Se acabó lo que se daba. Toca fin una semana de cine que hemos disfrutado como pocos, y de la que sólo lamento no haber podido multiplicarme para asistir a tantas proyecciones y encuentros como fuera posible. Se hizo lo que se pudo. El caso es que la 23ª edición de Cinema Jove dijo adiós el pasado sábado en el Teatro Principal. Menos gente que en la inauguración, aunque tantas o más caras conocidas que hacía una semana: Karra Elejealde, Óscar Jaenada, Leticia Dolera, Paco Plaza y Bárbara Goenaga entre otros se sentaban en las butacas del Principal. Algunos para recibir un premio, otros para entregarlo y otros para, simplemente, dar color a una ceremonia que concluyó con una estupenda y bella película de Emmanuel Mouret, Un baiser, s'il vous plaît (2007). Pero antes, todas las lunas de Valencia a películas, cortos, promesas de un futuro de cine y trayectorias disfrazadas tras el nuevo ciclo Cuadernos de Rodaje. Entre las anécdotas, la sorpresa de Karra Elejalde entregando el premio Un Futuro de Cine a su compañera de reparto en Los Cronocrímenes (Nacho Vigalondo, 2007) Bárbara Goenaga (el actor, también vasco, recibió el mismo premio en 1996), el ascenso al escenario antes de tiempo de uno de los premiados y algún que otro imprevisto que no haría mucha gracia a los patrocinadores (el video donde se mostraban todos ellos no funcionó). El caso es que el palmarés de Cinema Jove este año se queda así:
- Luna de Valencia de Oro (largometrajes):Sügisball (Veiko Ounpuu, 2007 Estonia). - Mención especial (largometrajes):I am from Titov Veles (Teona Strugar, 2007 Macedonia). - Luna de Valencia de Oro (cortometrajes):Fais comme chez-toi (Gautier About, 2007 Francia). - Luna de Valencia de Plata (cortometrajes):Auf der Strecke (Reto Caffi, 2007 Alemania). - Luna de Valencia de Bronce (cortometrajes):Brakvann (David Reiss-Andersen, 2007 Noruega). - Mencion es especiales (cortometrajes):Aufrecht Stehen (Hannah Schweier, 2006 Alemania), C'est dimanche (Samir Guesmi, 2007 Francia) y Berni's Doll (Yann Jovette, 2007 Francia). - Un Futuro de Cine: Bárbara Goenaga. - Cuadernos de Rodaje: Jaume Balagueró y Paco Plaza.
Y se cierra el festival con una delicatessen llegada del país vecino. Un baiser, s'il vous plaît (Emmanuel Mouret, 2007) es una comedia francesa con ciertos aires de Allen que se descubren hasta en la forma de introducir a Tchaikowsky en la película (véase Scoop). Mouret consigue narrar dos romances en paralelo, uno fugaz y pasajero y otro durarero que cambiará la vida de sus implicados y aquellos que le rodean. Mouret logra una elegantísima comedia que es capaz de divertir desde la máxima frialdad con la puede ejecutar una escena de sexo entre dos personas ante una cámara que las mira con impecable simetría (y aquí también intervienen la buena labor de tanto Emmanuel Mouret como de Virginie Ledoyen). Inteligencia en las elipsis, en los diálogos y en la introducción de una pequeña historia que contiene, a través de un relato narrado, otra más grande en su interior. Mouret triunfa en su narrativa sobria pero eficaz que explora los límites del amor y la amistad (brillante la discusión entre la pareja protagonista sobre qué es lo que sienten el uno por el otro), mientras nosotros encantados nos dejamos llevar hasta un final en el que el francés nos convencerá de la máxima que mueve su película y sus personajes: nadie puede predecir las consecuencias de un beso. Y con un beso, el bellamente filmado que corresponde a la última escena de la película, se despide Cinema Jove un año más. Una clausura que deja buen sabor y las expectativas realzadas de cara a la edición próxima.
