Howie.
Diseño de producción: Paul Austerberry.
Vestuario: Gregory Mah.
Intérpretes: Jason Statham (Jensen Ames), Joan Allen (Hennessey), Tyrese Gibson (Machine Gun Joe), Ian McShane (Coach), Natalie Martinez (Case), Jacob Vargas (Gunner), Fred Koehler (Lists), Robert LaSardo (Grimm), Justin Mader (Travis Colt), Max Ryan (Slovo Pachenko), Jason Clarke (Ulrich).
Puntuación: 2
Death Race en la red...
http://www.deathracemovie.net/ (web oficial)
http://www.universalpictures.es/sites/deathrace/ (web oficial España)
http://www.labutaca.net/films/61/death-race.php (sobre la película)
http://www.horrorphile.net/death-race-2000/ (sobre Death Race 2000, en inglés)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article3623.html (sobre Jason Statham)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article2152.html (sobre Joan Allen)

miércoles, octubre 22, 2008

La leyenda del último hombre sobre la Tierra



¡ATENCIÓN: SPOILERS!

La novela que Richard Matheson escribiera en 1954 con el título de Soy Leyenda tardó poco en convertirse en una de las grandes novelas de ciencia-ficción del siglo XX y un auténtico referente cultural que se ha visto invocado en no pocas ocasiones. El cine, como industria cultural por excelencia que más rápidamente saca partido y más rápido explota dichas fuentes ha flirteado no pocas veces con la obra de Matheson, así como Matheson ha flirteado no pocas veces con el cine. El norteamericano fue partícipe de múltiples guiones, incluyendo la primera de las adaptaciones de su Soy Leyenda y sus varias colaboraciones con Roger Corman, para quien escribió algunas de sus adaptaciones sobre relatos de Poe. Por si fuera poco, Matheson escribió un par de capítulos para La hora de Alfred Hitchcock y escribió, sobre su propio relato, el sonoro y notable debut de Steven Spielberg El diablo sobre ruedas (Duel, 1971). Pero argumentablemente, el logro cinematográfico más notable que partió de una novela de Matheson y que contó además con su plena implicación, fue la magnánima El increíble hombre menguante (The incredible shrinking man, 1957), en la cuál el escritor fue acreditado como guionista único de la obra de Jack Arnold (la colaboración de Richard Alan Simmons nunca apareció en los créditos). En definitiva, el de Matheson fue un currículum impresionante como pocos que rápidamente le señala no sólo como escritor capital del relato de ciencia-ficción, sino como hombre de cine.

A día de hoy, Soy Leyenda ha sido adaptada tres veces al cine, una cuarta como producto directamente destinado a alimentar estanterías de videoclub (bajo el título I Am Omega [Griff Furst, 2007]) y en un cortometraje español de homónimo título dirigido en 1967 por Mario Gómez Martín. La repercusión alcanzada por la novela de Matheson es por tanto indudable, más indiscutible que en ningún otro trabajo de su carrera salvo quizás el caso del hombre menguante, también poderoso modelo a seguir y fuente de numerosísimos influjos en la cinematografía posterior del género. Soy Leyenda, sin embargo, ha sido adaptada en más ocasiones y quizás la razón sea que se trata de uno de los relatos más fascinantes y aterradores que ha ideado el hombre. Como si alguien en 1954 hubiera decidido dejar libre y poner de manifiesto uno de los temores más arraigados en la conciencia humana: la soledad. Pero no la soledad entendida como el abandono transitorio, como problema de solución más o menos remota pero posible, sino la más absoluta y terrible de las soledades. La soledad sin remedio.



¿Y cuál de esas tres adaptaciones mayores se revela como representante más válido, más próximo a la novela de Matheson? Acá los juicios podrán señalar y apuntar con argumentos múltiples a veces ajustados a las preferencias particulares, a veces ajustados a la fidelidad para con la novela, a las tres distintas versiones. Personalmente, El último hombre sobre la Tierra (The Last Man on Earth, Sidney Salkow y Ubaldo Ragona, 1964) es, para el que aquí escribe, tanto aquella que presenta un número mayor de analogías respecto al texto original (ya partíamos de cierta garantía que ofrecía encontrar a Matheson, bajo el seudónimo de Logan Swanson, entre el equipo de guionistas), como la que aporta las mejores variables respecto al mismo cuando las exigencias cinematográficas lo requerían. También y, por encima de todo, es aquella que mejor entiende e incorpora al personaje de Robert Neville. Pese a ser la única que opta por cambiarle el apellido al protagonista del relato (por Robert Morgan), El último hombre sobre la Tierra presenta a un Vincent Price ejecutando perfectamente al Neville que se erigía como la leyenda referida en la obra literaria: Robert Neville (o Morgan) no es leyenda meramente por ser el último hombre sobre la Tierra, sino por ser un implacable cazador de vampiros que dedica sus días de solitaria existencia en la ciudad de Nueva York a recorrerla en busca de consumados o futuribles enemigos resultantes de la pandemia que ha diezmado la humanidad. Neville es un ser atormentado, sí. Pero también es un ser brutal, movido por el instinto primario de supervivencia que se le exige al último de su especie. La inclemencia forma ya parte de esa rutina diaria que se ha convertido en su tarea y su entretenimiento, pese a que ello le obligue incluso a ejecutar a viejos conocidos en el camino. Sin remordimientos. Sin concesiones.
"HABÍA SALIDO a cazar a Cortman. La caza de Cortman era ahora un entretenimiento, una de sus escasas diversiones. En los días en que no importaba dejar el barrio, y no había trabajo urgente en la casa, Neville buscaba. Buscaba debajo de los coches, los matorrales, en las chimeneas, los armarios, bajo las camas, en las refrigeradoras. En cualquier lugar donde un hombre pudiera esconderse"
Así pues se respeta en El último hombre sobre la Tierra una de las premisas básicas de las que partía Matheson: la de erigir a Neville como el ser fuerte y a los "no vivos" como meros zombis-vampiros débiles en su unidad, pero incontenibles en su mayoría. La fuerza del personaje de Neville se deriva, por supuesto, de una desagradable inercia de tres años de caza y exterminio de los mismos, pero también de su vida anterior a la catástrofe. Cuando en el transcurso del largo flashback de la película vemos como Neville / Morgan asiste impotente a la quema del cadáver de su hija entre tantos miles en la gigantesca y tremebunda hoguera en la que se incineran los cuerpos para evitar la expansión mayor de la epidemia, sabemos que él no tendrá mayor deferencia con ninguna de sus presas. Será también ese flashback el que defina su relación familiar anterior, con una mujer y una hija a las que tratará por todos los medios de salvar guiado por una ceguera empírica en sus investigaciones, pero también revelador de un rasgo claramente definitorio de la personalidad de Neville / Morgan: una actitud pragmática y una capacidad extraordinaria de encajar el cúmulo de desgracias que le viene encima y el nuevo papel que debe afrontar ante una humanidad extinguida. Así se remite, en un momento dado, a la familia de Neville en la novela de Matheson:
"Comprendió de pronto que se había transformado otra vez en un solterón empedernido y malhumorado. No pensaba ya en su mujer, en su hija, su vida pasada. Bastaba el presente. Y temía que le pidieran, de nuevo, responsabilidades y sacrificios. Temía entregarse de nuevo. Temía amar de nuevo"
Es esta concepción del personaje la primera y más grande de las divergencias entre la primera versión cinematográfica y sus sucesoras El último hombre vivo (The Omega Man, Boris Sagal 1971) y Soy Leyenda (I Am Legend, Francis Lawrence, 2007). En El último hombre vivo Charlton Heston se nos revelaba como un Robert Neville distante. Un Neville ejecutor, sí, pero más inscrito en el papel de un héroe de acción que en el del exterminador movido por la supervivencia. Aquel Neville no parecía estar entre ningún pasado ni futuro, sino limitado a los enfrentamientos con sus aquí pintorescos enemigos. Poco que ver con tormentos, nada que ver con cualquier tipo de planteamiento moral que contradecía la compleja estructura psicológica del Robert Morgan de El último hombre sobre la Tierra. En cuanto al Robert Neville de Soy Leyenda (Will Smith), el problema de partida es la total inversión del personaje original. Como casi todo en la versión de Francis Lawrence, el personaje es un reflejo nada fiel de aquel que ideara Matheson. En Soy Leyenda la víctima es un Neville interpretado por Smith y hundido psicológicamente (incluso se añade un conato de suicidio), y los vampiros son bestias de fuerza sobrehumana e irritantes humanoides hijos de la era digital que chirrían, como otras tantas cosas, en los fundamentos originales del libro de Richard Matheson. El problema no es tanto la adecuación al personaje de un Will Smith que encuentra dificultades para copar con algunos de los pasajes más dramáticos (y ninguna para aquellos varios que son meros insertos de acción que no hallan ninguna correspondencia en el original) sino por una mala revisión del personaje que lo hace, por desgracia, infinitamente menos interesante.



