jueves, abril 24, 2008

Yo estuve allí

Una de las pequeñas veleidades que nos podemos permitir aquellos que devoramos cine hasta la saciedad es, de cuando en cuando, hacer algo de "turismo cinematográfico." No me refiero a coger un avión y cruzarte miles de kilómetros para plantarte en el Monument Valley y sentirte John (Ford o Wayne, a gusto de cada cuál) por un día; no me refiero a subirte los 102 pisos del Empire State y hacerte una foto a lo Cary Grant esperando a su cita que no llegará. Eso sería un auténtico acto de amor por el cine. Pero mientras no pueda permitirme tales insensateces, uno no permite que se le escapen otras más pequeñas que le brindan la suerte y la casualidad. Si uno visita Marsella, no puede dejar de pensar en que recorre las calles en las que Fernando Rey ultimaba sus negocios antes de enfrentarse a Gene Hackman en Brooklyn. French Connection. Contra el imperio de la droga (The French Connection, William Friedkin, 1971) no ha perdido ni una pizca de su poderoso atractivo, sus frenéticas persecuciones y la naturaleza astuta pero brutal de Popeye (Hackman). Y uno no puede dejar de sentir un pequeño escalofrío cuando vuelve a verla y se siente que, aun en una pequeña parte, él también estuvo allí.







Encontrarme en el comedor de Hogwarts nunca fue uno de mis sueños, y si quiera sabía que este estuviera en Oxford. Lo interesante de la foto aquí es que el comedor de marras (le llaman Dining Hall y se halla dentro de la Christ Church) es bastante menos largo y amplio de lo que parece a la hora de comer en las películas de Harry Potter. Aún así, no deja de tener cierto encanto.




Y no olvidemos Los crímenes de Oxford (The Oxford Murders, Álex de la Iglesia, 2008). El hecho de haber visitado la ciudad poco después de ver la película de Álex de la Iglesia me llevó a descubrir una decepcionante verdad: el plano secuencia que describía en su día y que precedía al primer asesinato no es un plano secuencia. Busqué las localizaciones claves de la escena (la librería Blackwell de la que sale Seldom, el puente que imita el Puente de los Suspiros en Venecia y por el que pasa Elijah Wood en bicicleta... ) y están demasiado lejanas las unas de las otras. Es más, ni siquiera fui capaz de encontrar la casa del asesinato y, cuando volvi a visualizar la escena en cuestión, confirmé mi sospecha y encontré los dos cortes en cuestión: uno, apenas imperceptible, sobre la ropa de Seldom. El otro, algo más visible, en una furgoneta que cubre el plano apenas un segundo. La que dejo es una foto de uno de los edificios contiguos a la biblioteca de Oxford, y la pongo junto a una imagen promocional de la película. Juro que tengo una foto del mismo lugar en posición casi idéntica a la de Elijah Wood y perjuro que esto es sólo fruto de la casualidad (la foto promocional en cuestión la he encontrado buscando imágenes para este post). Si no la pongo, es por razones obvias: las comparaciones son odiosas, y no sería yo el que saldría bien parado de esta.




Y al final todo esto venía porque quería anunciar que voy a intentar, con todas mis fuerzas, dar un paso más allá de ese "turismo cinematográfico." Hace unos días descubrí en el blog de Nacho Vigalondo que el cine y el destino han unido sus fuerzas para otorgarnos un regalo divino. Aleluya. El regalo en cuestión se llama Rolling Roadshow Tour, y se trata, en resumidas cuentas, de un circuito de películas proyectadas, a lo largo del globo, en el mismito lugar donde se parieron. Del 6 al 8 de Junio el Roadshow Tour llegará a España para proyectarnos, en medio del desierto de Almería, la trilogía del dólar de Sergio Leone. Cierro los ojos y sueño con encontrarme en una suerte de cine de verano en medio del desierto, bajo un cielo estrellado y rodeado de los decorados de un pueblo fantasma, con la mirada atónita depositada sobre el rostro de Clint Eastwood en pantalla gigante. Y disfrutar otra vez esas tres inmensas obras del Spaghetti Western que son Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964), La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965) y El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966). Removeré cielo y tierra con los dedos cruzados para estar allí.