Ha sido una semana intensa como pocas y la jornada laboral no se lo pone fácil a uno para ir a cuantas proyecciones, encuentros y actos en general le apetecen de entre la multitud que organiza Cinema Jove a lo largo de la semana. Aún así, esto es lo que ha dado de sí mi semana en particular. O desde donde lo dejé en el último post:
Miércoles Proyección en el Instituto Francés de Tevye y sus siete hijas (Tuvia vesheva benotav, Menahem Golan, 1968) en el marco del ciclo Can(nes)celled. Se trata de una película germano-israelí de un director que descubro por primera vez, Menahem Golan. La película, un sencillo pero conmovedor relato de una familia judía de clase baja en la Rusia de principios de siglo, se centra en Tevye, un jovial judío padre de siete hijas y marido de una esposa a las que no puede alimentar. Esta película dio a conocer al personaje protagonista de una serie de novelas del escritor judío Sholem Aleichem, y Golan escogió este relato en particular para realizar este complejo retrato de la Rusia zarista y su mosaico de costumbres y religiones friccionando en un ámbito rural que registra tanto las penurias económicas del mismo, como el carácter festivo y optimista de sus gentes. Golan nos narra una historia en la que Tevye va viendo como sus hijas "abandonan el nido" a través distintas subtramas en las que se tocan temas como la política, la religión y el derecho de la mujer a vivir su propia vida en una sociedad anclada al pasado. La película contiene un cuidado tono tragicómico y buenas dosis de socarronería. Me quedé con dos escenas (amén de la estupenda actuación de Shmuel Rodensky): una auténticamente felliniana, una opulenta y pomposa boda imaginada por Tevye en la que todo el pueblo aparece teñido de blanco mientras una banda vestida de negro interpreta un festivo tema que las gentes del pueblo acompañan con bailes; la segunda, aquella en la que un policía local ha instado a los vecinos del pueblo a apalear a Tevye y a su familia y a quemar su casa debido a su condición judía. Tevye sale a encontrarse con la pacífica horda que no quiere hacer lo que la autoridad les ha indicado que hagan, ya que siempre han considerado a Tevye "uno de los suyos". En su lugar, Tevye y los vecinos negocian el número de ventanas que deben romper (con regateo incluido). Sin embargo, una vez la horda entra en la casa, esta es completamente saqueada e incendiada. Una escena que empieza siendo amargamente divertida y termina siendo amargamente despiadada.
La proyección, por cierto, coincidió con la rueda de prensa, en el piso de arriba, de Michel Léviant, guionista de Sous les bombes (Philippe Aractingi, 2007), película que se encuentra en la sección oficial de largometrajes del festival.
Jueves De vuelta al Instituto Francés y de vuelta a Can(nes)celled. La asistencia a la película supera con creces a la del día anterior, algo que era de esperar teniendo en cuenta que se trata de una de las películas que más expectación despierta en este apartado. Se trata de ¡Al fuego, bomberos! (Horí, má panenko, Milos Forman, 1967), la última película que Forman realizó en su Checoslovaquia natal antes de que en 1968 los tanques soviéticos entraran en Praga y el director emigrara a Estados Unidos para acabar realizando en las siguientes décadas obras tan trascendentes como Alguien voló sobre el nido del cuco (One Flew Over the Cuckoo's Nest, 1975), Hair (1979) o Amadeus (1984). La película es una comedia brillante de tan solo 71 minutos, suficientes para hacer que su divertidísima mirada a la sociedad checa a partir del baile que los bomberos de una pequeña localidad organizan, llene la sala de unas carcajadas casi incesantes. El baile, por supuesto, resulta un completo desastre: la mitad de los objetos de la rifa desaparecen y los bomberos no encuentran chicas suficientes para organizar el concurso Miss Bombero. Desternillante y ácida como pocas, la película de Forman desemboca en un final agridulce, no sin cierto toque de negrísimo humor que acaba dando con un plano final tan divertido como cautivador. Una película imprescindible ya solo con la inolvidable y silenciosa actuación á la Buster Keaton de Jan Stöckl como el retirado jefe de los bomberos. Sencillamente sublime.
Viernes Encuentro en el FNAC con Bárbara Goenaga, premio Un Futuro de Cine de este año. Le acompañan Rafael Maluenda, director del festival y Helena Taberna, directora de su última película rodada (se estrenará en Noviembre), La Buena Nueva, de la cual vemos el tráiler antes de empezar y el making off después de terminar.A Bárbara Goenaga la vamos a ver mucho en los próximos meses. De hecho, ya podemos verla en Los Cronocrímenes (2007) de Nacho Vigalondo, que se estrenó ayer mismito (por fin) y en 3:19 (Danny Saadia, 2008), en la que comparte reparto con Miguel Ángel Silvestre, quien se llevó el mismo premio la edición pasada.Precisamente uno de las preguntas para la actriz fue si temía encontrarse ante un fenómeno tan desbordante como el del actor español tras recibir el premio, ante lo cual Goenaga respondió que esperaba que no. La amena charla dio para que tanto Helena Taberna como Jesús Mora, también presente en la sala y quien la dirigió en Mi dulce (2001), se deshicieran en elogios hacia la actriz (Helena Taberna incluso dijo que Bárbara Goenaga le recordaba en cierta manera a la mismísima Isabelle Huppert), para que ella mencionara dos directores con los que les gustaría trabajar (Jarmusch y Gondry) y su admiración incondicional por Meryl Streep. También habló del rodaje de Los Cronocrímenes y de Oviedo Express (Gonzalo Suárez, 2007), diciendo de Vigalondo que es un director que parte de su inteligencia, su humor y su cultivación como cinéfilo, y diciendo de Suárez que es un cineasta de vuelta de todo esto del cine. Al final, nos llevamos un agradable encuentro y conocemos a una actriz que es todo humildad, simpatía y belleza.