Las otras grandes divergencias vienen de parte de las distintas variantes de la trama que se proponen en las tres películas. El último hombre sobre la Tierra vuelve a cumplir a rajatabla la mayoría de lo estipulado por la novela, incluido el papel fundamental que corresponde a la aparición de Ruth Collins (Franca Bettoia) como espía representante de un grupo de infectados que han conseguido hallar un remedio temporal, una vacuna que les permite la humanidad durante un corto periodo de tiempo, pero nada definitivo. En la interacción con Neville, este descubre por fin un remedio resultante de la inyección en Ruth de su propia sangre inmune a la bacteria. Cuando comprueban que este realmente funciona, Ruth se confiesa espía de susodicha sección de infectados que, anuncia, vienen de camino a matarle sin atender a razones ni a la buena nueva. Pesan más los cadáveres que Neville / Morgan dejó atrás que aquellos que podrá evitar en un futuro. En la novela de Matheson Neville no encuentra ningún remedio a la vacuna. El texto ofrece un final desesperanzador, pues Neville es capturado y ejecutado no sin antes pronunciar las últimas palabras que ratificarán el sentido último de la obra: "Soy leyenda". Sin embargo, la solución (no lo olvidemos, supervisada por el propio Matheson) que ofrece El último hombre en la Tierra aporta un final no sólo válido, sino una excelente variación que acaba rubricando la película con una excelente paradoja, pues Neville, perseguido por un ejército de esa "raza" naciente, perece en el altar de una iglesia frente a un crucifijo que no ejerce ningún efecto sobre sus atacantes. Neville le dice a Ruth que "ellos le tenían miedo", y la terrible paradoja del asesinato del salvador o restaurador del nuevo orden por aquellos que serán salvados y que le consideran un asesino, se carga de un simbolismo religioso que ratifica este uno de los rasgos presentes en la obra de Matheson.
En El último hombre vivo el personaje de Ruth Collins es sustituido por los de Lisa (Rosalind Cash) y Richie (Eric Laneuville), la primera en función de introducir un romance explícito e interracial y el segundo como inocente cebo de una subtrama irrisoria. Son personajes tangentes pero nunca decisivos, destinados a colaborar en la lucha de Neville contra sus enemigos para luego acabar víctimas de los mismos. Si algo se puede decir de El último hombre vivo es que es hija de su tiempo, punto de encuentro de numerosas tendencias sociales y cinematográficas fluyendo en una época post-Woodstock e incorporándose a un filme que se presenta como un mero divertimento que hoy no se sostendría ante una revisión seria. Caben aquí incluso planos made in San Francisco deudores de Bullit (Peter Yates, 1968) y derivadas, o una música que en ocasiones parece haber sido compuesta por el mismísimo Isaac Hayes para la ocasión. No caben ni vampiros ni zombis ni humanoide alguno, pero sí una suerte de secta de fantoches de lo más divertida con cantidades ingentes de polvos de talco. Un ingrediente más que añade cierto regustillo encantador a serie B que, sin embargo, poco tiene que ver con la fuente original más allá de su planteamiento inicial.
Algo parecido sucede con los personajes de Anna (Alice Braga) y Ethan (Charlie Tahan) en Soy Leyenda. Meros accesorios, especialmente el niño como figura infantil de nula función en los devenires de la trama. Sólo la necesidad de un mensajero que entregue el antídoto encontrado por Neville en su sangre (y a través de una solución simplona que tanto podría haberse dado en el minuto 1 como en el 90) justifica la aparición de sendos personajes. El problema de los mismos se revela como una parte del general: la excesiva rendición de la película de Lawrence al espectáculo forzado, las concesiones, los estereotipos... los males endémicos de tantas y tantas producciones subyugadas a las exigencias comerciales. Y esta, pese a algunos buenos apuntes (la mayor presencia del perro en la trama no va en detrimento de la misma y concede, en su final, un conseguido momento dramático), sin duda alguna se rinde a tales exigencias.



Un ejercicio de comparación como el aquí expuesto pone de manifiesto las dificultades y contradicciones que se presentan en la adaptación cinematográfica. Soy leyenda es una novela sin duda complicada en su traslado a la pantalla, pero no es su narrativa proclive a las reinterpretaciones y reinvenciones que, sin embargo sí se han dado fruto de cada tiempo y circunstancias. Es lo que sucede con las leyendas: reinventadas y recontadas en tonos e impostaciones cada vez distintas, otorgando matices ricos a cada narración o sustrayendo gloriosos momentos de las mismas. Pero para suerte nuestra, la leyenda de Robert Neville seguirá intacta al paso del tiempo mientras la suma de todas sus revisiones sigue rindiéndole pleitesía. Así sea.

lunes, octubre 20, 2008

Roma, ciudad abierta...


