Giulietta e Federico
Si el cine de Fellini constituye un universo, Giulietta Masina es el centro alrededor del que giran muchos de sus astros. Se llama la atención a menudo en cuanto a la inspiración que el artista encuentra en su musa. No es el caso de Giulietta Masina, pues Fellini, suplantado en la pantalla las más de las veces por Marcello Mastroianni, tendrá musas varias a lo largo de su filmografía y, en especial, en aquellas obras centrales que mayormente aglutinan el sentido de su obra, a saber la Anita Ekberg de La Dolce Vita o la Claudia Cardinale de 8½. Ellas son criaturas celestiales a los ojos de Marcello o Guido, animales inefables que les fascinan e inspiran un amor inalcanzable, casi platónico pese a su cercanía. Encarnan ellas la necesidad de ellos, del autor, de seguir deseando pese a que constatará, de nuevo a través de alter egos, que su amor definitivo, aquel que no comprendió hasta el final de 8½, es Luisa, acá clara evocación de la esposa de Fellini: amante incondicional, el centro de su vida al que volverá a pesar de todos los devaneos, a pesar de todos los desvíos, allá donde verdaderamente se enraizará y dará sentido una de las constantes ineludibles de su arte.Hay en la unión de Fellini con Masina como un sino al que el cine italiano parecía tener que rendirse. Si el cine cree de la forja de sus leyendas de las más bellas epifanías registradas desde las circunstancias que rodearon a uno de sus máximos exponentes que es el director italiano, cuyo cometido se tornaría la trascendencia del neorrealismo para establecer un realismo articulado de fantasías y realidades propias, entonces debe creer en Giulietta como una de las figuras inherentes a dichas epifanías. Giulietta es, desde bien pronto, cine de Fellini per se, en todos los matices que existen de unos a otros personajes, en cada mágica intervención que la irrepetible actriz desempeña. Más allá de fetiches, más allá de entregadas adoraciones, Giulietta Masina será los sueños de Fellini o el personaje que añore los sueños en su intento de despegarse de una realidad brutal con la que se hallará en constante contienda. Es la Gelsomina de La Strada, la inocencia encarnada en un personaje eminentemente soñador, que sueña despierto y que se embelesa con el sonido de la trompeta, único instrumento de evasión ante los insistentes machaques de la inclemente realidad que le reserva un destino fatal. Gelsomina se enamora de Zampanò (Anthony Quinn), artista de circo bruto y sin piedad alguna cuya única motivación es seguir sobreviviendo en un micromundo como es el del circo, repleto de miserias que él, a distinción de su infantil ayudante, sí distingue y sí le pesan. Gelsomina es una figura del todo clownesca, casi la constitución de una epifanía circense en sí misma, que sufre las crueldades de Zampanò de una manera del todo desconcertante para el espectador. Cuando aquel se largue con una prostituta y la abandone momentáneamente, la reacción de Gelsomina será la misma que cabría esperar de un niño desamparado, esperando su vuelta con un gesto triste que ignora la ira, una mirada suplicante que pide no ser abandonada nunca más. Esto, por supuesto, será respondido con una incomprensión por parte de Zampanò, quien no entiende el fenómeno que tiene entre manos y reiterará su abandono hasta que, en su fatal conclusión, descubra el verdadero amor que subyacía por aquel ser iluso e incomprensible. Giulietta fue pues, sujeto vapuleado por los últimos coletazos neorrealistas de Fellini (aunque ya inscritos en las coordenadas de su realidad propia). Lo mismo sucede con Cabiria, primero personaje tangente en El jeque blanco (Lo sceccio bianco, 1952) que se erige con identidad propia en Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957). Cabiria supone un personaje a priori más fuerte, más acorde a su condición o, al menos, más realista en la realidad que le rodea. Y sin embargo, esta impresión es del todo errónea, pues pronto se revelará como un personaje iluso, una prostituta que sueña: sueña con encontrar al hombre que la rescate de su submundo, velado pero submundo igual; sueña su pequeña morada como un acogedor palacete en el que comparte ilusiones y penurias con su mejor amiga, Wanda; sueña en los aposentos del gran actor Alberto Nazzari, entre sus ropas, lujos y demás. En definitiva, Giulietta sigue siendo aquí la encarnación de un ser al que la realidad ya ha golpeado previamente, que ha perdido buena parte de su inocencia pero que se empeña en soñar. Lo es incluso después del golpe insólito y casi mortal que Fellini asesta a Cabiria en los primeros compases de la película, pero del que inauditamente se sobrepondrá para restaurar su fe en la humanidad. Giulietta Masina es, como Cabiria, una figura menos improbable que Gelsomina, anclada por completo a un sentido de la epifanía al que no puede renunciar. Cabiria es un personaje bello como pocos, nunca tan ilusorio pero inscrito en el camino que Fellini está allanando para la Giulietta de su filmografía, en constante aprendizaje y aún vulnerable, muy vulnerable a lo terrible de la naturaleza humana. Difiere Cabiria de Gelsomina en un rostro menos iluso y más consciente de su penoso devenir, más curtido en un personaje que, no olvidemos, no ha perdido sus sueños. Al final el refugio de ambas será el mismo si bien las suertes que corren son bien distintas: su evasión viene dada a través (cómo no) de artistas ambulantes que tocan una música inexplicable en su origen y su destino, sentimiento enfatizado en Las noches de Cabiria con la aparición de un grupo de músicos, banda dispersa y gente en plena celebración, una suerte de carnaval impuesto poco menos que como una aparición a la que se une Cabiria después de otra nefasta decepción. Los músicos celebran la vida, a pesar de todo, y Cabiria la celebra con ellos, a pesar de todo. Cabiria, a modo de saludo de final de representación, lanza una breve mirada a la cámara ante la que ha desplegado sus fantaseos e interpretados los del autor.