Y por la noche a Viveros. Sesión doble que en algún sitio (no recuerdo cual) encontré curiosamente anunciada como "Grindhouse en Viveros". Las películas son El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, Jack Arnold, 1957) y Aquella casa al lado del cementerio (Quella villa accanto al cimitero, Lucio Fulci, 1981). La primera, una de esas cuentas que llevaba tiempo queriendo saldar. Y no decepcionó. La película puede ser señalada sin ningún tipo de duda como una obra maestra del cine fantástico, una joya que merece ser preservada para recordarnos, como bien hace un final tan magistral como el resto de la hora y veinte minutos de película, que la existencia del hombre es un lugar común donde se encuentran lo diminuto y lo gigantesco del universo. Tan grande, tan insignificante. El público rompió en un sonoro y emotivo aplauso nunca tan merecido en una película que, además de resultar un poderosísimo entretenimiento, destila por momentos auténtica poesía visual y verbal. Es dificil imaginar una obra que adapte mejor que Jack Arnold las particulares obsesiones de Richard Matheson (el también autor de Soy Leyenda): el individuo despojado de su mundo cotidiano, de la normalidad que le rodea convertida en una amenaza a la que ha de enfrentarse en completa soledad, y la vuelta al instinto primitivo del mismo para ganarse su supervivencia en el terrorífico contexto.
Aquella casa al lado del cementerio es un gialloo una heredera del giallo repleta de excesos, sangre y vísceras de serie B. Un divertimento que sorprende por momentos con sus recursos de cámara e iluminación, pero que parte de un guión irrisorio que contiene todos los defectos que un producto de terror de serie B puede tener. Lucio Fulci, pese a no controlar cualquier apartado referente a la narración, demuestra saber reírse de sí mismo y sus excesos. Deja la extraña sensación de ser un vaivén entre momentos que sobrepasan con creces el ridículo (los padres intentando abrir la puerta tras la que su hijo está encerrado con el asesino) y otros que, pocos segundos después, son capaces de ponerte el corazón en un puño y quedar grabados en tu memoria (en esa misma escena, el asesino empuja la cabeza del niño contra el otro lado de la puerta mientras su padre está intentando abrirla a hachazos). Sentimientos contradictorios pues, para una película interesante en su estilizado uso de recursos (brillante la cámara subjetiva que desciende a golpes cuando adopta el punto de vista de la madre del niño siendo arrastrada escalera abajo por el asesino) y hasta alguna escena remarcable (el niño en el sótano, asistiendo a un auténtico circo de los horrores). Pero totalmente despreocupada de una narración que avanza a golpe de cuchilladas y gritos, lo cual quizá fuera, sin ir más lejos, la verdadera intención de Fulci. Una parte del público que se quedó a la segunda proyección fue poco a poco dejando sus asientos no tanto por su escaso aprecio a la película sino por los constantes problemas con los subtítulos, los cuales desaparecían durante ciertas escenas o no coincidían con lo que los personajes estaban diciendo. Sólo hacia el último tercio de película se puedo arreglar el problema, pero para entonces muchos habían marchado ya. Otros nos quedamos hasta el final, disfrutando como niños y recordándonos que, al final, lo de la sesión Grindhouse no iba tan en broma.
El lunes por la tarde, mientras media Valencia invadía las playas y el tráfico se colapsaba en los alrededores de las mismas, un grupo de viejos maestros del cine nos regalaron, en la terraza del Centro Cultural Bancaja, un coloquio inolvidable para los escasos periodistas y aficionados que nos acercamos hasta allí movidos por la admiración y unas ganas irreprimibles de aprender de los más grandes. Allí se encontraban, ante nuestros ojos Richard Lester, Jerzy Skolimowski, Michael Serna, y Jirí Menzel como cuatro amigos compartiendo una agradable tarde de verano levantino y dispuestos a contarnos un buen puñado de anécdotas y alguna que otra opinión sobre Cannes 68, la revolución y el devenir de los festivales y el cine independiente después de aquella marcada fecha en el calendario tanto histórico como del séptimo arte. Rafa Maluenda, director del festival, ejerció funciones de moderador, el periodista francés Philip Bergson, de entrevistador y el crítico español Carlos García Aranda, de traductor.
De izq. a der.: Philip Bergson, Richard Lester, Rafael Maluenda, Michael Serna y Jirí Menzel
Fue un coloquio de apenas dos horas en la que estos cuatro directores explicaron sus opiniones respecto a la cancelación del celebérrimo festival de cine francés hace exactamente cuatro décadas y dónde se encontraban cada uno de ellos en la noche en el que los artistas se rebelaron y subieron al escenario para impedir que el telón se abriera. El único que reconoció haber estado realmente en el lugar de los hechos el mismo día de la cancelación fue Michael Serna, quien iba al festival con la primera película de estudio que era aceptaba a competición en el certamen galo, Joanna (1968), lo cuál tildó Serna de un "dudoso honor" a la vista de en lo que se ha convertido hoy el festival y su política aceptante de numerosas películas de estudio. Serna contó una divertida anécdota en la narró como él, al contrario que varios de los cineastas allí presentes que no tenían película ese año (Godard o Truffaut, por ejemplo), sí que quería que aquel telón se abriese y el festival continuase su curso, aseverando que llegó a enzarzarse con Godard a quien, asegura, tiró fuera del escenario. Cuando el debate pasó a centrarse en contestar a la pregunta de qué cambió tras mayo del 68, todos coincidieron en aseverar un sentimiento que fue explícitamente expresado por Richard Lester con dos palabras pronunciadas en perfecto español: "Absolutamente nada."