domingo, abril 20, 2008

A propósito de Grindhouse

Por fin. He tenido la oportunidad, y no la he dejado pasar, de ver Grindhouse. No Planet Terror (Robert Rodríguez, 2007) y Death Proof (Quentin Tarantino, 2007) por separado, sino el proyecto tal como fuera concebido en su conjunto: una auténtica doble sesión Grindhouse, es decir, de cine emulando las antiguas salas que proyectaban dos películas por el precio de una, baratas producciones resultantes de la exploitation y la serie B. Y aquí hablamos, como parte inalienable de la experiencia, de los anuncios comerciales que deben acompañar la doble sesión y los tráilers de más películas Grindhouse que próximamente (quien pudiera) veremos en nuestro cine. La decisión de estrenar Planet Terror y Death Proof por separado en Europa fue una malísima noticia: el dólar imponiéndose a la nostalgia y todo lo demás. Pero un reestreno postrero del proyecto original, el conjunto de la obra de Rodríguez y Tarantino, hubiera sido una medida seguramente abrazada por no pocos seguidores y que hubiera engrosado algo más las escasas ganancias en taquilla. Los cines británicos o, al menos, la cadena Odeón, sí que pensó que esto sería una buena idea y a mí me alegraron el día. En España, sin embargo, las últimas esperanzas para vivir enteramente la experiencia Grindhouse siguen depositadas en el DVD. Una lástima. De momento, como privilegiado que me siento tras la genuina sesión doble de cine que viví la pasada noche, no quiero dejar de comentar qué es aquello que nos perdimos hace cosa de medio año en España y qué es aquello que ganamos. Digamos, qué es lo que hubiéramos visto si Grindhouse se hubiera estrenado tal como Tarantino y Rodríguez:

1. Las letras gigantes que conforman la palabra GRINDHOUSE desfilando por la pantalla al ritmo del tema de Planet Terror. Esta parte, sinceramente, no recuerdo si precedió a alguna de las películas, a ambas o a ninguna en sus respectivos estrenos en España.

2. Un bonito y psicodélico aviso que nos anuncia "Prevues of Coming atractions" (algo así). Más tarde vendrá lo que sería un Parental Advisory que nos avisa que lo que veremos a continuación ha sido clasificado como "X".

3. Primer tráiler falso. Machete, el de Robert Rodríguez. Este sí pudimos verlo en España, y lo cierto es que ver a Danny Trejo convertido en el más improbable héroe de acción tenía su gracia. Para los que entraron tarde en la sala, aquí tienen su segunda oportunidad:



4. En Planet Terror no encontré modificación alguna. Exactamente la misma película que vimos hace unos meses, ese completo desmelene de Rodríguez que, en su segundo visionado, me lleva a ratificar todo lo que dije en su día: un producto que no tiene igual en el cine reciente por su completa anarquía, por su hilaridad resultante de un festival de terror zombi que es, ni más ni menos, una celebración del cutrerío cinematográfico. La película de Rodríguez también ostenta el dudoso honor de contener una de las escenas más desagradables y grotescas que se recuerden jamás. Y lo mejor es que uno no sabe si reírse o buscar el lavabo más cercano. Ya saben a cuál me refiero...

5. Entre película y película, más tráilers falsos, "prevues on coming attractions" y un anuncio de comida. Empezemos por este último. Imaginen el más rudimentario anuncio: una sucesión de fotogramas que parecen las descoloridas fotos de platos combinados que uno encontraría en el menú de un decadente bar de carretera. La comida que se anuncia es de la marca "Acuña boys" que se anuncia como "auténtica comida tex-mex." Más tarde veremos, en Death Proof, como Arlene (Vanessa Ferlito) sostiene en su mano un refresco con el logotipo de la marca... ¿Autorreferencialidad? Más que eso: autorreferencialidad al cuadrado. Los "Acuña Boys" eran los hijos sin padre del negocio de prostitutas que Esteban Vihaio regentaba en Kill Bill vol. II. He aquí el susodicho anuncio:



6. Pasemos a los tráilers falsos. Los tres se proyectan seguidos, entre ambas películas y en el orden en el que aparecen en el vídeo que aquí cuelgo. Desconozco si alguien pudo ver alguno de los que menciono en algún cine español, pero aquí van: el primero es de Rob Zombie (La casa de los mil cadáveres, Halloween. El Origen), el segundo pertenece a Edgar Wright (Zombies party, Arma fatal) y último se lo debemos a Eli Roth (Hostel), a quien por cierto veremos en unos minutos en la película de Tarantino. Que cada uno juzgue cuál de los tres se lleva la palma...