Pero es en Giulietta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965) donde Fellini pondrá a Giulietta, personaje, en la fase final de la liberación de los monstruos, fantasmas y horrendas figuras que han torturado y vilipendiado a Gelsomina y a Cabiria. Y se da en el centro de la obra de Fellini, en el momento en el que La Dolce Vita o 8½ han constatado de manera universal (y magistral) los postulados nunca rígidos bajo los que se puede inscribir todo su cine, su arte. Si 8½ era la deconstrucción insolentemente autobiográfica de Federico Fellini, su siguiente película Giulietta de los espíritus iba a ser una mirada definitiva y mitológica en torno a su bienamada esposa. Como constatan Pedraza y López Gandía, si Gelsomina era el alma de Zampanò y Cabiria un ángel desorientado, Giulietta Boldrini es una persona con una vida interior en separación de su falso apoyo masculino (su infiel marido) y sus propios fantasmas. Es, en otras palabras, la consecución lógica en la evolución del personaje a lo largo de la filmografía, que si bien no ha alcanzado la madurez, sí está aprendido a protegerse de las bestias, las deshumanizadas compañías que pueblan su jardín, su vecindario como si de una plantación de monstruosas almas se tratase. Es la emancipación del propio espíritu de Giulietta, la extirpación del dolor sufrido en sobremanera por sus anteriores personajes. El rostro de Masina sigue en una inescrutable lucha interna, por supuesto, pues es la excusa narrativa sobre la que se construye la película de Fellini. Lo prodigioso de esa lucha que mora en el personaje de Giulietta es, precisamente, su carácter de inescrutable, pues digna es de admiración su capacidad para expresar n rostro acá menos inocente pero siempre humilde, ya curtido en las miserias de la vida y empeñado en transformarlas en mágicas operetas de recuerdos y fantasías, pero aún capaz de hacernos intuir los conflictos internos en los que se encalla su alma. Es por eso que en la resolución de Giulietta de los espíritus Fellini habrá completado la compleja modelación de Giulietta Masina a través de su obra: cuando Giulietta se haya librado por fin de los estigmas que la separan de la felicidad total y salga al encuentro de sus ‘verdaderos’ amigos, entonces habrá quedado definida por Fellini como esa divinidad bondadosa, el alma más pura de cuantas pueblan su cine. Y habrá quedado definida, por cierto, sobre uno de los más complejos andamiajes de mitos construidos y simbolismos del cine de Fellini, apoyados aquí, en su primera película en color, en un uso exhaustivo y siempre significante del mismo.
El adiós definitivo de Giulietta Masina del cine de Fellini tendrá lugar en Ginger e Fred (1986), donde dará vida, junto con Mastroianni a una antigua pareja de bailarines imitadores de Ginger Rogers y Fred Astaire que se reencuentran 30 años después para actuar en un especial de navidad bajo la mirada de las cámaras de televisión. Poco cabe añadir de una Masina que alcanza Ginger e Fred como un pilar sobre el que ya se ha levantado buena parte del cine de Fellini. Queda la emotiva despedida que resulta de un reencuentro de las coordenadas aquí ofrecidas, y quizás la melancolía que se infiere del acto mismo del reencuentro: la del recuerdo del espectáculo pasado junto con la única pareja con la que podría bailar. Y en este punto los nombres de Ginger y Fred ya son los de Giulietta y Federico, y el melancólico adiós es un broche de oro a una de las colaboraciones ineludibles del séptimo arte; la ratificación de un amor que trasciende las significaciones, los modos de representación y los imaginarios visuales y que nos hace creer que ese arte sólo fue posible gracias al bendito, azaroso encuentro y amor entre sendas almas llamadas a construirlo.