En el centro de la foto: Jerzy Skolimowski
Fue en el apartado de las anécdotas donde más se explayaron y divirtieron las cuatro leyendas. Fueron muchas y todas impagables, pero hubo una que fue un auténtico regalo, y el responsable fue el maestro polaco Skolimowski. Cuenta el director que una de las personas más afables y bellas que había conocido en su larga carrera fue el director inglés John Boorman. Skolimowski contó con todo lujo de detalles como cierta noche en los muelles de Santa Mónica, su amigo John Boorman y el mismísimo Lee Marvin, el legendario Liberty Valance, bebieron hasta emborracharse. Cuando los dos amigos se dispusieron a coger el coche, Marvin comenzó a insistirle a Boorman que quería conducir el coche del cineasta, a pesar de que Marvin había bebido unas cuantas copas más que su amigo. Boorman se negó en redondo y recibió, como respuesta, una estrafalaria petición: que solo aceptaría no conducir él si le dejaba ir en el techo de su coche. Boorman aceptó y, a los pocos minutos, la pareja fue detenida por un control policial. El agente de California se acercó a Boorman y le preguntó: "¿Sabe que lleva a Lee Marvin en el techo de su coche?" Ante lo que el inglés contestó: "sí, ¿pero eso es ilegal?"
El martes por la noche acudimos al ciclo "Jaume Balagueró y Paco Plaza: Cuadernos de Rodaje." La película, una total desconocida para mí de antemano, se convirtió instantáneamente en una de mis películas de terror predilectas. El otro (The Other, Robert Mulligan, 1972) es una fábula de terror fascinante desde el primer plano en el que observamos al niño Niles Perry (Chris Udvarnoky) en el centro de un plano general que enmarca un paisaje bucólico. Desde esta escena, en la que Mulligan ya introduce un sentimiento de inquietud en el espectador dado por los extraños primeros pasos de la película (el lento zoom hacia el niño, el silbido que empieza a oírse), la película consigue inscribir lentamente en su público un temor inexplicable ante la naturaleza de dos gemelos de carácteres completamente opuestos, una polarización del bien y el mal que adopta tintes terroríficos a medida avanza la narración. La sensación infundida de terror crece a medida que Mulligan hace crecer la sensación de la "otredad" y la deriva, de forma sutil y magistral en la evocación expresa de un cuento de terror que ya nos ha sido adelantado y narrado en el transcurso de la película. El otro fascina desde su reflexión sobre una infancia tortuosa en la que tanto están presente los miedos al abandono como la crueldad en los juegos de la niñez, fascina desde su minuciosidad y gusto por el detalle (el candado, sin ir más lejos), como por su capacidad de sorprendernos pese a que nos ha anticipado, de manera sutil, el devenir de los acontecimientos. Una obra imprescindible que nada tiene que envidiar a sus compañeras de cartel esta semana. El viernes, para nuestro disfrute, sesión doble: El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, Jack Arnold, 1957) y Aquella casa al lado del cementerio (Quella villa acanto al cimitero, Lucio Fulci, 1981). Para no perdérselo.
Anoche se inauguró en el Teatro Principal de Valencia la 23 edición de Cinema Jove, festival que ya mencioné a cuento de Mayo del 68 hace tres o cuatro posts. La noche dio para una acto de inauguración breve, directo e imperfecto que dejó las buenas sensaciones que le advienen a uno cuando se le promete una semana de algo más que buen cine. El festival no tendrá una alfombra roja ni destacará por su desbordante glamour. De hecho, los obstáculos presupuestarios que esta edición se lo ponen un poco más difícil, y algunas señalan la eliminación de la barrera de edad del festival este año como un síntoma o un mal presagio. Sin embargo, el festival sigue desvelándose como una magnífica plataforma para jóvenes promesas (Miguel Ángel Silvestre el año pasado, Bárbara Goenaga el presente) y un imán cada vez más potente de viejos maestros del cine tales como Jirí Menzel o Richard Lester. Fue precisamente el momento en que las viejas glorias del cine subieron al escenario y formaron un cuadro inolvidable en el que pudimos ver a Lester o a Menzel dándose la mano con un Elías Querejeta que recibió el más sonoro aplauso de la platea. Un aplauso que agradece una vida entregada a hacer posible buena parte del cine español durante décadas y décadas.
Antes y después de que las leyendas subieran al escenario, una María Almudéver un tanto despistada como presentadora, una breve presentación rápida de los 10 largometrajes que participan en la sección oficial (el primero de los cuales veríamos pocos minutos después), un vistazo demasiado rápido a los ciclos programados para la semana del festival (despachados en un video de apenas un par de minutos que apenas permitía discernirlos), y otro vistazo aún más fugaz a los 51 cortometrajes que competirán también en esta semana de cine. Mientras tanto, uno puede buscar entre el público caras reconocibles y encontrarse a Jaume Figueras en la butaca de delante o a Fele Martínez entre el patio de butacas mientras oye a Carlos Pumares, unos metros a su izquierda, berreando a no se sabe quién que "la cultura japonesa es la china, pero reducida." Hubiera sido la frase de la noche en Crónicas Marcianas. Pero no anoche, no en aquel teatro.