Abierta a usos varios, interpretaciones, a su caracterización como personaje, a su empleo emblemático, como enclave perfecto para reconstruir la historia o como arena en la que se suceden grandes batallas y duelos a muerte. Que me perdonen si alguien pensó que esto iba de Rossellini. La pequeña broma del título viene a cuento de una doble sesión que, ya adelanto, no pretendía criterio ninguno. De hecho, podría calificarse de accidente el aunar en una doble sesión El Furor del Dragón (Way of the Dragon, Bruce Lee, 1972) y Roma (Federico Fellini, 1972) y que uno acabe reflexionando sobre los nexos posible entre las mismas: el contexto en que se sitúan y la coincidencia del año de su realización. La reflexión puede no dejar de presentarse como obvia, pero tampoco puede dejar de ser sorprendente como un mismo espacio geográfico, mismo contexto y tomado a consideración en un mismo tiempo, puede llegar a adoptar papeles tan distintos en los tan distintos filmes mentados. La comparación realmente vale la pena y permite analizar, tras sendos visionados, un sinfín de mecanismos, funcionalidades y empleos del espacio (cualitativa y cuantitativamente decantados en la Roma de Fellini) que tanto pueden realzar la belleza eterna de una ciudad que según Fellini muere y renace a lo largo de la historia como convertirla en inmejorable contexto para un experimento sociológico o un descenso a los infiernos.

En El Furor del Dragón, única película dirigida por Bruce Lee, Roma es un lugar extraño al héroe que acude a la llamada de socorro de unos familiares cuyo restaurante oriental en la capital italiana peligra por culpa de las extorsiones de la mafia. Tan simple es el argumento como el empleo que Lee realiza de Roma. La Ciudad Eterna era un emplazamiento ajeno en su filmografía y, por tanto, un elemento novedoso a incorporar que debía ser explotado al máximo. Así, el aprovechamiento de las imágenes de Roma es emblemático, postalero incluso, que reivindica la belleza de la ciudad pese a que ésta le resulte indiferente al personaje de Lee, Tang Lung. Es también, tal como nos recuerda uno de los secundarios, la casa ajena donde ellos son los extranjeros y, por tanto, un contexto que favorece el brote de nostalgias por Hong Kong y sentimientos de alienación por parte, sobre todo, de Lung. Finalmente, el Coliseo como sinécdoque más probable de Roma, como primer emblema de la misma es también el escenario final para el duelo que supone el clímax final, una lucha a muerte entre los dos gladiadores que han superado una criba de entre otros muchos aspirantes a la gloria última: Tang Lung y el mayor oponente posible para el mismo, el americano Colt (Chuck Norris, en una expresión máxima de la inexpresividad). El enclave cumple a rajatabla la lógica imperante en las películas de Lee, la del in crescendo, la del espectáculo al que le pedimos el más difícil todavía y nos lo sigue dando hasta alcanzar su clímax final, sea en una sala de espejos en Operación Dragón (Enter the Dragon, Robert Clouse, 1973) o sea en los pasillos del Coliseo acá. Y por cierto que en esos pasillos, en ese duelo a muerte se da más de un plano sospechoso de spaghetti-western... ¿Descabellado? Quizás. Pero párense un momento a plantearse el milagro que esto supondría: recursos genuinamente italianos y tradicionalmente contextualizados en el oeste americano y fronterizo, devueltos en 1972 al corazón de Italia por el mismísimo Bruce Lee y de la mano de una producción hongkonesa. Vale la pena creer en milagros así.


El Coliseo, según Bruce Lee

En la Roma de Fellini, la ciudad adquiere otro tiempo y otra dimensión. Mejor dicho, adquiere tiempos y dimensiones, pasado y presente, mitos y realidades pueriles que sin quererlo ni beberlo acaban componiendo un análisis sociológico de calado a tener en cuenta. La dejadez con la que Fellini mostró a un conato de personaje principal que apenas aparece cuando sí le hace falta delegar su voz en él, el completo desinterés del director por conectar coherentemente las escenas narradas o imaginadas de la vida romana, o incluso la irrisoria intervención de un narrador que aparece espontáneamente y sin razón alguna para luego desaparecer, no expresan otra cosa que su intención es la de hacer Roma el gran personaje que acaba significando la película. Un monumento fílmico en el que el tiempo del mismo se halla constantemente transgredido y el pasado y el presente se funden ilusoriamente, bien sea a través de un documental o un aparatoso viaje a través de un metro en construcción (reconstrucción impresionante realizada en la Cinecittà de Roma) en cuya una de sus paradas los arqueólogos derriban un muro para encontrar una sala de frescos milenarios. El descubrimiento es magnífico, pero pronto se desvanece (como tantas ilusiones fellinianas) por culpa del aire que entra en la sala y los deshace, poniendo en evidencia un conflicto de consecuencia fatal en esa fusión entre el pasado y presente que Fellini ha pretendido. Y es que a Fellini le reprochan unos estudiantes (dentro de plano) que por qué no atiende en su retrato a aspectos sociológicos, y la respuesta llega un par de escenas después, en un teatrillo de mala muerte donde las patéticas variedades se suceden en el escenario mientras el verdadero espectáculo, el de la vida romana, se da en el patio de butacas. Espectadores insultando y riéndose de tamaño ridículo, otros reprobándoles su comportamiento a estos últimos, traviesos adolescentes lanzando objetos a la voluminosa cabeza de un iracundo y mastodóntico tipo, un niño meando en el pasillo excusado por su madre como un mero acto infantil... Fellini ha reiterado su particular experimento sociológico, pues ya lo había presentado en términos similares en la cena en la terraza de la trattoria. Pero hay más: está la primero asfixiante, después vívida visita al prostíbulo romano, lugar en el que bien cabe un cielo y un mercado de la carne; está la broma del pase de diapositivas de monumentos representativos de Roma en una escuela, en la cuál sorpresivamente aparece la figura de una mujer desnuda para jolgorio de los niños, desesperación de los curas y Fellini relamiéndose ante la consumación de la broma, una de las únicas excepciones posibles en las que el cineasta se permitiría el uso de estas postales. Y para terminar, volvamos al Coliseo. La escena viene precedida por una de las más angustiosas y a la vez geniales del italiano: en una especie de intento de metarodaje, lo que vemos en escena es un equipo de rodaje siguiendo las instrucciones de Fellini en su filmación de la autopista, colapsada a su entrada a Roma. El fenómeno metalingüístico, aunque falso, es brutal desde que estamos viendo una escena en la que vemos cómo se graba... ¡la escena en la que estamos viendo! Algo así como el equivalente al acto de la filmación mismo mostrado un espejo, figura que poco tarda en aparecer como un objeto extraño, desubicado, siendo transportado por un vehículo en medio del atasco. Llegamos a un ya deseado final del trayecto y este es el Coliseo y la imagen no podría ser menos idílica, pues el milenario monumento aparece asediado por el monstruoso atasco bajo la lluvia. Se ha convertido en el destino final de un descenso a los infiernos de los que también disfruta Roma, y que Fellini, pese a su amor por la ciudad, no se reprime a retratar como parte inextricable para llegar a entender su personaje escogido para la ocasión.


