domingo, febrero 28, 2010

The lovely bones

The lovely bones no encuentra justificación en su abultado metraje, henchido a golpe de narrativa redundante y hasta agotadora. Este está recorrido por una dicotomía en la que ambas partes difícilmente llegan a conciliarse con naturalidad: está esa suerte de limbo célico en el que la niña asesinada, Susie Salmon, habita y en el que se vuelca una imaginería siempre desbordante, siempre desmesurada que más bien podría entenderse como un brainstorming visual de órdago, pero sin depuración y con sobredosis de simbolismos; y también está esa realidad del roto entorno familiar de la misma, desmembramiento emocional que Peter Jackson escribe con suma ligereza, sin visos de profundizar en el dolor, sin capacidad para imprimir, en unos padres desdibujados, la angustiosa imposibilidad de pasar página tras la tragedia.

En la imagen: Fotograma de The lovely bones © 2009 DreamWorks Pictures, Film4 y Wingnut Films. Distribuida en España por Paramount Pictures Spain. Todos los derechos reservados

Rectificaciones (I): El Nuevo Mundo

1.
A propósito de Trobades amb gent del Cinema. Tras el primer e infructuoso intento, el acto se celebra, sí o sí, este viernes 5 a las 18.00h en el Aula Magna del edificio de La Nau. Allí estaremos la gente del Cinefórum L'Atalante, pasando la velada con Agustín Díaz Yanes. Y allí están, de nuevo, todos invitados.

Actualización
Por motivos médicos, Díaz Yanes ha cancelado su asistencia. Eso sí, hemos puesto en marcha un plan de emergencia suicida y, finalmente, hemos logrado lo imposible: conseguir que Javier Rebollo (Lo que sé de Lola, La mujer sin piano) le sustituya en la sesión. Así que ya saben, mañana charla con Rebollo a la misma hora y en el mismo sitio.

Última actualización
Debido a un mal de ojo a una supina y cósmica mala suerte, Javier Rebollo nos ha comunicado, hace unas horas, que finalmente no podrá venir. Se suspende, pues, el primer (y último, me temo) acto de Trobades amb gent del cinema.

2.
A propósito de Terrence Malick y El Nuevo Mundo. Hace ya algún tiempo, publicaba en esta bitácora acerca del director y bajo el título Malick, poeta de las imágenes. Ya hablaba entonces de los grandes temas de su filmografía: la búsqueda e imposibilidad del paraíso, de la reconstrucción edénica, el retorno a la inocencia primigenia escenificada en la relación del hombre con el paisaje. También, cómo no, de su caligrafía contemplativa y de un manejo del timing en el que se reafirma película tras película, como una deceleración intencionada de su cine que habla en contra de la imposición de la premura de los tiempos devenidos. La presentación de Malas Tierras en el marco del ciclo Viajes itinerantes de amor, pasión y violencia era la ocasión para profundizar más y mejor en la filmografía del director. Y la revisión de El Nuevo Mundo, la excusa perfecta para replantearme lo antes dicho acerca de la misma, inaugurando así una sección de dudosa continuidad para rectificaciones de argumentos y discursos varios volcados (o vomitados) en este blog. Que los hay que los requieren, y a puñados. Al texto me remito: 

A diferencia de las anteriores obras, en El Nuevo Mundo se atisba cierta pretensión del autor, exceso en su búsqueda de la perfecta sucesión de planos que definan la inmaculada belleza del paraíso. Redundante y excesivamente parsimoniosa, es la más imperfecta de las películas de un autor que por primera vez, deja que la imagen se imponga y conduzca a la narración.
La inclusión de El Nuevo Mundo en la lista elaborada en el último número de Cahiers du Cinéma España de lo mejor de la década (puesto sexto, para más señas), habla, al igual que otras muchas cintas mentadas, de la preocupación de sus críticos por la forma, recordando que el cine es, en su origen, una experiencia inexorable y eminentemente estética. Malick, desde luego, es un esteta de la imagen, el poeta visual al que me refería en el título de entonces. Su preocupación por la imagen y lo que transmite es desproporcionadamente superior a la intención implícita de relatar. Si existe una evolución a lo largo de sus cuatro películas es, precisamente, hacia ese vaciado narrativo que, no por ello, supone demérito ante su bendita capacidad para alcanzar hallazgos visuales que otros pasan vidas enteras buscando sin éxito. La escalada de fascinación también lo es de ensimismamiento, aislamiento de las tendencias y tiempos de sus coetáneos, y El Nuevo Mundo, en eso, es cumbre. Como explica a la perfección Marcos Vieytes, "si es cierto que la belleza es frecuente —y tanto que duele— no es demasiado frecuente hallar directores que la evidencien sin codificarla".