El Kaserón (Pau Martínez, 2007) es la película que abre el festival y que, por cierto, pertenece a la sección oficial. Fele Martínez es su protagonista y aparece en el reparto alguna que otra cara reconocible, como la de Ángel de Andrés López, profesional como pocos en los pocos minutos que le son otorgados en la película. El director, antes de la proyección, nos la presenta como una comedia que trata sobre el problema del terreno y que pretende hacerlo evocando ya no la carcajada, sino al menos una sonrisa. Y le viene bien esa declaración de humildad porque sí, la película trata el tema de los okupas, las recalificaciones del terreno y lo hace en clave de comedia. Pero por desgracia, la película de Pau Martínez ni funciona como comedia más allá de dos o tres gags y/o apuntes del gracioso personaje de Manuel Tallafé, ni funciona como instrumento de denuncia social. En ningún caso se le pueden reprochar las buenas intenciones a una película que, a pesar de amable, muestra una narración agotada ya en su primera hora y que chirría en la labor general de sus actores, incluso en ocasiones la de un Fele Martínez que parece haber dado varios pasos atrás respecto a aquel actor revelación que se nos presentaba de la mano de Amenábar. Solo la veteranía de Ángel de Andrés López y el mencionado Tallafé destacan mínimamente sobre un reparto que poco ofrece en una película de la que lo mismo se puede decir.
Y ahí acabó la noche. Lo mejor, desde luego esta por venir. No voy a repasar uno por uno los ciclos que ofrece el festival al público durante esta semana, que para eso ya está la web oficial. del festival Pero para convencer a los posibles asistentes a cualquiera de ellos, sólo diré que uno va a tener, en los próximos días, la posibilidad asistir a un encuentro con los veteranos directores arriba mencionados (el lunes a las 20h en la Fundación Bancaja), de estremecerse viendo Nosferatu (F.W. Murnau, 1922) con un digno acompañamiento musical o ante la visión de Leatherface con su sierra mecánica corriendo incesante en una pantalla grande emplazada en Viveros. Si no, uno siempre puede descubrir aquellas películas que no fueron proyectadas en Mayo del 68 en Cannes (sección ocurrentemente bautizada como 'Cannescelled') o introducirse en la filmografía del nuevo enfant terrible del cine francés, Chritophe Honoré. Tenemos donde elegir para hacernos nuestra propia gran semana de cine.
Abordados por la incesante avalancha de productos de terror elaborados en cadena, de patrones similares y públicos ya ganados, es improbable y al tiempo grato ver como un director de la talla de Frank Darabont (nombre que, ciertamente de poco le suena a la audiencia hasta que lee en el cartel aquello de "del director y guionista de Cadena Perpetua y La Milla Verde") retoma, una vez más, un relato de Stephen King para desempeñarlo en pantalla, una vez más, con una habilidad que hace a tomar a su producto final una valía que despunta muy por encima del resto de los arriba mencionados.
En La niebla el terror irracional nace de una tormenta y la posterior aparición de una niebla que invade todo un pueblo y obliga a sus habitantes a permanecer encerrados en sus recintos. Cualquiera que salga de ellos y se adentre en la espesa niebla, estará alejándose de la certeza de seguridad que, hasta ahora proporcionaban la comunidad o la familia para adentrarse en el territorio del más absoluto desconocido, allí donde reside una amenaza que pone en jaque la dicha seguridad de ese reducido grupo social. El interior de la niebla es, por tanto, el escenario perfecto en el que se definiría, en los términos de Stephen King, la freudiana teoría del The Uncanny (del alemán, Das Unheimliche), esto es, cuando un elemento que nos es presuntamente familiar (la niebla como fenómeno meteorológico), concibe y oculta tras de sí lo desconocido, la amenaza en principio no visible que nos aterroriza y que puede adoptar diversas formas concretas. En el relato que Darabont adapta a la pantalla, la forma adoptada es la de diversas bestias de tamaños varios, monstruos que pudieran ser creaciones extraídas del imaginario de Lovecraft y que aquí, pronto se revelan no sólo capaces de alterar la estabilidad de un pequeño reducto como es un supermercado, sino de establecerse como las especies potenciales que fuercen la extinción del ser humano o le devuelvan a su sumisión original en la Tierra.