El Coliseo, según Fellini

viernes, octubre 17, 2008

Serpico



Uno de los episodios más tristes que la ciudad de Nueva York registrara en las últimas décadas es aquel que corresponde a la desmedida corrupción que se daba en su policía a principios de los 70. Ridley Scott revisó con eficacia este oscuro pasaje en American Gangster (2007), y el mismo contexto sirvió a Sidney Lumet para elaborar esta Serpico, a la postre una de sus más destacadas obras en una extensa filmografía que aún hoy sigue ofreciendo obras notables, caso de la reciente Antes de que el diablo sepa que has muerto (Before the Devil Knows You're Dead, 2007). Lumet decidió hacer de su primera colaboración con un Al Pacino lanzado al estrellato por Coppola con El Padrino (The Godfather, 1972), el retrato de una de las figuras más interesantes de su tiempo: el oficial Frank Serpico. Serpico se convirtió en un policía tremendamente impopular tanto por su dejado aspecto (pelo largo, barba y pendiente, elementos que utilizaba para poder infiltrarse con mayor eficacia en los bajos fondos neoyorquinos) como por su empecinada negativa a aceptar los sobres que circulaban en los distintos departamentos de la policía, por entonces a la orden del día. La particular cruzada que este oficial iniciara en 1971 con escasos aliados en pos de una limpieza de la policía, le grangeó numerosos enemigos en todo departamento al que fuera trasladado, mientras se convertía en una figura ejemplar de cara a la opinión pública. La fama que adquirió el personaje hizo que la biografía publicada en 1973 por Peter Maas vendiera más de tres millones de copias y precipitara la adaptación cinematográfica a manos de Lumet.

25 años de carrera ya alababan la experiencia de Sidney Lumet, quien decidió recoger en su personal biopic el espacio comprendido entre el nombramiento de Serpico como policía del cuerpo y su retiro del cuerpo tras declarar ante la Comisión Knapp en diciembre de 1971. Lejos de cualquier intención de espectacularizar los pasajes más intensos de la historia registrada por Maas, Lumet decidió realizar una profunda exploración del personaje, centrada en su evolución y reacción a las crecientes presiones que irán transformando a un Serpico que primeramente se nos revela como un tipo naíf, totalmente ajeno a cualquier sospecha de un cuerpo de policía lacrado por la corrupción. Serpico no es un idealista o un rebelde, sino un agente que, tal como insiste en repetidas ocasiones, sólo quiere que le dejen hacer su trabajo al margen de sobres. Es cuando su negativa a mantenerse al margen se torna en su contra cuando realmente Serpico se ve obligado a rebelarse ante las constantes amenazas tanto verbales como físicas que sufre a su paso. Es la obstinación de su entorno en repudiarlo y forzarlo a actuar en la ilegalidad lo que desgasta psicológicamente a un personaje bienintencionado que nada quiere saber de luchas o causas nobles, pero que inevitablemente se acaba convirtiendo en el símbolo y centro de las mismas. Al Pacino fue el perfecto aliado para Lumet, un actor que se había encontrado con una fama del todo inesperada y que debía confirmar sus dotes tras la mayúscula sorpresa que había supuesto el personaje de Michael Corleone. Pacino no falló y supo sumirse en el personaje, incorporando en distintos momentos los sentimientos de incomprensión, aislamiento, cansancio y furia. Los matices de su actuación se dejan pues, ver en una actuación de un peso enorme desde el mismo momento en que es centro absoluto del filme, presencia casi permanente en todos y cada uno de los planos de la película.



El director norteamericano siempre creció como cineasta a la sombra de otros grandes, como en un segundo plano en el que nunca dejó de trabajar para acabar dando con actitud casi desapercibida clásicos de la talla de 12 hombres sin piedad (12 angry men, 1957), la cuál ya anunciaba su magnífico hacer alrededor del microuniverso que suponía los juicios y su entorno, respecto al cuál Lumet ha sentado magisterio en su carrera. En Serpico, el proceso judicial queda reducido a una pequeña parte, centrando la atención primero en el empeño de Serpico por cumplir con su deber al márgen del viciado entorno en el que debe cumplirlo, para después sumirlo en una multitud de contactos, insistentes llamadas y acciones reiteradas desde dentro y fuera de su labor como policía para conseguir algo que Lumet nos hace creer cada vez menos utópico: la limpieza y transparencia de la ley en su ejercer. Y lo hace con un pulso envidiable, exento de clímax alguno pero no de un interés latente en cada escena, cada plano. Denota Serpico que Lumet es un cineasta nunca mainstream pero sí consolidado, capaz de imprimirle a su nada convencional policiaco un ritmo envolvente, de lograr una hipnosis de la que buena parte de culpa tiene un Al Pacino magnífico. Y confirma su conclusión lo que ya sospechábamos: que no se trata de una historia de grandes triunfadores, sino de pequeños triunfos necesarios para la victoria en la guerra. Sólo así podría inscribirse Serpico en el seno del cine de Lumet, rehuyendo de convenientes licencias y siendo fidedigno a la realidad de un personaje que merece un obligado conocimiento del público, y un justo hueco entre los más carismáticos de cuantos ha dado el cine.

miércoles, octubre 15, 2008

XXIX Mostra de Valencia



Arranca un año más la Mostra de Valencia y lo hace con doce títulos en competición que pone de manifiesto un buen tapiz de ejemplos de cinematografías mediterráneas, de países de nos llega poco o ningún cine (Túnez o Egipto) y que ofrecen algunas propuestas de indudable interés. Más allá de su sección oficial, la Mostra ofrece un abanico de secciones cuyas excusas pueden parecer más o menos justificadas, más o menos afortunadas (El ciclo de Federico Fellini, sin ir más lejos, se propone como mera repetición). Pese a todos los peros, uno puede establecerse una agenda de películas envidiable, una semana de proyecciones en el ABC Park a disfrutar que puede pasar por disfrutar a Fellini y algunas de sus obras más importantes (se echa de menos en la selección títulos capitales como Otto e Mezzo [1963] y se echa de menos algún coloquio o mesa redonda en el que apoyar el ciclo, pero esa ya es otra historia), caso de Amarcord, La dolce vita o Roma. También uno puede darse el gustazo de ver al gran James Stewart en cuatro de sus más importantes películas (Anatomía de un asesinato, La ventana indiscreta, Winchester 73 y Vértigo), de revisar algunas obras de Tavernier o del mismísimo David Lean, complementando así el ciclo propuesto por la Filmoteca Valenciana (se cumplen cien años del nacimiento del británico). Incluso si uno se arma de valor, mucha cafeína y amor al cine documental, puede lanzarse al reto de visionar Shoah, el monumental documental de nueve horas y media que Claude Lanzmann realizó a propósito del exterminio judío en los campos de concentración nazi. La proyección estará dividida en varias sesiones entre el jueves y el domingo y rematada con una prometedora mesa redonda con Carlos Campa, Antonio Lastra y Vicente Sánchez Biosca. Propuestas no faltan, aunque quizás sí tiempo. Por cierto, el Festival viene rubricado con la visita de una gran estrella como es Isabelle Huppert (al módico precio de 30.000 euros) y las también interesantes visitas de Jorge Sanz, Manuel Guitérrez Aragón y Terele Pávez. Como en aquella película del mismo Tavernier, Hoy empieza a todo. A disfrutar de lo que se pueda... Más información aquí.