7. Por último, Death Proof. Y aquí sí que se dan dos o tres cambios significativos respecto a la versión estrenada fuera de Estados Unidos. En primer lugar, se mutila una de las mejores escenas de la película: en el momento Vanessa Ferlito accede a realizar su extremadamente sensual baile ante el impagable Kurt Russell, aparece en la pantalla las palabras "Missing Reel" (Rollo perdido). La otra escena omitida es la larga escena en blanco y negro en la que una de las chicas del segundo pretendido grupo de víctimas de stuntman Mike, entra a un comercio en busca de una revista. Lee (Mary Elizabeth Winstead) y Abernathy (Rosario Dawson) esperan en el coche y stuntman Mike baja del suyo no muy lejos de allí. Jugando con la fetichista obsesión de Tarantino por los pies, Mike se acerca hasta la ventanilla trasera por la que asoman los pies cruzados de Abernathy, se atreve a acariciarlos e incluso a mojar un dedo ligeramente antes de seguir sus pasos. Pero todo esto tampoco lo vimos en la sesión doble.
Desconozco las razones de, ante la presunta necesidad que la productora tuviera de recortar el metraje de Death Proof para poder estrenarla en forma de sesión doble, descartar estas escenas y no otras. Mi segundo visionado de la película de Tarantino me confirma que nos hallamos ante un slasher que, disfrazado bajo el término Grindhouse, da paso a una auténtica orgía de referencialidad (en la que curiosamente, mi referencia favorita también es modificada: la escena homenaje a El pájaro de las plumas de cristal de Dario Argento aparece sin su perturbadora banda sonora) y autorreferencialidad; casi una película-homenaje (y qué película de Tarantino no lo es) que, sin embargo, se ve lacrada por una incontinencia de verborrea por momentos excesiva. Nunca en una película de Tarantino se habló tanto y se dijo tan poco. Así que, puestos a tirar mano de tijera, no hubiera estado de más cortar la escena en la que Zoë Bell, Mary Elizabeth Winstead, Rosario Dawson y Tracie Thoms parlotean durante largos minutos mientras la cámara gira alrededor de ellas, y no las mencionadas previamente. Ahora podrán venir y decirme que el diálogo justificará el uso de la pistola que una de ellas hará en su ataque a stuntman Mike y que la intrascendente anécdota de Zoë y la zanja justificará que luego salga vivita y coleando del accidente en el que, precisamente, caiga a una especie de zanja. Vale. Y entonces yo diré que prefiero escuchar otra vez lo del cuarto de libra con queso.

viernes, abril 18, 2008

Cinelandia: año IV

Supongo que debería escribir este post con cierta alegría y pensar que lo impensable se ha hecho realidad: que fuera capaz de mantener un blog durante tanto tiempo y demostrarme a mí mismo que la constancia existe en algún lugar dentro de mi desordenada cabeza. Hoy hace cuatro años que empecé este blog y lo celebro con cierto pesimismo cuando en los últimos tiempos lo he sentido morir un poco cada día. El interés que despertara algún día, evidentemente, no es el mismo que el que despierta hoy, y eso no es culpa de nadie más que de servidor. Por eso cada vez me cuesta más, ante el incesante flujo de películas que veo semana tras semana, ponerme delante del teclado de mi ordenador y aportar a la blogosfera un pedazo más de esta pequeña parcela de mi mundo que es Cinelandia, sentir que ese aporte sea algo poco más que un montón más de desinformación y cretinismo que hincha la red a diario. A veces escribo para creerme un compromiso conmigo mismo, demostrarme capaz de seguir hablando de cine y soñar con que un sencillo post tenga por consecuencia un debate sincero y emocionante; a veces escribo para alimentar la ilusión de poder, algún día, vivir del cine y para el cine con las letras como mediadoras; a veces, olvido por qué sigo actualizando este rincón.