Así que sí, alguien abrió la caja de Pandora allí arriba en las montañas. Poco o nada sabemos de esos monstruos que inician su cacería humana salvo la mínima información que se derive de un par de militares, aquí llevada hasta el simplismo extremo (se habla de una puerta abierta a otras dimensiones) cuando nadie demanda detalladas explicaciones a Darabont del por qué de la invasión de una plaga mitológica, dígase también bíblica atendiendo a los delirios religiosos de una Marcia Gay Harden, eficaz como fanática líder religiosa anunciando el Apocalipsis mismo y como gestora del miedo social de esa micro comunidad atrincherada en el supermercado. Precisamente en este apartado es donde Darabont muestra de nuevo sus mayores destrezas: en el sometimiento de sus personajes a un encierro en el que nacerán las desavenencias, la crispación, el fanatismo o el entendimiento, el cariño y la esperanza. Si bien el supermercado no es la prisión de Shawshank, el director exprime al máximo las posibilidades de un bastión aparentemente seguro y perdurable (aprovisionamiento y herramientas aseguradas, un buen número de gente disponible para enfrentarse a cualquier posible amenaza), pero que pronto da pie a un meticuloso y pesimista paradigma de la evolución de una comunidad sometida a situaciones extremas. La vuelta al instinto de supervivencia, al pensamiento primario, y todo ello en un enclave eminentemente contemporáneo como es un supermercado, un contexto deudor de aquel centro comercial de Pittsburgh que George A. Romero eligió para su Zombi(Dawn of the Dead, 1978).
Lo más envidiable del cine de Darabont no es sólo que, como bien menciona Bango en su excelente bitácora, es el cineasta que mejor entiende el universo de Stephen King. Sino también que es poseedor de un pulso narrativo excepcional que difícilmente encuentra parangón entre sus coetáneos. Lo demostró al hacer no sólo llevaderos, sino fascinantes sus dos bien conocidos dramas carcelarios, y lo demuestra de nuevo aquí, haciendo que el miedo social y la intromisión de la amenaza en el reducto en el que se atrinchera esa sociedad sea paulatinamente aterradora, que el miedo se filtre lentamente bajo la piel del espectador y que acabe adoptando, hacia su conclusión, aterradoras proporciones mayestáticas que evidencien la consumación de lo impensable: el fin de la especie humana. Sin embargo, no es ese el devenir que les espera a los héroes anónimos que deben afrontar su supervivencia a ciegas: la de La Niebla será una conclusión que, aun trágica, por fortuna se muestra valiente al contradecir las directrices marcadas por aquellos productos de terror condescendientes al beneplácito de la masas; pero que, por desgracia, también desvela las limitaciones interpretativas, hasta el momento bien disimuladas, de Thomas Jane. Y a pesar de ello, La Niebla, seguirá dejando un nudo en la garganta en el espectador, una patada en la misma boca del estómago de la que resulta difícil reponerse. ----------------------------------------------------------------------------- The Mist. Estados Unidos. 2007. 127'. Dirección: Frank Darabont. Guión: Frank Darabont; basado en el relato de Stephen King. Producción: Frank Darabont y Liz Glotzer. Música: Mark Isham. Fotografía: Rohn Schmidt. Montaje: Hunter M. Via. Diseño de producción: Gregory Melton. Vestuario: Giovanna Ottobre-Melton. Interpretación: Thomas Jane (David Drayton), Marcia Gay Harden (Sra. Carmody), Laurie Holden (Amanda), Andre Braugher (Norton), Toby Jones (Ollie), Bill Sadler (Jim), Jeffrey DeMunn Dan Miller), Frances Sternhagen (Irene), Alexa Davalos (Sally), Nathan Gamble (Billy Drayton). Puntuación: 7,2 Adéntrate en La Niebla... http://bango.blogia.com/2008/060401-la-niebla-the-mist-de-frank-darabont-2007-.php (crítica de La Niebla en El Cronicón Cinéfilo) http://www.labutaca.net/films/58/themist.php (sobre la película) http://www.themist-movie.com/ (web oficial) http://www.notrofilms.com/laniebla/ (web oficial España) http://www.alohacriticon.com/elcriticon/article1595.html (sobre Thomas Jane) http://es.wikipedia.org/wiki/Frank_Darabont (sobre Frank Darabont)
Dos expresiones de amor sobe el cielo de África. Una encierra un fatal destino ya consumado. La otra, un sueño realizado en la visión de la belleza del paraíso desde las alturas. Dos de los más grandes idilios del cine comparten ese momento único en las alturas que queda grabado tanto en la vertiente más trágica en El Paciente Inglés (The English Patient, Anthony Minghella, 1996) como de lo bucólico en Memorias de África (Out of Africa, Sydney Pollack, 1985). Estos dos fotogramas, amén de las dos magníficas películas que los contienen, bien podrían ser el hermoso regalo que, en forma de celuloide, dieron al mundo Anthony Minghella (06.01.1954-18.03.2008) y Sydney Pollack (01.07.1934-26.05.2008) antes de abandonarlo recientemente. El primero inglés, nativo de la Isla de Wight e hijo de un heladero de Ryde, desempeñó una corta carrera como cineasta en la que le dio tiempo a forjar una de las cintas románticas más aclamadas por crítica y público de los 90 (la citada El Paciente Inglés) y un par más de películas interesantes que nunca estuvieron a la altura de aquella: El Talento de Mr. Ripley (The Talented Mr. Ripley, 1999) y Cold Mountain (2003). Aclamado pues como uno de los directores ingleses de mayor importancia de la pasada y presente década, llegó a ocupar el sillón de director del BFI (British Film Institute) hasta el momento de su muerte el pasado Marzo.