domingo, octubre 12, 2008

Quemar después de leer



Incluso cuando los Coen realizan aquello que llaman una "comedia menor", contrapunto distendido de su severa y trascendente No es país para viejos (No Country for Old Men, 2007) , no deja de tratarse de una magnífica noticia. Los hermanos han demostrado por activa y pasiva que se desenvuelven como pez en el agua en una comedia cuyo cariz es el humor negro remarcado por unos personajes siempre peculiares, acá claramente con una sola vocación: enfatizar la profunda estupidez humana a partir de cada uno de ellos, poco importa si esta se da en un descerebrado monitor de gimnasio (Brad Pitt) o en un refinado e iracundo ex analista de la CIA (John Malkovich).

Quemar después de leer podría resumirse como un complejo chiste que los hermanos construyen a partir de los más improbables personajes, todos ellos estúpidos conductuales o emocionales, metidos en una no menos improbable trama de Guerra Fría en nuestros días. Cierto que el chiste, pese a complejo, no se basa sino en la nada misma que los Coen nunca ocultan (se insiste desde el principio de la película en que las memorias de Cox no tienen relevancia alguna) y, por tanto, no ha lugar a la sensación de hallarnos ante una broma de mal gusto. El divertimento consiste, precisamente, en comprobar como esa galería de personajes juegan (y ciertamente, se lo pasan en grande) a ser espías, chantajistas, extorsionadores o infieles cónyuges a partir de un motivo argumental carente de trascendencia alguna. El juego termina, cómo no, con una ruleta rusa que otorgará a cada uno de sus personajes suertes distintas, menester en el que necesariamente intervendrá el humor más negro de los Coen. Mientrastanto, Joel y Ethan habrán demostrado que, llegados a este punto de su carrera, hoy se revelan más irreverentes que nunca para con hipotéticos márgenes férreos de los géneros, pues resulta casi imposible demarcar Quemar después de leer en unos límites estables de un género determinado. Tanto puede definirse como una comedia de enredo (monumental, por cierto) como una película de espías, como una comedia de situación o un noir ambientado entre gimnasios y dependencias de la CIA. Las fronteras quedaron diluídas hace ya tiempo y su inconformismo, la constante violación de premisas genéricas en tanto que la incorporación revisada de las mismas a su cine hacen de ellos hoy unos autores tan inclasificables como aquellos que sorprendieran en 1984 con Sangre Fácil (Simple Blood).



Decía Howard Hawks que le gustaba cualquier película en la que se pudiera adivinar quién diablos la había hecho, y Quemar después de leer se inscribe en un único género posible: el coeniano. A veces más afortunado en sus manifestaciones, otras veces menos, pero indudablemente único. Constituye un universo tan soberbiamente definido que su autoría fluye sin esfuerzo alguno por las imágenes de cada película: desde los rasgos estilísticos que mucho tienen que ver con el uso de su cámara hasta su envidiable capacidad para dotar a cada personaje de unos rasgos que, independientemente de la severidad de la situación, les hacen deudores del esperpento. En Quemar después de leer existe el toque Coen, más perfeccionado que nunca aunque con menores logros que en sus más excelsas comedias (véase Arizona Baby [Raising Arizona, 1987] o El Gran Lebowski [The Big Lebowski. 1998]. Y lo hace al servicio de una historia menos rica, seguramente, pero cuya gracia reside en el inmenso entresijo que se forma al servicio de unos personajes rocambolescos y paradigma de la tontuna en todas sus formas. Que esto se convierta en un gran chiste de la estupidez humana queda refrendado en dos hilarantes conversaciones entre J. K. Simmons y David Rasche, jefe y subordinado en la CIA respectivamente, que recapitulan atónitos el curso de los acontecimientos en sendas conversaciones, la segunda ejerciendo de un cierre que reniega acertadamente de cualquier pretensión de clímax para la historia aquí contada. Qué hemos aprendido, se pregunta Simmons, y se contesta a sí mismo que a no repetirlo, supone. Pero acto seguido llega la siguiente pregunta: ¿y qué diablos es lo que hemos hecho? Y la pregunta confirma la ausencia de cualquier pretensión de los Coen más allá de ejercer una travesura más, la intención llevada a buen puerto de contar un relato movido por las causas y consecuencias que son fruto del absurdo y de la idiotez de un puñado de personajes que interactúan.



Brillan en el elenco grandes nombres y habituales (o ambos, caso de Clooney), que definen sus personajes con mayor o mejor fortuna, pero siempre acordes a lo que se nos cuenta. Aquí se trata de ejercer la caricatura para inscribirse en ese toque Coen, algo que Clooney ya demostró hacer efectivamente en O Brother! (O Brother, Where Art Thou?, 2000) y Crueldad Intolerable (Intolerable Cruelty, 2003) y que sigue desempeñando aquí con soltura para regocijo del espectador. Lo mismo sucede con McDormand, otra habitual aquí interpretando encantadoramente a un personaje desencantado. Malkovich por su parte y en su debut con los Coen, se muestra hilarante como el irritable ex analista de la CIA y un actor que se ajusta como un guante a las preferencias de los autores. No ocurre así con Swinton, desempeñando el posiblemente menos coeniano de los personajes o Brad Pitt, aquí un idiota absoluto que más parece un objeto de burla que un intérprete idóneo para inscribirse en el particular repertorio de pintorescos personajes al que los hermanos nos acostumbran en cada película. Quemar después de leer los pone a todos al servicio de las travesuras de los firmantes, quienes a su vez nos disponen un enredo sin más pretensiones que el mero divertimento a costa de los anteriormente citados, pero que secretamente sabremos erigido con las experimentadas herramientas de dos de los mayores artesanos del cine actual.
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Burn After Reading. Estados Unidos. 2008. 96'.
Dirección y guión: Joel Coen y Ethan Coen.
Producción: Joel Coen y Ethan Coen.
Música: Carter Burwell.
Fotografía: Emmanuel Lubezki.
Montaje: Roderick Jaynes.
Diseño de producción: Jess Gonchor.
Vestuario: Mary Zophres.
Interpretación: George Clooney (Harry Pfarrer), Frances McDormand (Linda Litzke), John Malkovich (Osborne Cox), Tilda Swinton (Katie Cox), Richard Jenkins (Ted), Brad Pitt (Chad Feldheimer), Elizabeth Marvel (Sandy Pfarrer), J.K. Simmons (jefe CIA).
Interpretación: George Clooney (Harry Pfarrer), Frances McDormand (Linda Litzke), John Malkovich (Osborne Cox), Tilda Swinton (Katie Cox), Richard Jenkins (Ted), Brad Pitt (Chad Feldheimer), Elizabeth Marvel (Sandy Pfarrer), J.K. Simmons (jefe CIA).
Puntuación: 7
Quemar después de leer en la red...
http://www.filminfocus.com/focusfeatures/film/burn_after_reading (web oficial)
http://www.quemardespuesdeleer.es/ (web oficial España)
http://www.labutaca.net/films/61/burn-after-reading.php (sobre la película)
http://cinelandia.blogspot.com/2006/11/coentneos.html (repaso a su filmografía en Cinelandia)
http://www.elcultural.es/Historico_articulo.asp?c=24063 (crítica de la película)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article1924.html (sobre los hermanos Coen)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/modules.php?name=News&file=article&sid=1407 (sobre George Clooney)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/modules.php?name=News&file=article&sid=1342 (sobre Brad Pitt)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/modules.php?name=News&file=article&sid=1404 (sobre Frances McDormand)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/modules.php?name=News&file=article&sid=1458 (sobre John Malkovich)
http://es.wikipedia.org/wiki/Tilda_Swinton (sobre Tilda Swinton)