Hace unas semanas fui al cine. La película era Rebobine, por favor (Be Kind Rewind, 2008) la última de Michel Gondry, ese al que algunos tildan de visionario del audiovisual, ese al que otros preferimos referirnos como un genio excepcionalmente puro y sincero.
Hoy quiero dejar de lado críticas, análisis y referencias de ningún tipo. Baste con decir que la película va de dos tipos que regentan un videoclub, dos enamorados del cine que ven el mundo en VHS y que, en los días inminentes del DVD, se dedican a hacer sus propias versiones de las películas que aprendieron a amar con rayas en la pantalla y cintas limpiadoras esperando en la estantería. Hoy sólo me quiero referir a dicha película porque ha revitalizado en mí las ganas de seguir proclamando mi amor por el cine. Es sencillamente inspirador ver a Jack Black y a Mos Def comprometiéndose a terminar en 24 horas una versión de Los cazafantasmas (Ghost Busters, Ivan Reitman, 1984) en un alarde de imaginación e ingenio. Pero es aún más valioso encontrar en nuestros días a un "visionario" como Gondry recordando nuestros días de videoclub, robando el corazón de todo un vecindario y robándolo por extensión al espectador que sabe de lo que habla. Quizás las generaciones que hayan nacido bajo el imperio del DVD y sus infinitos contenidos extras no entiendan que tiene de especial esta película. Pensarán que no es nada más que nostalgia. Y quizás tengan razón. Pero habrá sido suficiente para escribir un día más. Un post más.

miércoles, abril 09, 2008

Top 5: los mejores finales del cine

Hace dos semanas me encontraba en la puerta de la National Gallery con uno de mis más antiguos y queridos amigos, dispuestos a empaparnos de todo el arte posible que una mañana londinense pueda dar de sí. Tengo la suerte de compartir con ese amigo más de un 70% de nuestras conversaciones en torno al cine, y en ello andábamos una vez más cuando de su boca surgió una curiosa reflexión: dos de los finales más célebres del cine (si no los que más), contienen una elevada carga homosexual, apenas disimulada. Acuérdense de Rains y Bogart adentrándose en la niebla mientras este decía aquello de "Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad", y luego acuérdense de un enamorado Osgood (Joe E. Brown) espetándole a un travestido Jack Lemmon aquello de "Bueno, nadie es perfecto". Esto me llevó a rumiar durante los días posteriores finales y finales del cine en búsqueda interior de cuáles eran, para mi memoria cinematográfica y valiendo la redundancia, los más memorables.
La segunda parte de la historia llega cuando hace unos días experimenté mi primera vez con la impagable Alta Fidelidad (High Fidelity, Stephen Frears, 2000). Quizás me atreva un día de estos a hablar de esa pedazo película, pero por el momento lo que viene al caso es que me sentí contagiado por la enfermiza obsesión de Rob Gordon (John Cusack) por elaborar personalísimos ránkings que recogían desde sus cinco rupturas más dolorosas hasta las cinco mejores canciones sobre la muerte. Cúlpenle a él o en su defecto a Nick Hornby via Stephen Frears, del arrebato que me ha llevado a atreverme con tal pretensión. Los cinco finales que a continuación enumero son mis cinco mejores finales, aquellos que se me presumen infinitos por los siglos de los siglos, que admiro y que han quedado instalados en mi retina, que han perturbado mi visión del mundo, del cine y del arte por antonomasia. Tras muchos días de pensar y repensar todos los finales que acudían a mi memoria, tras una dolorosa criba en la que se quedan fuera varios imperdonables, estos son mis cinco ganadores...

1. Grupo Salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969): Pues sí, tengo la osadía de nombrar el final de Grupo Salvaje, la obra maestra de Peckinpah, como el mejor de la historia. Ahí es nada. Cuatro hombres a la antigua usanza, salvajes, ladrones y criminales sin honor ni patria se adentran en el fortín del enemigo para reclamar la vida de su amigo Ángel. Es, ni más ni menos, la más poderosa elegía del celuloide a la masculinidad, al honor (que debe ser restaurado en ese acto suicida) y la camaradería. Cuando el General Mapache degolla a un ya moribundo Ángel frente a sus amigos, el "grupo salvaje" abate casi instantáneamente a Mapache ante la atónita mirada de su ejército. Las miradas de los cuatro hombres se cruzan, la certidumbre de lo inevitable... y Ernest Borgnine se ríe, con escalofriante carcajada, de la muerte misma. Lo que viene después es una explosión de violencia, una hiperbólica masacre en la que tripas, borbotones de sangre y los cuerpos destrozados, sacudidos, agujereados, son filmados con zooms imposibles y cámara lenta que envuelven la escena de lirismo puramente Peckinpahniano. Sólo el podía hacer de tal matanza una sublime expresión de poesía... y el final más grande (con permiso de Centauros del desierto) que un western nunca tuvo.



2. Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967): Dice muy poco en mi favor que los dos primeros puestos sean sendas matanzas, lo sé. Pero créanme si les digo que la muerte de Bonnie & Clyde destila puro amor. A Beatty y a Dunaway les sobraba química por todos lados, y lo demostraron hasta esta última escena, en que son víctimas de la emboscada que acabará con sus días de romance, robos y muerte. Cuando advierten la fatalidad de su destino, el intercambio de miradas es sencillamente conmovedor, la sonrisa enamorada que precede al sufrimiento indecible. Pero el verdadero valor de la escena reside en su espectacular montaje: desde los pájaros saliendo de detrás de los arbustos hasta el último suspiro de vida de Bonnie & Clyde, la calculada, milimétrica sucesión de imágenes que penetran nuestra retina con el restallar de las metralletas, mostrando nunca más de lo necesario ni menos de lo requerible para componer una perfecta escena final que encumbra una película ya de por sí enorme.



3. Blade Runner (Ridley Scott, 1982):
Deckard se encuentra al borde del abismo. Roy tiene una vida en su mano, la de aquel que ha acabado con su amada y sus compañeros los Nexus-6. La lluvia sacude los cuerpos de los contendientes y los dedos rotos de Deckard comienzan a escurrirse. Cuando la muerte parece inminente, Roy coge la muñeca de Deckard y lo alza hasta ponerlo a salvo. El estupefacto Blade Runner observa al replicante, quien sabe que su vida a toca a fin y pronuncia estas palabras...

"He visto cosas que los humanos ni se imaginan. Naves de ataque incendiándose más allá de Orión. He visto rayos de mar centellando cerca de la puerta de Tannhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir"

Al morir, las manos del replicante se abren y dejan volar una paloma que se dirige hacia una luz que aparece intrusa entre el cielo inclemente. Imposible imaginar una celebración mayor de la libertad. Imposible representar de manera más sobrecogedora la última esperanza, el último resquicio de humanidad en el hombre sin dejar de recordarnos, ni por un momento, su extrema insignificancia en el universo.



4. Los 400 golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959): Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) escapa del reformatorio y corre campo a través. Durante un larguísimo travelling, la cámara sigue silenciosa el recorrido del pequeño Doinel. El silencio y el travelling sólo se romperán cuando Truffaut muestre la aparición triunfal del mar, destino final de Doinel. Lo que uno presumiría ante la llegada del joven protagonista al mar que nunca conoció sería su alegría. Sin embargo, el pequeño Doinel alcanza la orilla, se moja los pies, mira al horizonte, y posa la más cautivadora e inescrutable mirada sobre la cámara mientras la palabra FIN aparece sobreimpresionada sobre la imagen congelada. No es alegría lo que uno adivina en el rostro de Antoine Doinel Sino aquella sensación de encierro de la que fue preso toda su vida y que ratifica aquel mar, aquel supuesto espacio de libertad y horizontes que jamás podrá rebasar.



5. Fellini Ocho y medio (Otto e mezzo, Federico Fellini, 1963): El suicidio profesional y metafórico de Guido (Marcello Mastroianni) da paso al propio Fellini en escena, aún bajo la piel de Mastroianni, dirigiendo la orquesta de su vida. Todos aquellos que le hicieron reír, llorar, aquellas mujeres a las que amó, despreció u olvidó, todos los bufones, payasos, músicos y participantes de esa "fiesta" que es su vida misma. Todos ellos desfilan por una pasarela mientras Fellini/Guido les dirige al compás de una orquesta que interpreta el inmortal tema de Nino Rota. El final de Otto e mezzo es la expresión absoluta del cine del genio italiano, una conclusión que reitera y eleva las virtudes del mismo. Pero por encima de todo, una celebración de la vida en sí misma, en su coherencia y en su absurdo, en sus deleites y sus penurias. Y el estrambótico y maravilloso espectáculo de Fellini sobreviviendo a sí mismo.

domingo, abril 06, 2008

El orfanato



Ha pasado tiempo más que suficiente para que El orfanato haya sido asimilada por el público, tanto como fenómeno comercial puntual que, un año más, supuso la salvación del año para el cine español, como película en sí. Raras son las producciones nacionales que alcanzan la bendición y suerte que ha alcanzado El orfanato, máxime cuando se trata de una opera prima como es el caso. En este caso es el nombre de Guillermo del Toro el que se anuncia bien grande en el cartel, con la seguridad de difundir a los cuatro vientos el apadrinamiento de la película por el mejicano e incluso propiciar una "sana" confusión de autoría que se acompaña con sentencias tan descaradas y tan faltas a la realidad como decir "La nueva El laberinto del fauno."