El rostro de Sydney Pollack nos es más conocido. Este estadounidense natural de Indiana alternó su carrera como director con pequeños papeles en los que podíamos verle aconsejando a Tom Cruise que renunciara a su descenso a los infiernos en Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999) o como el jefe sin escrúpulos pero con etiqueta de George Clooney en Michael Clayton (Tony Gilroy, 2007). Como director, y tras ejercer de realizador en la pequeña pantalla durante la primera mitad de los 60, firmó en las tres décadas siguientes un puñado de títulos que merecen ser recordados: Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, 1972), Tal como Éramos (The Way We Were, 1973), El jinete eléctrico (The Electric Horseman, 1979) y Memorias de África fueron el resultado de la fructífera relación entre el director y su actor fetiche, Robert Redford. Pero también conquistó el éxito travistiendo a Dustin Hoffman en la divertidísima Tootsie (1982) o a través del thriller paranoico que era La Tapadera (The Firm, 1993). Sus últimas obras no recibieron ni el calor del público ni de la crítica que antaño le habían amparado. La sociedad Sydney Pollack-Harrison Ford demostró no dar los mismos frutos que con Redford, tal como se vislumbró tanto en Sabrina (1995) como en Caprichos del Destino (Random Hearts, 1999). La intérprete (The interpreter, 2005), un entretenido pero intrascendente thriller que precedió a su última e inesperada película, Apuntes de Frank Gehry (Sketches of Frank Gehry, 2005), a la postre único documental de su filmografía, el cual posaba su mirada sobre la vida y obra del arquitecto. Una obra que, por cierto, apenas tuvo hueco en alguna sala de la cartelera valenciana (y no más de una semana) y que, seguramente, vea multiplicado su interés tras adoptar la condición de obra póstuma.
El otro cadáver exquisito que debo incluir aquí es el de Charlton Heston (04.10.1923-05.04.2008). Pocos elogios quedan por atribuirle a uno de los grandes entre los grandes. Un mito que muere tras haber sido El Cid (Anthony Mann, 1961), haber huido de una furibunda marabunta de hormigas en Cuando Ruge la Marabunta (The Naked Jungle, Byron Haskin, 1954), visitado El Planeta de los Simios (Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968), sido uno de los precursores de Indiana Jones en El Secreto de los Incas (Secret of the Incas, Jerry Hopper, 1954) o Moisés en la faraónica Los Diez Mandamientos (The Then Commandments, Cecil B. DeMille, 1954). Sería una osadía repasar toda su filmografía (necesitaríamos todo un blog), así que terminaré este párrafo recordándolo, como siempre lo haré: primero, como el policía mejicano Mike Vargas enfrentándose al indeciblemente maligno Hank Quinlan (Orson Welles) en la obra maestra del cine negro Sed de Mal (Touch of Evil, Orson Welles, 1958); y segundo, como Ben-Hur (William Wyler, 1960), héroe de proporciones épicas que, conduciendo frenéticamente su cuadriga o remando en las galeras hasta la extenuación, me hizo creer en las proporciones espectaculares de magia que el cine podía alcanzar en cualquier tiempo, en cualquier lugar.
Y el sueño se hizo realidad. Si hace unas semanas no veía el momento para encontrarme a mí mismo en el Rolling Roadshow Tour en su primera visita fuera de España, ahora puedo sonreír y decir que, tal cómo uno de los impulsores del cotarro se atrevió a pronunciar en su discurso final, tanto yo como el resto de los allí presentes compartimos uno de los momentos más grandes de nuestra existencia. Corrijo: un buen puñado de ellos. Tres noches de ensueño en las que lo que contaba era, más allá de la adoración que cada uno pudiera sentir por la trilogía del dólar, vivir una experiencia cinematográfica excepcional en unas coordenadas excepcionales. La oportunidad de escalofriarse ante tres de las obras más influyentes y poderosas del celuloide en el mismísimo lugar en que fueron engendradas no es algo que esté a tu alcance todos los días. Si la oportunidad es aprovechada, la experiencia queda grabada a fuego en la memoria y los "peros" atribuibles a la mejorable organización, eclipsados por los escalofríos que convulsionaron el cuerpo de un servidor al saberse chafando la misma arena o calles en las que Clint Eastwood y Lee Van Cleef dejaron de ser meros mortales para convertirse en mitos incandescentes de la pantalla.
A continuación doy cuenta, tan compacto y rápido como me es posible, de esos tres días de peregrinación cinéfila en la que caben alegrías, penurias, escalofríos, conversaciones, contradicciones y alguna que otra decepción. Y ante todo, una inolvidable revisión de la portentosa trilogía cumbre del spaghetti western y el más honroso homenaje al legado del gran Sergio Leone.