El Nuevo Mundo muestra una fotografía exquisita, trabajo por el que bien merece rendirse ante Emmanuel Lubezki, pero roza el preciosismo en su empeño por recrearse en aquello que ve y no en aquello que cuenta. Esto supone una lacra para una historia por momentos descuidada en la que circulan personajes a veces desdibujados y subyugados a su estilo contemplativo.
El que se sumerge en El Nuevo Mundo debe hacerlo para olvidar la historia, pese a que esta será escrupulosamente respetada. La inmersión que exige Malick es sensorial, y para ello conjuga miríadicas imágenes de la naturaleza con las milagrosas notas del Concierto Nº 23 para piano de Mozart. La contemplación lenta y reiterativa de esos espacios no es consecuente de gratuidad o capricho, sino el vehículo de una búsqueda de la belleza a través de la imagen que Malick ha estado llevando a cabo desde hace 40 años. No hay, por tanto, preciosismo como intención, sino disposición de la imagen para el rastreo del milagro. Adrian Danks mencionó que Días del cielo puede ser descrita como el emplazamiento de las pasiones y tragedias humanas vistas desde los dioses y el cosmos en el que cualquier cosa, humana o no humana, tiene su lugar. Esto, por supuesto, es perfectamente aplicable a El Nuevo Mundo, y por ello mismo tampoco tiene sentido acusarla de desdibujar a sus personajes, desde el mismo momento en que (como ya hizo en Malas Tierras o Días del cielo, aunque con mayor hincapié aquí), el director opta por la distancia para con sus personajes y sus interacciones, por integrarlos como partes de esa gran obra natural en la que indagar, siempre con ese bellísimo acecho del cautiverio al alcance de tan pocos.

domingo, febrero 21, 2010

I'm not there

I’m not there es excepcionalmente poliédrica, excepcionalmente polifórmica. Y por esa misma razón es el mejor biopic (no-biopic) posible sobre la figura, el que se anuncia en sus títulos basado en las muchas vidas y canciones de Bob Dylan. Todd Haynes idea, reinterpreta e inventa a Dylan como una multipresencia siempre ausente, siempre escrita bajo seudónimos que encuentran el despertar de la conciencia del autor para con su tiempo (Woody, vía Marcus Carl Franklin), el artista que reniega entre abucheos de la canción protesta (Jack, vía Christian Bale) o el padre de familia abocado a la pérdida (Robbie, vía Heath Ledger). Sin embargo, son las transfiguraciones más interesantes aquellas que sumergen al poeta contestatario en una relectura-homenaje de Fellini Ocho y medio que sacaría los colores a Rob Marshall (Jude, vía una inmensa Cate Blanchett que trasciende toda cuestión de género o mímesis), y, sobre todo, la elevación a la categoría de leyenda prestada en la adopción, vía Richard Gere, de la identidad de Billy ‘el Niño’, o al menos de un reverso caducado del mismo. La voltereta referencial y ficcional es aquí de órdago, desde el mismo momento en que, recordemos, el mismo Dylan había ejercido de esencial bisagra entre leyendas en Pat Garrett y Billy el Niño (Sam Peckinpah, 1973).
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El solista