Más allá de las conveniencias de sus estrategias de márketing, la ventajosa posición de la que partía la cinta de Bayona debería ser tanto motivo de alegría por el bienvenido impulso que le da al mercado nacional como recordatorio del precario estado del cine en nuestro país y la necesidad de establecer un sistema de financiación que ofrezca, si no igualitarismo, al menos incremente la posibilidad de acceder al pequeño pedazo de pastel que sistemáticamente es negado a la inmensa mayoría. Que no todos los días al señor del Toro le gusta tu guión y pone el dinero encima de la mesa. Y quede claro que en ningún momento es una crítica a la concepción de este producto que, si en algo puede ser alabado, es en su impecable factura técnica y visual. Decir que está muy bien rodada sería quedarse muy corto, pues lo que Bayona y su equipo han hecho es aprovechar los medios en su mano para desarrollar una película que revela una pericia visual y una meticulosidad en el apartado técnico que se hallan al alcance de pocos proyectos en el cine español.



Centrándonos en la película, El orfanato es una historia de fantasmas hábilmente contada, eficaz y atmosféricamente envolvente en algunos de sus pasajes. Presenta una narrativa eminentemente clásica, constante en su manutención de un ambiente, cuando no de tensión, al menos enrarecido. Bayona ha firmado una película rícamente salpicada de los suficientes elementos para establecer una entidad propia (la máscara de trapo del niño o el personaje de la medium), pero altamente deudora de compañeras y clásicos del género a las que no escapa. Sin ir más lejos, en ciertos momentos existen generosas similitudes con Poltergeist (Tobe Hooper, 1982) o evidentes (incluso en cierta sucesión de planos de la casa) respecto a Los otros (The others, Alejandro Amenábar, 2001) la cuál asegura Bayona que es posterior a la escritura de su guión. Pero lejos de cualquier barata acusación de "corta y pega", lo máximo que se le puede atribuir sería el término "cajón de sastre", el cuál no le impide forjar una identidad propia, pero tampoco le impide apartarse una vaga sensación de dejà vu. De lo previsible de algunas situaciones y mecanismos repetidos mil y una vez, Bayona saca, no obstante, ventaja para llevar la atención del espectador al terreno que realmente le interesa: el de la pérdida. Es el vacío que deja la repentina desaparición de una persona querida (persona que, en pro de acentuar ese dramatismo, estará condenada de antemano) el que deja el hueco y la soledad enfatizados por el propio orfanato abandonado en el que vive el trío protagonista. Ese sentimiento de soledad funciona cuando deja honda huella psicológica en ese triángulo actoral que, sin embargo, falla en una de sus aristas: Fernando Cayo no está a la altura ni de la reveladora actuación del niño Roger Príncep (Simón), ni de la excelente encarnación de Belén Rueda interpretando a Laura. Será la química o será él, pero el matrimonio formado por ambos resulta harto forzado y, el personaje de Carlos, en su supuesta importancia y participación en la trama, es de largo el más desdibujado, casi prescindible desde que no se nos cuenta nada sobre él y su relación con Laura queda lejos de ayudar a profundizar en la huella que deja en una pareja la desaparición de su hijo. Rueda, sin embargo, se basta y se sobra para cargar con toda la fuerza dramática y hacernos creer la angustia de una madre o la erosión psicológica del personaje ante la insistencia de la paranormal. En un momento dado, la explosión de dolor consecuencia de este proceso revela el estado de gracia de un actriz que, con un grito es capaz de hacernos sentir cómo un alma se rompe en pedazos. Un momento tan indeciblemente trágico como brillantemente interpretado, un alarido de dolor tan incontestable como el de Angelina Jolie hacia el final de Un corazón invencible (A mighty heart, Michael Winterbottom, 2007).
En cuanto a los personajes tangentes al trío principal, los secundarios no brillan en demasía y pasan, en sus escasos minutos, con más pena que gloria. Y a propósito de Geraldine Chaplin, uno no puede dejar de pensar cómo ese aura de medium inquietante (recurso no menos aprovechable que un exorcista inquietante), se diluía por completo con aquella frase de "La policía mola." Y ojo, que aquí es el personaje el desaprovechado y no Geraldine Chaplin la mal actriz, lo cual no es y la cual cumple sobradamente en su papel de medium maja y algo rara (característica inanienable de estos personajes).

