Normalmente se señala el clásico de Arthur Penn Bonnie & Clyde (1967) como aquella película que marcó el inicio de la nueva tendencia que a finales de los 60 fue germinando en la meca del cine hasta convertirse en ese nuevo cine de denominación bautizado como el "New Hollywood". Bien es cierto que la película de Penn supuso una revolución en términos de la explicitud y el montaje cinematográfico en una década marcada por la progresiva decadencia de un Hollywood entregado a los musicales y a fastuosos y poco rentables espectáculos como Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz, 1963). Sin embargo, fue Easy Rider (Buscando mi destino) la primera en instalarse en la contracorriente ideológica, en corresponderse a las enormes turbulencias y cambios que tabamleaban los cimientos de una sociedad que ansiaba una explosión de libertad equiparable al Mayo del 68 europeo, que vivió Woodstock ese mismo año y el nacimiento de un movimiento hippie, que soñaba al ritmo de Hendrix o Jefferson Airplane mientras su gobierno enviaba tropas a Vietnam y Richard Nixon era elegido presidente.
Hay en Easy Rider una sentencia que resume su espíritu, su credo en boca de uno de los secundarios que se cruzan en el camino de esos dos antihéroes de la cultura americana que son Wyatt y Billy (presumible homenaje a dos figuras míticas del western: Wyatt Earp y Billy el Niño), Peter Fonda y Dennis Hopper, respectivamente. En una conversación usual, en la que ambos tratan de conocer al autoestopista que han recogido en su camino, le preguntan al mismo de dónde viene. Este les responde que no lo sabe. Wyatt y Billy, estupefactos y alucinados tanto por la respuesta como por las drogas que consumen, insisten en su pregunta ante lo que el autoestopista acaba respondiendo: "Vengo de una ciudad. No importa cuál. Todas son iguales". La sentencia aglutina buena parte de la filosofía de la película de Hopper, aquella en la que prima la búsqueda de la libertad o la ilusión de la libertad y en la que el consumo de estupefactientes corresponde a un deseo expreso de evasión. El viaje en moto a través de los Estados Unidos y a través de parajes asombrosos, emblemáticos o no con los que los dos jinetes buscan comunión con su espíritu, supone un viaje iniciático, un intento por encontrarse a sí mismo en la vida salvaje y contraria a la civilización y sus estigmas. La carretera es libertaria, ruta sin rumbo que deja atrás pasados subyugados a las esclavitudes inherentes de una sociedad intolerante y reprimida que odia a los seres libres. O mejor dicho, aquellos que se atreven a ser auténticamente libres y que, tal como afirma George Henson (Jack Nicholson, ya en su etapa post-Corman) aquellos a los que les invade el miedo y el odio cuando ven a gente como ellos, que tienen la valentía de lanzarse en brazos de la libertad sin miramientos, sin prever las consecuencias de su caída.
Hay en Easy Rider una sentencia que resume su espíritu, su credo en boca de uno de los secundarios que se cruzan en el camino de esos dos antihéroes de la cultura americana que son Wyatt y Billy (presumible homenaje a dos figuras míticas del western: Wyatt Earp y Billy el Niño), Peter Fonda y Dennis Hopper, respectivamente. En una conversación usual, en la que ambos tratan de conocer al autoestopista que han recogido en su camino, le preguntan al mismo de dónde viene. Este les responde que no lo sabe. Wyatt y Billy, estupefactos y alucinados tanto por la respuesta como por las drogas que consumen, insisten en su pregunta ante lo que el autoestopista acaba respondiendo: "Vengo de una ciudad. No importa cuál. Todas son iguales". La sentencia aglutina buena parte de la filosofía de la película de Hopper, aquella en la que prima la búsqueda de la libertad o la ilusión de la libertad y en la que el consumo de estupefactientes corresponde a un deseo expreso de evasión. El viaje en moto a través de los Estados Unidos y a través de parajes asombrosos, emblemáticos o no con los que los dos jinetes buscan comunión con su espíritu, supone un viaje iniciático, un intento por encontrarse a sí mismo en la vida salvaje y contraria a la civilización y sus estigmas. La carretera es libertaria, ruta sin rumbo que deja atrás pasados subyugados a las esclavitudes inherentes de una sociedad intolerante y reprimida que odia a los seres libres. O mejor dicho, aquellos que se atreven a ser auténticamente libres y que, tal como afirma George Henson (Jack Nicholson, ya en su etapa post-Corman) aquellos a los que les invade el miedo y el odio cuando ven a gente como ellos, que tienen la valentía de lanzarse en brazos de la libertad sin miramientos, sin prever las consecuencias de su caída.
Easy Rider es un alegato a la libertad, una inconformista obra de rebeldía cuyo impacto en las generaciones jóvenes fue monumental. Es una de esas películas a las que envuelve un aura única de mitología del cine, una road movie que se convirtió en un fenómeno social que superaba sus méritos narrativos (la narración parte de la premisa más simple posible) o cinematográficos, pero que se convirtió en una de las abanderadas de ese puñado de películas del New Hollywood que se atrevieron a romper los tabúes y los límites impuestos para un cine que había hecho oficial dos años antes la superación ya alcanzada de un Código Hays vetusto, arcaico. Fue gracias a películas como Easy Rider, El Graduado (The Graduate, Mike Nichols, 1967) o Cowboy de Medianoche (Midnight Cowboy, John Schlesinger, 1969) que el nuevo Hollywood renovaba un rango temático en el que por fin se hablaba abiertamente de las drogas, la prostitución, la homosexualidad y la libertad sexual en general. El hecho de que Cowboy de Medianoche se convirtiera en la primera película calificada como X en el renovado código en ganar el Oscar a mejor película supuso una oficial aceptación de que las cosas estaban cambiando en Hollywood. Allí, nuevos cineastas que habían admirado la Nouvelle Vague, Antonioni y demás de la revolución en el cine europeo, se encontraban deseosos de una renovación de los géneros, de ofrecer una visión independiente de temas poco o nada presentes en la cinematografía americana, de forjar un nuevo concepto de cine comercial que no tendría por qué reñirse con la calidad de la obra. Easy Rider fue una de las pioneras, una de esas películas que abrieron el paso a la nueva corriente. Y eso que la obra de Hopper queda lejos de ser una película redonda, pues resaltan no pocas precipitaciones en el montaje y escasos méritos narrativos. Pero por encima de todos ellos, predomina un objetivo al que apunta y que consigue de sobremanera: convencer y contagiar al espectador de la necesidad de la libertad. Una libertad que puede salir cara o concluir de forma trágica por el rechazo frontal de una sociedad hermética, cerril. Una libertad que quizás nunca sea alcanzada, pero cuya quimérica búsqueda habrá merecido la pena sea cual sea nuestro final.