Es en los humanistas puentes bidireccionales establecidos entre ambos protagonistas donde El solista chirría con estrépito. Joe Wright desdibuja al genio marginal desde el atropello de su esquizofrenia, representada en pantalla antes con artificio sumo que como la trágica carcoma de la inspiración que debiera ser. Más aún, los siempre elegantes transiciones y manejos de los tiempos del director (acá, la impoluta llamada al flashback), valores extraordinarios demostrados en su hacer en el cine de época, chocan catastróficamente con las amalgamas de la modernidad, las de la incomunicación y la desconexión humana de la metrópolis, sí, pero la de los ruidos interiores del maldito, también. El Nathaniel encarnado por Jamie Foxx se halla permanentemente anulado por la hipérbole de estas cuestiones y se precipita hacia la inverosimilitud, precipitando a su vez hacia esta los lazos propuestos con su partenaire. No es que Foxx carezca del poder interpretativo para otorgar credibilidad a su personaje, sino que este último se ve construido sobre andamios ínfimos para acabar ejemplificando, involuntariamente, la máxima que el propio Robert Downey Jr. proclamaba en otra y excelsa película, aquella en la que advertía a Ben Stiller de los peligros de encarnar a personajes hiperbolizados por sus taras psíquicas.

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lunes, febrero 15, 2010

El Hombre Lobo

La divertidamente trágica escena del circense show en el manicomio, la transformación más definitiva de cuantas vemos en la película, aporta de por sí la memorabilidad estética que en ningún otro caso alcanzará el resto del metraje. El Hombro Lobo se demuestra, en todo momento, insuficiente para cubrir todo tipo de expectativas y recorrida por una eterna indecisión que la hacen un anómalo punto de encuentro (o tierra de nadie) entre el discreto homenaje (el bastón con la empuñadura del Hombre Lobo), el gore desatado (la matanza en el asentamiento gitano), la coppoliana búsqueda del goticismo romántico, el pastiche de personajes (la inclusión de Frederick Abberline) y el climático duelo de monstruos. Lo que en otro caso hubiera despertado un cúmulo de sentimientos quizá más gobernado por el encanto incomprendido, aquí permanece anulado por la hipertrofia, por el hastío inducido desde el atropellado montaje de efectismos que invalidan las, por otro lado, evidentes buenas intenciones del producto.
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domingo, febrero 14, 2010

Nacidas para sufrir

Las estampas sucedidas en pantalla prueban lo bien que el cineasta le tiene tomada la temperatura a la cotidianeidad de la España rural y más de andar por casa. La introducción muestra a dos niñas preguntándose si pueden encender el televisor para ver Los Simpsons en la comida de una jornada de luto, mientras que en otra escena asistimos a un encuentro entre vecinas que se convierte en excusa para un encarnizado intercambio de puyas y poses, comentarios acostumbrados para salir del paso y estratagemas varias. Hay aquí un padrón casi al completo y un partido exquisito de las figuras que componen ese microcosmos edificado sobre la hipocresía, las malas lenguas, lo cañí y, en última instancia, lo bondadoso de sus personajes: están las malas pécoras de lenguas viperinas en la cola de la compra, pero también el cantante hortera de verbena, la maliciosa consuegra cargada de argucias, las eternamente desagradecidas sobrinas de la ciudad o la solterona ingenua y manipulable que supone el centro de la trama (Adriana Ozores). Lo que se infiere de la descripción de cada uno de ellos es una pasión y un amor tácitos de parte de Albaladejo que ponen a prueba de bombas la cohesión del riquísimo universo propuesto.
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domingo, febrero 07, 2010

Loca obsesión


En 1951, Billy Wilder firmaba su negrísima obra maestra Ace in the hole, título que al caprichoso cambio vino a traducirse como El gran carnaval. En ella, Kirk Douglas, especialista inmenso en tareas de personificar las miserias humanas, desempeñaba a un periodista sin escrúpulos que convertía la noticia de un hombre atrapado en un túnel en un espectáculo de masas. A medio camino entre el carnaval de Wilder y el celebérrimo episodio Radio Bart de Los Simpsons, Loca obsesión propone una mirada superficial pero reseñable, al fin y al cabo, hacia las promociones y circos que circundan a las tragedias con la coartada de la actualidad informativa. Eso sí, a diferencia de aquellos ejemplos, Phil Traill está mucho más cerca de creérselos y de la crítica indulgente, lo que no le impide alcanzar logrados momentos de comedia a costa del egocentrismo del reportero-estrella (la muerte del caballo narrada en directo).
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martes, febrero 02, 2010