Así pues, El orfanato sería algo así como una nueva historia de fantasmas nada nueva, brillantemente acabada y cuidada al detalle, de una factura técnica impecable y una actriz principal consistente y completamente canalizadora de la tristeza que desprende su historia. El orfanato no será ni la más original ni refrescante, no será la que más miedo da y no tendrá un final gloriosamente espectacular como el de El sexto sentido (The sixth sense, M. Night Shyamalan, 1999), pero ejecuta con calculada precisión un cuento de misterio que nos induce a la tristeza y a la soledad o, al menos, invita a reflexionar sobre ellas. Y ese es su gran triunfo. Bravo por él.
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El orfanato. España. 2007. 100'.
Director: Juan Antonio Bayona.
Guión: Sergio G. Sánchez.
Producción: Joaquín Padró, Mar Targarona y Álvaro Augustín.
Profucción ejecutiva: Guillermo del Toro.
Música: Fernando Velázquez.
Montaje: Elena Ruiz.
Fotografía: Óscar Faura.
Dirección artística: Josep Rosell.
Vestuario: María Reyes.
Intérpretes: Belén Rueda (Laura), Geraldine Chaplin (Aurora), Fernando Cayo (Carlos), Roger Príncep (Simón), Mabel Rivera (Pilar), Montserrat Carulla (Benigna), Andrés Gertrudix (Enrique), Edgar Vivar (Balabán).
Puntuación: 6,5
Explora el orfanato...
http://www.clubcultura.com/clubcine/clubcineastas/guillermodeltoro/elorfanato/ (web oficial)
http://www.labutaca.net/films/54/elorfanato.htm (sobre la película)
http://www.cine.fanzinedigital.com/3411_1-Juan_Antonio_Bayona_director_de_%E2%80%98El_Orfanato%E2%80%99.html (entrevista a Juan Antonio Bayona)
http://www.elmundo.es/metropoli/2007/01/12/teatro/1168556439.html (entrevista a Belén Rueda)
http://es.wikipedia.org/wiki/Bel%C3%A9n_Rueda (sobre Belén Rueda)

martes, abril 01, 2008

Ocho razones y media para amar "Fellini Ocho y medio"



Podría tratar de convencer al que esto lee que Fellini Ocho y medio (Otto e mezzo, Federico Fellini, 1963) es, con toda seguridad, una obra maestra y no sería una etiqueta. Podría aportar listas, pruebas, clasificaciones que la incluyen abrumadora y constantemente entre las más altas creaciones del séptimo arte y probaría algo o nada. Podría dedicar un blog entero a esparcir mi amor por la obra de Federico Fellini, repetir por activa y por pasiva sus magnificencias y dedicarle palabras miles sin que esto dejara de suponer una experiencia infinitamente menor al placer que supone verla. Y es por esa razón que prefiero hacer honor al número con el que el italiano bautizó su obra y concentrar en tal cantidad las suficientes razones que justifiquen mi sentimiento por ella. Y estas son...

1. Supone la celebración absoluta de la creatividad del artista a partir de la crisis de la misma. Nunca en el cine existió una paradoja tan deliciosa: Federico Fellini la engendró tras La dolce vita (1960), la cual le había reportado éxito internacional de crítica y público. Para entonces, el autor se encontraba inmerso en una crisis creativa cuyo reflejo acabó siendo el propio argumento de su siguiente película. El resultado fue el más brillante retrato que el cine haya ofrecido del autor en crisis, del autor enfrentándose a sus miedos y siendo juzgado, culpado, redimido, del autor que recuerda y sueña mientras es desbordado por los problemas de la realidad.

2. Guido (Marcello Mastroianni) es un personaje espléndido e imborrable. La encarnación misma del escritor y su página en blanco, del músico incapaz de improvisar, del genio que inventó y se siente incapaz de inventar. Es, más que nunca, el alter ego de Fellini. El cineasta paseando por la pantalla y nos habla de las mujeres de su vida o de sus recuerdos de infancia en Rimini con una sinceridad pura y alejada de la autocomplacencia. Si de algo se le puede acusar al que está a ambos lados de la cámara es de permitirse su propia redención en formato de celuloide, que no es poco. Dicho sea de paso, Mastroianni está perfecto.

3. Fellini dispone el más brillante ataque a la pomposidad vacua del cine entendido como mero espectáculo. Y lo hace erigiendo un enorme e inútil armatoste de ciencia-ficción con el que Guido no tiene la menor idea de qué hacer.