viernes, octubre 10, 2008

Sitges, New York, Tokyo!



La parte por el todo a la que remite la sinécdoque con la que Charlie Kaufman ha bautizado su ópera prima Synecdoche, New York, es también la sensación que uno desearía cuando acude a su primer Festival de Sitges y lo hace asistiendo sólo a una pequeña, diminuta parte de los múltiples actos, proyecciones y presentaciones a las que le hubiera gustado acudir. Una doble sesión matinal compuesta del debut de Kaufman y de Tokyo!, la capital japonesa retratada en tres fábulas de parte de Michel Gondry, Léos Carax y Bong Joon-ho es, desde luego es un doble motivo que vale por cuatro horas de radiante felicidad en el Auditori Melià. Pero uno no puede evitar derramar una lagrimilla cuando sabe que el día después de su partida Sitges se está proclamando capital mundial de los zombies, después de que el mismísimo George A. Romero ofreciera su (¿inmortal?) noche de los muertos vivientes en el mismo grandioso auditorio o que a estas horas una horda de zombies ya haya invadido las encantadoras y apacibles calles de la población catalana de Sitges. Yo podría haber sido uno de ellos. Snif.

Synechdoche, New York podría haber entrado en el selecto club de óperas primas que inmediatamente se instalan en el magisterio. En una de esas lapidarias citas de críticos cinematográficos que tan bien adornan los tráileres, Synecdoche, New York era proclamada como por una de ellas como a miracle movie, y ciertamente la película de Charlie Kaufman tiene mucho de milagro: es uno de las más insólitas intentonas del cine por alcanzar el paradigma de la película infinita. Casi nada. Kaufman merece todo el respeto y unas cuantas alabanzas sólo por haber intentado la historia de un autor de teatro impecablemente encarnado por Phillp Seymour Hoffman que, ante la posible cercanía de su muerte y la inminente desintegración de su pequeña familia decide realizar una última aportación a la humanidad. Esa aportación empieza por una gigantesca nave industrial abandonada y una sola certeza: que Caden Cotard (Hoffman) no tiene ni idea de por dónde empezar. A medida que la vida de Caden se llena de miserias y se curte en las maliciosas jugarretas del destino, su obra se perfila como una repetición de las mismas que va adoptando dimensiones cada vez enormes. Pronto la magnánima obra de Caden, aún sin título, se va progresivamente convirtiendo en una proyección de sus sentimientos por todas las personas que ocuparon y ocupan su vida, la desesperación ante el abandono de su mujer (Catherine Keener) y la pérdida de la inocencia de su hija Olive (Sadie Goldstein), el amor desaprovechado de Hazel (Samantha Morton) o el no correspondido de una de sus actrices, su intento de suicidio o sus actos más inconfesables. Por supuesto, dado el momento las fronteras entre la vida y la obra de Caden se diluirán por completo y la gigantesca nave industrial se llenará de dobles, de imitaciones de las vidas de la vida, de sinécdoques que se multiplican de forma imperceptible y que no construyen lentamente otra cosa que el gran teatro del mundo. La máxima de Kaufman, el sentido de su obra, nunca proclamado por ninguno de los personajes de Synechdoche, New York, es que la vida de cada diminuto ser de este planeta, pese a estar llena de dolor y sufrimiento es en sí una expresión de arte. De hecho, es la mayor expresión de arte en el universo. Y así, Kaufman intenta la obra imposible por excelencia, una obra infinita que, lamentablemente, se duele de una redundancia de situaciones que alargan en exceso su sinécdoque, que postergan excesivamente un final maravillosamente exento de clímax, pero que ya se intuía mucho antes de que se diera. Synechdoche, New York es una película irregular, que oscila entre milagrosas escenas impregnadas de la sensibilidad única de Kaufman y otras que no son sino agotadoras repeticiones que delatan una falta de mesura y que impiden a su obra ser todo lo que pudo ser.



Tokyo! no ofrece lo mejor de ninguno de los tres autores que la firman, pero sin duda sí ofrece tres valiosos retazos de los mismos que toman como trasfondo la ciudad japonesa y que la definen mágicamente. Michel Gondry niega la inutilidad, la reducción del ser en una metrópolis infinita como es Tokio; Léos Carax construye un irreverente relato de insano humor que se centra en un personaje llamado Mierda que no es sino el aglutinamiento de los demonios resultantes de una sociedad que apenas sí puede enfrentarse a la aplastante lógica de su grotesco enemigo; y Bong Joon-ho elabora una interesante historia de amor que parte de la incomunicación que presenta como inherente a la misma sociedad japonesa y, por extensión, a la sociedad contemporánea. Los tres segmentos son parejos en su calidad, si bien dejan que desear los mejores momentos de cine que han ofrecido aquellos que se encuentran tras la cámara. También lo son en su sorprendente capacidad de integrar sus relatos de tintes fantásticos en el escenario de las realidades demoledoras que supone una ciudad como Tokio, y ahí reside el mérito mayor de la obra en su conjunto: en que su carácter fantástico no impide definir de manera personalísima e incluso bella la ciudad japonesa, a años luz de clichés o postales que nadie esperaba de los firmantes.


