1. Adventureland (Greg Mottola, 2009).
Primer estadio: El virgo crítico. Mottola ya demostró en la notabilísima
Supersalidos (2007)
su perfecto entendimiento del momento preciso en el que la adolescencia entra en un primer estadio de negociaciones con la madurez. Si en aquella el viaje iniciático se concentraba en una única y uliséica jornada (la fiesta de fin de instituto como centro de ritos de iniciación, pero también objetivo homérico que obliga a transcurrir por caminos indispensables hacia esa primera negociación), en
Adventureland, James Brennan (
Jesse Eisenberg, convertido en icono virgo, también gracias a
Zombieland) prolonga su experimentación a través del verano del 87. Mottola demuestra su inteligencia desde el mismo punto de partida, pues no entiende a su adolescente (al fin y al cabo, su yo-adolescente) como página en blanco sobre la que construir un presunto despertar, sino que prefiere redefinirlo: James es tan consciente de su momento vital que dispone de planes específicos para el mismo, esto es, un viaje mochilero por Europa que servirá de preludio al celebrado alejamiento del contexto local, la Pittsburgh de la era Reagan. Que el adolescente de Mottola atesore sueños y expectativas de futuro le sirve de excusa para la desmitificación, para la revocación del previsto "verano de su vida" y la transposición del mismo en una experiencia local, hastiante y copada por un largo catálogo decepciones, pero finalmente bellísima y memorable. James trabaja en el parque de atracciones, conoce a la chica que nunca esperó encontrar en Europa y, por supuesto, se enamora de ella. También disfruta de itinerantes noches adolescentes aderezadas con el eventual colocón y algún apunte sobre Nikolái Gógol.
Adventureland goza de una sensibilidad siempre desarmante, propia de un (muy probable) sentido relato autobiográfico y entiende a la perfección que los primeros tratos del virgo con la madurez pasan inevitablemente por la decepción y la belleza de los momentos encontrados (lo que en
El camino de los ingleses, por ejemplo, era una mera isla nostálgica). La conclusión al respecto de cómo lidiar con ese trato también es hermosa: la pasión vital como fórmula de enfrentamiento a los conflictos de la madurez, vía el
Moby Dick de Herman Melville.
Su banda sonora: Lou Reed y la Velvet es una constante, con
Satellite of love o
Pale blue eyes, pero también Neil Young o los Judas Priest son condición sine quanon para adentrarnos en el verano del virgo. También David Bowie, o The New York Dolls.
Rock me Amadeus de Falco es la canción del hastío, la cansina sinfonía de parque en la que encontrará complicidad todo aquel que alguna vez asociara un trabajo de juventud a un sempiterno hilo musical.
Escuchar en Spotify.
2. Garden state (Zach Braff, 2004).
Segundo estadio: Juventud anestesiada. Han pasado los años y James Brennan ha olvidado la máxima de Moby Dick. Ahora es Andrew Largeman (Zach Braff) y ha transcurrido sus años de exilio de Garden State (antes Pittsburgh) anestesiando su primera juventud a base de litio. Pese a ganar cierta relevancia como actor de televisión, sigue desempeñando trabajos igualmente narcotizantes y anodinos, como el de camarero en un excéntrico restaurante oriental. La vuelta a casa tiene un motivo trágico (la muerte de la madre), pero también una consecuencia impulsora del reclamado giro vital: Andrew deja el litio para despertar en Garden State y comprobar los estragos que las primeras negociaciones con la madurez han dejado a su paso. Reina omnipresente en la película de Zach Braff una inaprensible atmósfera de decepción todavía no asumida, con unos protagonistas que convierten en un ejercicio retrospectivo la experimentación psicodélica y sexual, habitual de la etapa anterior (esto es, la fiesta en la casa, donde se retoman los prohibidos juegos adolescentes). Por lo demás, la juventud enrarecida, desnortada de Zach Braff se contiene en los trabajos de sepulturero y puestos de comida rápida de una generación que grita bajo la lluvia como acto de rebelión, constatando que poco o nada queda ya contra lo que rebelarse. La musa de Braff es una anómala Sam (Natalie Portman), enésima significación de la chica indie, sólo definida como elemento extrañamente encantador (miente compulsiva e inofensivamente, patina disfrazada de cocodrilo y escucha a los Shins), instaurador de un esperanzador (y anómalo) orden emocional final, restaurador de la pasión hasta entonces diluida, anestesiada.
Su banda sonora: Sam proclama sublimes a The Shins en su primer encuentro con Andrew. Nick Drake vale para cualquier tarde lluviosa de Garden State, pero también remontarse a Simon & Garfunkel y su
The only living boy in New York.
Don't Panic de Coldplay para la anestesia de Andrew, e imprescindible
In the waiting line, de Zero 7, para la
drug party y el juego de la botella.
3. Beautiful girls (Ted Demme, 1996).
Tercer y último estadio: Madurez nostálgica o el regreso del hijo pródigo. Willie (Timothy Hutton), antes Andrew antes James, vuelve a su pueblo natal, eternamente sepultado bajo una capa de nieve que significa el bloqueo de sus protagonistas. Los motivos, en esta ocasión, son definitivamente nostálgicos: una reunión de antiguos alumnos del instituto. El protagonista de Beautiful girls, un pianista de bar que roza la treintena, es perfectamente consciente de la reducción a cenizas de todo sueño de juventud, sensación que queda enfatizada, patente en su vuelta a casa. No hay, pues, lugar para la decepción y sí para la desesperación emocional de la que son partícipes toda una generación que, ahora sí, afronta la negociación última con la madurez. La nostalgia de tiempos mejores y de las chicas bonitas del título preside cada reunión de los amigos, pero al tiempo que recuerdan el pasado advierten el acecho de un futuro condenado, en la imagen de sus homólogos ancianos que beben día y noche en el mismo bar que ellos. Por supuesto, junto a Willie hay diversos grados de desencanto: el personaje de Michael Rapaport se resiste férreamente al quebrantamiento de un espejismo de felicidad, mientras que el de Matt Dillon es más consciente del devastador significado de la reunión de antiguos alumnos, recordatorio del fin de sus días como estrella de la high school y agravante de su crítica situación sentimental. Ahora bien, la relación más significativa (y hermosa) de Beautiful girls es la establecida entre Willie y la adolescente Marty (de nuevo Natalie Portman): el primero queda sinceramente prendado de una belleza precoz, irremediablemente reminiscente de sus días de instituto. Se trata de un enamoramiento eminentemente nostálgico, en el que no es posible el componente erótico, uno infinitamente iluso y, a su vez, revelador: en el momento decisivo, el simbólico trato del noviazgo, Willie ejecuta la más bella renuncia: jamás podrá privarle de los sueños que él pretendería reavivar con ella, jamás podría arrebatarle los primeros besos y los primeros flirteos con las drogas y el alcohol, ni tampoco de las primeras decepciones, luego las más preciosas y memorables; jamás querría impedirle sus propias negociaciones con la madurez, las mismas que él cierra en ese preciso instante.
Su banda sonora: Los enunciados que dictan
Be for real (The Afghan Whigs),
Easy to be stupid (Howlin' Maggie), el delicioso toque soul de
Could it be I'm falling in love (The Spinners), toneladas de nostalgia en
Graduation day de Chris Isaak y
Sweet Caroline de Neil Diamond como
himno generacional deudor del
Can't take my eyes off you en El cazador (Michael Cimino, 1978).