4. Es una declaración de amor al cine, a la vida plena del artista, a la mujer, a los bufones, músicos y a magos del mundo, a los recuerdos de la infancia, a los sueños que nos salvan de la realidad, a los que conforman la creación del autor... Una declaración de amor al arte que encuentra su celebración final en una última escena en la que, el mismo escenario de la torre de lanzamiento sirve como pasarela para todas las personas que pasaron por la vida de Guido/Fellini, orquestadas por él mismo y amenizadas por una pequeña y carnavalesca banda de música que hace sonar por doquier el inolvidable tema de Nino Rota.

5. Contiene la habitual mirada que Fellini posa sobre la clase burguesa. Una mirada poco menos que despectiva y que se denota bien en una multitudinaria coreografía a ritmo de Valkirias de Wagner o en un mago que con alegría grita aquello de "Let's give these miseries some fun" ("Hagámosles pasar a estas miserias un buen rato") en el comienzo de su espectáculo.

6. Más que nunca, Fellini demuestra una insultante capacidad para crear una realidad propia. Y aquí propia significa inédita y significa personal, personalísima. Fellini Ocho y medio parece estar hecha de una pasta que trasciende más allá de cualquier limitación temporal o espacial. El conjunto de sueños, reflexiones, recuerdos de la infancia y fantasías varias compone una obra homogénea en el que las barreras entre todos ellos se han diluido por completo hasta establecer la particular (ir)realidad de Fellini.

7. Sin alcanzar la veneración que Marcello le rendía a Anita Ekberg en la Fontana de Trevi (y qué hombre no la veneraría), Guido mira a Luisa (Anouk Aimée) con los ojos de la admiración que miran a un ser excepcionalmente bello, inteligente y sensible. Una rendición que necesita previo juicio en el harén, allí donde Guido se enfrenta a todas las mujeres de su vida: amantes, novias, una prostituta de gruesas piernas que le bailaba la rumba cuando era niño, una azafata y su misma esposa. Fellini Ocho y medio rinde, una vez más en una película de Fellini, culto a la mujer y su condición matriz, la mujer como fuente de inspiración, la mujer como expresión de indescriptible belleza...

8. El monólogo final de Guido es una razón suficientemente poderosa para amarla.

"What is this flash of joy that's giving me new life? Please forgive me, sweet creatures. I didn't realize. I didn't know. How right it is to accept you, to love you. And how simple... Luisa, I feel I've been set free. Everything looks good to me, it has a sense, it's true. How I wish I could explain. But I can't... Everything's going back to what it was. Everything's confused again... but that confusion is me. How I am, not how I'd like to be. And I'm not afraid... to tell the truth now, what I don't know, what I'm seeking. Only like that do I feel alive and I can look into your loyal eyes without shame. Life is a party, let's live it together. I can't say anything else, to you or others. Take me as I am, if you can... It's the only way we can try to find each other."*

"¿Qué es este destello de alegría que me da nueva vida? Por favor perdonadme, dulces criaturas. No me di cuenta. No lo sabía. Qué justo es aceptaros, amaros. Y qué simple... Luisa, me siento liberado. Todo me parece bien, tiene un sentido, es verdad. Como me gustaría poder explicarme. Pero no puedo... Todo vuelve a donde estaba. Todo está confuso otra vez... pero esa confusión soy yo. Cómo soy, no cómo me gustaría ser. Y no tengo miedo... de decir la verdad ahora, lo que no sé, lo que busco. Solo así me siento vivo y puedo mirar en tus ojos leales sin vergüenza. La vida es una fiesta, vivámosla juntos. No puedo decir nada más, a ti o a otros. Aceptadme como soy, si podéis... Es la única manera en que podremos encontrarnos los unos a los otros"

...y medio. Es una película de Fellini, es la que hace ocho y medio en su filmografía y de ahí el título. Anteriormente el director había realizado seis largos y tres segmentos que constituirían el uno y medio restante. Si aceptamos al italiano como el maestro que es, saludaremos este Fellini Ocho y medio como una de sus obras indiscutibles. Como aquella que capta la esencia de su legado; como aquella que nos recuerde al hombre, al maestro.

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*He transcrito los subtítulos en inglés que acompañaban la versión original en italiano en este vídeo de youtube. La traducción lo menos libre posible es de mi cosecha, con lo que espero no haber distorsionado demasiado el discurso.
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http://www.miradas.net/2006/n53/estudio/ottoemezzo.html (estudio sobre Fellini Ocho y medio en Miradas)