miércoles, octubre 08, 2008

Lecciones de cine (V): Lang y los estratos del público


"Desde luego, hay películas que atraen más a un tipo de público, otras menos. Naturalmente –permítame que utilice una expresión estúpida– una película intelectual atraerá más a un público intelectual. Pero por no ponerle un ejemplo ajeno a mi experiencia personal, volvamos a M. Si hay algo que sean los estratos inferiores de un público –y no lo hay, pero supongamos que sí–, para ellos M no es más que una película de policías y ladrones. Para un estrato un poco superior es lo siguiente: ¿qué hace el departamento de homicidios para coger a alguien? Para otro –y esta es la razón por la que hice la película– es: ¿qué peligros corren los niños en la sociedad actual? ¿Qué se hace por el delincuente sexual, si es que lo es, si no es un enfermo? Y para el estrato superior, si quiere llamarlo así, es un debate a favor o en contra de la pena de muerte. Así, en este caso, afortunadamente– no es algo que pase a menudo (yo no soy un hombre muy humilde, pero aquí estoy) –, tenemos una película que gusta a todos los estratos. Pero si es posible hay que intentar llegar a todos los estratos. El problema de lo que llaman “la industria” es que no sólo hay que convencer al público. A mí me encanta el público, pero antes de poder convencerles, tengo que convencer a los intermediarios, que no tienen ni idea de nada"


Extracto de la entrevista a Fritz Lang realizada por Peter Bogdanovich y recogida en el libro El director es la estrella (T&B Editores, 2007)
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M, el vampiro de Düsseldorf se proyectará en el Museu Valencià de la Il·lustració i la Modernitat (MuVIM) el próximo 31 de octubre a las 17:30h como cierre al ciclo de proyecciones y conferencias El Cuerpo de la Multitud: Figuraciones de las masas en el cine de entreguerras.

domingo, octubre 05, 2008

Vicky Cristina Barcelona



En Vicky Cristina Barcelona apenas sí quedan los escombros del cine de Allen. Es la constatación definitiva de una tendencia que venía dándose en su etapa europea y que caminaba peligrosamente hacia la ligereza y la abnegación de todo lo postulado en su magnífica filmografía anterior. Uno alcanza los créditos de Vicky Cristina Barcelona con dolor, lamentándose que el genial director haya al fin realizado, en su última película, todo aquello que nunca hubiera realizado en sus mejores obras. Podremos disfrazar esta aseveración y seguir siendo incondicionales del cineasta convenciéndonos que la suya es una película fresca, cuando la única variación que encontraremos es el cambio de contexto de lo allí contado; podremos decir que se trata de una exploración de las relaciones humanas a través de un ménage à trois, obviando que el trío formado por Bardem-Cruz-Johanson no es sino la excusa argumental, una débil teoría sobre el nexo sexual y afectivo entre tres personas que no sirve más que para peinar el asunto (que, por cierto, ha sido una constante ineludible en prácticamente la totalidad de su filmografía); incluso podremos hablar de Vicky Cristina Barcelona como de una celebración de la vida entre personas que beben buen vino, escuchan embelesadora música nacida de guitarra española en jardines de ensueño y aman y discuten con mezcolanza seudo intelectual sobre la cultura y el arte en cenas a la luz de las velas. Y mientras, nuestra memoria intentará achantar el recuerdo de Las invasiones bárbaras (Les invasions barbares, Denys Arcand, 2003), auténtica celebración y declaración de amor a la vida y el arte ante la cuál la película de Allen queda en dolorosa evidencia.

Así pues se desvanecieron los rasgos puramente allenianos que han definido algunas de las mejores películas que ha dado el cine de parte del maestro neoyorquino. Partiendo del mismo título, uno no puede sino apenarse de descubrir una Barcelona de postal, mecánica sucesión de panorámicas y planos de monumentos exasperantemente representativos de la ciudad. Barcelona queda ante los ojos de Woody Allen como un destino turístico de innegable belleza, pero que nada tiene que ver en los devaneos amorosos ni estado de ánimo de Vicky, Cristina o cualquier otro personaje que deambula por la película ¿Acaso es necesario recordar Manhattan como un personaje más que enmarcaba las relaciones humanas de Alvy Singer o Harry Black? La ciudad de Allen enfatizaba sentimientos soledad, de desengaño, amores encontrados en pequeñas librerías de barrio, discusiones culturales en la cola de un cine de reestreno... Si aún no se han encontrado con el alma de la ciudad, recuerden si no cuántas veces se empeñó Allen en incluir en sus encuadres la Estatua de la Libertad o el Empire State Building para recordarnos que nos hallábamos en su ciudad.



Y es en ese marco estéril en el que Woody Allen dispondrá unos personajes que se situan entre los menos interesantes de su filmografía. Bardem no tiene demasiados problemas en ejecutar a un sobrio seductor, un artista en cuyos brazos Rebecca Hall y Scarlett Johanson (Hall le gana la partida a Johanson pese al peso menor de su papel) previsiblemente caerán con mayor o menor reticencia. El factor sorpresa, pues, se reduce a la aparición de una Penélope Cruz arrebatadora, una mujer pasional hasta la locura que redefinirá la relación entre Juan Antonio (Bardem) y Cristina (Johanson) y que acabará reviviendo las historias de amor y odio que configuraron su relación matrimonial con el pintor. En resumen, un tejido de escarceos y aventuras y desventuras amorosas que no deberían pretender aportar nada nuevo a un cine que se manejaba a sus anchas en estos menesteres, y que sin embargo y de alguna manera ha perdido no sólo los temas preferidos que delimitaban el universo de sus personajes, a saber las obsesiones por la muerte, el psicoanálisis, el sexo o el cretinismo ambulante en torno al arte, sino que también ha quedado tristemente despojado del humor sardónico y brillante que antaño lo definió. Baste recordar el endiabladamente divertido inicio de Desmontando a Harry (Deconstructing Harry, 1997), aquel en el que la ex esposa de Harry Black le persiguiera con asesinas intenciones tras haber desvelado en su último libro íntimos secretos de alcoba. En la conclusión de Vicky Cristina Barcelona, se repite la escena cuando María Elena irrumpe en casa de Juan Antonio para matarlo en un arrebato de celos. Una repetición del todo baldía, salvo para revelar aquello que se perdió en el camino entre una y otra escena.