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1LÓPEZ GANDÍA, J., PEDRAZA, P. Federico Fellini. Madrid: Cátedra, 1999. p.95
2LÓPEZ GANDÍA, J., PEDRAZA, P., 1999, p. 161
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Federico Fellini en el I Festival Internacional de Cine Clásico de Granada (Retroback 2009).
Pero es en Giulietta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965) donde Fellini pondrá a Giulietta, personaje, en la fase final de la liberación de los monstruos, fantasmas y horrendas figuras que han torturado y vilipendiado a Gelsomina y a Cabiria. Y se da en el centro de la obra de Fellini, en el momento en el que La Dolce Vita o 8½ han constatado de manera universal (y magistral) los postulados nunca rígidos bajo los que se puede inscribir todo su cine, su arte. Si 8½ era la deconstrucción insolentemente autobiográfica de Federico Fellini, su siguiente película Giulietta de los espíritus iba a ser una mirada definitiva y mitológica en torno a su bienamada esposa. Como constatan Pedraza y López Gandía, si Gelsomina era el alma de Zampanò y Cabiria un ángel desorientado, Giulietta Boldrini es una persona con una vida interior en separación de su falso apoyo masculino (su infiel marido) y sus propios fantasmas. Es, en otras palabras, la consecución lógica en la evolución del personaje a lo largo de la filmografía, que si bien no ha alcanzado la madurez, sí está aprendido a protegerse de las bestias, las deshumanizadas compañías que pueblan su jardín, su vecindario como si de una plantación de monstruosas almas se tratase. Es la emancipación del propio espíritu de Giulietta, la extirpación del dolor sufrido en sobremanera por sus anteriores personajes. El rostro de Masina sigue en una inescrutable lucha interna, por supuesto, pues es la excusa narrativa sobre la que se construye la película de Fellini. Lo prodigioso de esa lucha que mora en el personaje de Giulietta es, precisamente, su carácter de inescrutable, pues digna es de admiración su capacidad para expresar n rostro acá menos inocente pero siempre humilde, ya curtido en las miserias de la vida y empeñado en transformarlas en mágicas operetas de recuerdos y fantasías, pero aún capaz de hacernos intuir los conflictos internos en los que se encalla su alma. Es por eso que en la resolución de Giulietta de los espíritus Fellini habrá completado la compleja modelación de Giulietta Masina a través de su obra: cuando Giulietta se haya librado por fin de los estigmas que la separan de la felicidad total y salga al encuentro de sus ‘verdaderos’ amigos, entonces habrá quedado definida por Fellini como esa divinidad bondadosa, el alma más pura de cuantas pueblan su cine. Y habrá quedado definida, por cierto, sobre uno de los más complejos andamiajes de mitos construidos y simbolismos del cine de Fellini, apoyados aquí, en su primera película en color, en un uso exhaustivo y siempre significante del mismo.
El adiós definitivo de Giulietta Masina del cine de Fellini tendrá lugar en Ginger e Fred (1986), donde dará vida, junto con Mastroianni a una antigua pareja de bailarines imitadores de Ginger Rogers y Fred Astaire que se reencuentran 30 años después para actuar en un especial de navidad bajo la mirada de las cámaras de televisión. Poco cabe añadir de una Masina que alcanza Ginger e Fred como un pilar sobre el que ya se ha levantado buena parte del cine de Fellini. Queda la emotiva despedida que resulta de un reencuentro de las coordenadas aquí ofrecidas, y quizás la melancolía que se infiere del acto mismo del reencuentro: la del recuerdo del espectáculo pasado junto con la única pareja con la que podría bailar. Y en este punto los nombres de Ginger y Fred ya son los de Giulietta y Federico, y el melancólico adiós es un broche de oro a una de las colaboraciones ineludibles del séptimo arte; la ratificación de un amor que trasciende las significaciones, los modos de representación y los imaginarios visuales y que nos hace creer que ese arte sólo fue posible gracias al bendito, azaroso encuentro y amor entre sendas almas llamadas a construirlo.
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1LÓPEZ GANDÍA, J., PEDRAZA, P. Federico Fellini. Madrid: Cátedra, 1999. p.95
2LÓPEZ GANDÍA, J., PEDRAZA, P., 1999, p. 161
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Federico Fellini en el I Festival Internacional de Cine Clásico de Granada (Retroback 2009).
2 comentarios:
Me encanto como marcaron la evolucion de los personajes de Giulietta, una GRAN actriz.
Muy bueno tu blog, te felicito por tus monografias:)
Sin duda la Masina era componente inextricable del cine de Fellini y sin duda sus personajes marcaron una evolución tan interesante como el mismo cine del director. Gracias y bienvenido.
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