Tres hipotéticos estadios en las negociaciones con la madurez

1. Adventureland (Greg Mottola, 2009).


Primer estadio: El virgo crítico. Mottola ya demostró en la notabilísima Supersalidos (2007) su perfecto entendimiento del momento preciso en el que la adolescencia entra en un primer estadio de negociaciones con la madurez. Si en aquella el viaje iniciático se concentraba en una única y uliséica jornada (la fiesta de fin de instituto como centro de ritos de iniciación, pero también objetivo homérico que obliga a transcurrir por caminos indispensables hacia esa primera negociación), en Adventureland, James Brennan (Jesse Eisenberg, convertido en icono virgo, también gracias a Zombieland) prolonga su experimentación a través del verano del 87. Mottola demuestra su inteligencia desde el mismo punto de partida, pues no entiende a su adolescente (al fin y al cabo, su yo-adolescente) como página en blanco sobre la que construir un presunto despertar, sino que prefiere redefinirlo: James es tan consciente de su momento vital que dispone de planes específicos para el mismo, esto es, un viaje mochilero por Europa que servirá de preludio al celebrado alejamiento del contexto local, la Pittsburgh de la era Reagan. Que el adolescente de Mottola atesore sueños y expectativas de futuro le sirve de excusa para la desmitificación, para la revocación del previsto "verano de su vida" y la transposición del mismo en una experiencia local, hastiante y copada por un largo catálogo decepciones, pero finalmente bellísima y memorable. James trabaja en el parque de atracciones, conoce a la chica que nunca esperó encontrar en Europa y, por supuesto, se enamora de ella. También disfruta de itinerantes noches adolescentes aderezadas con el eventual colocón y algún apunte sobre Nikolái Gógol. Adventureland goza de una sensibilidad siempre desarmante, propia de un (muy probable) sentido relato autobiográfico y entiende a la perfección que los primeros tratos del virgo con la madurez pasan inevitablemente por la decepción y la belleza de los momentos encontrados (lo que en El camino de los ingleses, por ejemplo, era una mera isla nostálgica). La conclusión al respecto de cómo lidiar con ese trato también es hermosa: la pasión vital como fórmula de enfrentamiento a los conflictos de la madurez, vía el Moby Dick de Herman Melville.
Su banda sonora: Lou Reed y la Velvet es una constante, con Satellite of love o Pale blue eyes, pero también Neil Young o los Judas Priest son condición sine quanon para adentrarnos en el verano del virgo. También David Bowie, o The New York Dolls. Rock me Amadeus de Falco es la canción del hastío, la cansina sinfonía de parque en la que encontrará complicidad todo aquel que alguna vez asociara un trabajo de juventud a un sempiterno hilo musical. Escuchar en Spotify.