Así, las tormentosas relaciones presentadas en Vicky Cristina Barcelona dan con un final tan amargo como el sabor que le queda a un espectador que añora los tiempos mejores de un realizador de capa caída. Ni siquiera el entregado amor de Allen por el jazz que puntuaba mágicamente cada uno de los momentos de películas tan notables como Acordes y desacuerdos (Sweet and Lowdown, 1999), encuentra aquí sustituto de altura cuando el director prefiere repetir hasta la extenuación el tema Barcelona de Giulia y los Tellarini o remarcar su fascinación por la guitarra española repitiendo de igual manera la sublime Entre dos aguas de Paco de Lucía. La banda sonora, como todo lo demás en Vicky Cristina Barcelona, reduce hasta el mínimo las mejores cualidades del cine de un Woody Allen que firma en los créditos, pero no está tras la cámara. Al menos no el que conocíamos. Quizás la tragicómica situación de un cineasta quedándose ciego en Un final made in Hollywood (Hollywood ending, 2002) se esté cumpliendo en forma de una penosa metáfora. Ojalá su próxima película no haga de esta sentencia sino una mera necedad.
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Vicky Cristina Barcelona. Estados Unidos y España. 2008. 96'.
Director: Woody Allen
Guión: Woody Allen.
Producción: Letty Aronson, Stephen Tenenbaum y Gareth Wiley.
Fotografía: Javier Aguirresarobe.
Montaje: Alisa Lepselter.
Diseño de producción: Alain Bainée.
Vestuario: Sonia Grande.
Intérpretes: Javier Bardem (Juan Antonio), Patricia Clarkson (Judy Nash), Penélope Cruz (María Elena), Kevin Dunn (Mark Nash), Rebecca Hall (Vicky), Scarlett Johansson (Cristina), Chris Messina (Doug), Zak Orth, Carrie Preston, Pablo Schreiber.
Puntuación: 4,5
Vicky Cristina Barcelona en la red...
http://www.vickycristina-movie.com/ (web oficial)
http://www.vickycristinabarcelonalapelicula.es/ (web oficial España)
http://elrinconalvysinger.blogspot.com/2008/09/vergenza-ca-barcelona.html (crítica de la película)
http://www.miradas.net/2008/n78/criticas/vickycristinabarcelona1.html (crítica de la película en Miradas)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article1615.html (sobre Woody Allen)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/modules.php?name=News&file=article&sid=1437 (sobre Javier Bardem)
http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article1544.html (sobre Penélope Cruz)

jueves, octubre 02, 2008

Fitzcarraldo



Dios tiene el rostro de Fitzcarraldo y la voz de Enrico Caruso. Al menos esa es la impresión que uno tiene cuando contempla el Molly·Aida subir la cuesta de una montaña con los esfuerzos faraónicos de una tribu de jíbaros que se entrega hasta la muerte a lo que ellos creen una misión divina. Mientras tanto, Fitzcarraldo observa su hazaña desde lo alto de su barco y alcanza el éxtasis cuando Caruso llega a la apoteosis de su voz. Semejante espectáculo no puede entenderse sino la contemplación del hombre jugando a ser Dios y violando los límites de las deidades en los lugares últimos de la tierra, en el corazón del Amazonas y las tinieblas. Es Fitzcarraldo, obviamente, hermana de Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972). Una hermana más condescendiente con el destino de su personaje, pero de unas pretensiones no mayores, sino gigantescas: cine llevado al límite de la naturaleza del hombre y su sitio en la tierra, cine capaz de tirar abajo montañas y crear una de las visiones más imposibles que el celuloide ha dado. Fitzcarraldo, como Aguirre, significa las intenciones suicidas de un director y un actor que en su relación de odio y respeto mutuo construyeron dos de las películas más oscuras, terribles y rotundas de la historia.

Cierto es que el personaje de Fitzcarraldo no es un igual de Aguirre. El conquistador es un loco violento, iracundo que desempeñará su misión suicida hasta que la vida se lo lleve en ello. Brian Sweeney Fitzgerald 'Fitzcarraldo', sin embargo, es un soñador. Un hombre que ama la ópera por encima de cualquier otra cosa en el mundo, y que vive y se alimenta de sueños imposibles. Fracaso tras fracaso, Fitzcarraldo se empeñará en un intento más de pasar a la historia, a saber fábricas de hielo en medio de la selva o ferrocarriles que no van a ninguna parte. Pero su sueño máximo se deriva, cómo no, de su amor incondicional hacia la voz de Caruso: construir una ópera en medio del Amazonas y que sea el legendario tenor el que la inaugure. Y sí, todos aquellos que le rodean salvo quizás su bienamada Molly (Claudia Cardinale), único ser capaz de entenderle y amarle, se burlarán de sus intenciones quijotescas, una vez más. Y una vez más, las burlas colisionarán con un empecinamiento acorazado instalado en la locura y en la insolencia. En un momento dado de esas intentonas de la humillación de Fitzcarraldo, la rebelión del personaje le sitúa por primera vez en la película por encima del resto de la despreciable humanidad que le rodea, y el rostro ido de locura de Klaus Kinski le espeta a sus adversarios tremebundas palabras: "Señores, la realidad de su mundo no es más que la mala caricatura de una gran ópera". No es el único ejemplo de insolencia de deidad que encontramos en él; en otro pasaje de la película, uno de los miembros de su tripulación le explica cómo los jíbaros llevan tres centurias vagando por la selva a la espera de que un dios blanco aparezca con su embarcación (el traje blanco en el que Kinski se halla embutido durante toda la película se convierte, por tanto, en una de las señas de identidad más poderosas del personaje). Fitzcarraldo responde, sin asomo de detenimiento ni compasión, que entonces sacarán partido del mito.



Es imposible entender por completo Fitzcarraldo sin comprender que aquello era, una vez más, un violento choque de los egos titánicos de Werner Herzog y Klaus Kinski cuyos resultados podrían ser tan imprevisibles como la locura o la muerte misma. Hoy sería inconcebible que en cualquier rodaje, por desproporcionado que fuera, se puedieran dar desastres semejantes a los que se dieron en el de Fitzcarraldo: desde los destrozos monumentales causados por la propia naturaleza en forma de avalanchas de barro, entre otros, hasta enfermedades epidémicas, ataques de locura y muertes. El rodaje de Fitzcarraldo fue, por lo tanto, un desafío de excesos que tuvo fatales consecuencias y que fue retratado por Les Blank en el documental Burden of dreams (1982). Es también una muestra de hasta qué punto el cine puede superar a la propia realidad desde el momento en que somos conscientes de que ese barco que vemos trepar la montaña es la culminación exitosa de una de las empresas más descabelladas en las que se ha embarcado el séptimo arte; en otras palabras, Herzog hizo que el barco realmente trepara la montaña. Y así, la mera imagen de la lenta escalada del Molly·Aida se revela como una epifanía resultante del poder del cinematógrafo, bella e increíble, con un aura de unicidad de la que al espectador hipnotizado le cuesta reponerse.

Fitzcarraldo es una obra de un tremendismo indecible. Equiparablemente enfermiza a Aguirre, es sin embargo menos furiosa y sus conclusiones dan con una concesión a la felicidad de su personaje que nunca habría tenido lugar en aquella. En la derrota que el hombre debe aceptar como precio por su desmesurado ego, por su reto insolente al mismo Dios, Fitzcarraldo aún encuentra una pequeña victoria en una representación a bordo de una ópera que prolonga ese estado alucinatorio que parece invadir la magnánima obra de Herzog y que necesita perpetuarse hasta los créditos de forma que este nunca abandone recodo alguno de la misma. El director alemán siempre señaló Fitzcarraldo como su mejor obra, afirmación discutible e pero indiscutiblemente significativa, pues esta fue sin ningún género de dudas su proyecto más grandioso, pretencioso e insensato. El magistral resultado es la última palabra de una demente genialidad que lo mismo significó detrás y delante de la cámara: el triunfo de un loco soñador llamado Herzog, llamado Fitzcarraldo...