2. Garden state (Zach Braff, 2004).


Segundo estadio: Juventud anestesiada. Han pasado los años y James Brennan ha olvidado la máxima de Moby Dick. Ahora es Andrew Largeman (Zach Braff) y ha transcurrido sus años de exilio de Garden State (antes Pittsburgh) anestesiando su primera juventud a base de litio. Pese a ganar cierta relevancia como actor de televisión, sigue desempeñando trabajos igualmente narcotizantes y anodinos, como el de camarero en un excéntrico restaurante oriental. La vuelta a casa tiene un motivo trágico (la muerte de la madre), pero también una consecuencia impulsora del reclamado giro vital: Andrew deja el litio para despertar en Garden State y comprobar los estragos que las primeras negociaciones con la madurez han dejado a su paso. Reina omnipresente en la película de Zach Braff una inaprensible atmósfera de decepción todavía no asumida, con unos protagonistas que convierten en un ejercicio retrospectivo la experimentación psicodélica y sexual, habitual de la etapa anterior (esto es, la fiesta en la casa, donde se retoman los prohibidos juegos adolescentes). Por lo demás, la juventud enrarecida, desnortada de Zach Braff se contiene en los trabajos de sepulturero y puestos de comida rápida de una generación que grita bajo la lluvia como acto de rebelión, constatando que poco o nada queda ya contra lo que rebelarse. La musa de Braff es una anómala Sam (Natalie Portman), enésima significación de la chica indie, sólo definida como elemento extrañamente encantador (miente compulsiva e inofensivamente, patina disfrazada de cocodrilo y escucha a los Shins), instaurador de un esperanzador (y anómalo) orden emocional final, restaurador de la pasión hasta entonces  diluida, anestesiada.
Su banda sonora: Sam proclama sublimes a The Shins en su primer encuentro con Andrew. Nick Drake vale para cualquier tarde lluviosa de Garden State, pero también remontarse a Simon & Garfunkel y su The only living boy in New York. Don't Panic de Coldplay para la anestesia de Andrew, e imprescindible In the waiting line, de Zero 7, para la drug party y el juego de la botella.

3. Beautiful girls (Ted Demme, 1996).


Tercer y último estadio: Madurez nostálgica o el regreso del hijo pródigo. Willie (Timothy Hutton), antes Andrew antes James, vuelve a su pueblo natal, eternamente sepultado bajo una capa de nieve que significa el bloqueo de sus protagonistas. Los motivos, en esta ocasión, son definitivamente nostálgicos: una reunión de antiguos alumnos del instituto. El protagonista de Beautiful girls, un pianista de bar que roza la treintena, es perfectamente consciente de la reducción a cenizas de todo sueño de juventud, sensación que queda enfatizada, patente en su vuelta a casa. No hay, pues, lugar para la decepción y sí para la desesperación emocional de la que son partícipes toda una generación que, ahora sí, afronta la negociación última con la madurez. La nostalgia de tiempos mejores y de las chicas bonitas del título preside cada reunión de los amigos, pero al tiempo que recuerdan el pasado advierten el acecho de un futuro condenado, en la imagen de sus homólogos ancianos que beben día y noche en el mismo bar que ellos. Por supuesto, junto a Willie hay diversos grados de desencanto: el personaje de Michael Rapaport se resiste férreamente al quebrantamiento de un espejismo de felicidad, mientras que el de Matt Dillon es más consciente del devastador significado de la reunión de antiguos alumnos, recordatorio del fin de sus días como estrella de la high school y agravante de su crítica situación sentimental. Ahora bien, la relación más significativa (y hermosa) de Beautiful girls es la establecida entre Willie y la adolescente Marty (de nuevo Natalie Portman): el primero queda sinceramente prendado de una belleza precoz, irremediablemente reminiscente de sus días de instituto. Se trata de un enamoramiento eminentemente nostálgico, en el que no es posible el componente erótico, uno infinitamente iluso y, a su vez, revelador: en el momento decisivo, el simbólico trato del noviazgo, Willie ejecuta la más bella renuncia: jamás podrá privarle de los sueños que él pretendería reavivar con ella, jamás podría arrebatarle los primeros besos y los primeros flirteos con las drogas y el alcohol, ni tampoco de las primeras decepciones, luego las más preciosas y memorables; jamás querría impedirle sus propias negociaciones con la madurez, las mismas que él cierra en ese preciso instante. 

Su banda sonora: Los enunciados que dictan Be for real (The Afghan Whigs), Easy to be stupid (Howlin' Maggie), el delicioso toque soul de Could it be I'm falling in love (The Spinners), toneladas de nostalgia en Graduation day de Chris Isaak y Sweet Caroline de Neil Diamond como himno generacional deudor del  Can't take my eyes off you en El cazador (Michael Cimino, 1978).