Día 6. Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964) en Cortijo El Sotillo: El primer día ya adelantaba que uno de los principales problemas del Rolling Roadshow Tour iba a ser las escasas indicaciones que la organización dispuso a todos aquellos que no conocíamos la zona (la gran mayoría) y que, en el peor de los casos (el mío), llevó a servidor a vagar durante media hora carretera arriba carretera abajo entre desierto e invernaderos hasta dar con el cortijo de marras. El lugar, reconvertido hoy en restaurante y hotel, se conserva esplendorosamente y dispuso un servicio de bar que, si no fuera por los precios, uno hubiera echado a faltar en las dos proyecciones siguientes. El patio del cortijo, repoblado con sillas, no tarda en llenarse de una curiosa mezcla de curiosos locales, fanáticos del spaghetti western y de todos los western que lucen camisetas de "The man with no name" o de 800 balas (Álex de la Iglesia, 2002), de fieles del Rolling Roadshow que han cruzado el charco para seguir sus pasos y de un puñado de periodistas. Todos, y especialmente estos últimos, se preguntaban si, tal como se había anunciado en la web, Quentin Tarantino aparecería para presentar la primera de las tres películas. Pero a medida pasaban los minutos uno no tardaba en intuir que al señor Tarantino ya no se le esperaba y que, sólo quedaba esperar más de una hora sobre el horario inicialmente anunciado por la organización (seguramente no contaron con que en Junio en Almería, el sol se pone algo más tarde) para descubrir que un factible sustituto. Eugenio Mira fue ese sustituto que, lejos de limitarse a traducir lo que el cabeza organizador del show, se empeñó en dar su propia versión de las palabras del mismo con un humor del todo desafortunado y nunca correspondido por el público. Tras una espera eterna pero que nos prepara para lo que nos depararán los dos días siguientes, por fin las primeras imágenes empiezan a ser proyectadas sobre la enorme pantalla hinchable. Como es tradición en el Rolling Roadshow Tour, primero asistimos a un par de tráileres de viejas películas olvidadas, pequeñas joyas redescubiertas o rarezas. Así que nos llevamos de regalo los deliciosos tráileres de Oeste Nevada Joe (Ignacio F. Iquino, 1964) y El desperado (Franco Rossetti, 1967). Y por fin, Por un puñado de dólares empieza con sus artesanales y genuinos títulos de crédito, sin duda alguna los mejores de la trilogía. Lo que sigue después es la película más modesta en presupuesto e intenciones de las tres, y la carta de presentación del personaje configurado por Eastwood a lo largo de las mismas. El clásico poncho y el puro mordido entre los dientes acompañarían desde entonces a uno de los imborrables del western, aquí sacando provecho de una guerra entre las dos familias que ostentan el poder en una villa. De paso, Gian Maria Volonté empieza a hacerse su hueco de villano inolvidable el universo Leone con su papel como el despiadado Ramón Rojo. La escena más celebrada por el público, ovación incluida, es la que sigue:
Día 7. La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965) en Los Albaricoques: Los Albaricoques es un diminuto pueblo de blancas casas y apenas un puñado de calles en cuesta en las que podrías fácilmente imaginarte uno de esos tiroteos de las películas de Leone. No faltan las calles desiertas ni los arenales con algún que otro matorral de cactus. La proyección se celebra en la parte alta del pueblo, en una explanada con un incompleto círculo de piedra dentro del cuál el público rápidamente copa el escaso aforo que permiten las filas de sillas habilitadas frente a la pantalla. El que se queda sin silla, se sienta en el círculo de piedra, y pronto aquello se ha convertido en lo más parecido a un cine de verano con asientos improvisados, sillas desplegables traídas de casa por los vecinos y niños correteando de un lado a otro. Mientras esperamos la puesta del sol, encuentro entre la multitud a Nacho Vigalondo hablando con unos y otros. Si estaba allí, repito, es porque descubrí este Rolling Roadshow Tour a través de su blog, así que me acerco no sin cierto revoltijo en el estómago y se lo digo con el tenaz deseo de no parecer un desesperado caza autógrafos. Pese a los casi cinco años que han pasado de su 7:35 de la mañana (2003) y su vertiginosa nominación al Oscar, sigue siendo una de las figuras prominentes del cine español, con estreno pendiente pero ya muy próximo de su debut en largo, Los Cronocrímenes (2007). Hablamos del Rolling Roadshow, de la ausencia de Tarantino, le confieso cómo le descubrí en cierto curso de crítica de cine hace ya un lustro y cómo me reencontré con él en su blog años después, hablamos de Los Cronocrímenes y de Bárbara Goenaga. Mientras me despido, me maldigo por dejarme en el tintero una docena de cosas que me hubiera gustado incluir en esa conversación, pero me quedo con el consuelo de no haber parecido un fan desesperado. Eso sí, me permito la foto de rigor...
La muerte tenía un precio resulta un éxito masivo de audiencia. La proyección resulta la más emocionante en cuanto a que su último tercio transcurre enteramente en las calles de la población, y su apoteósico final en el mismo círculo de piedra en el que estamos todos sentados. La sensación es sencillamente escalofriante, brutal. Y la película se agiganta en mi memoria con ese duelo entre esos tres titanes que son Clint Eastwood, Lee Van Cleef y un inmenso Gian Maria Volonté que despide una maldad infinita en su papel de El Indio. Por cierto, dos tráilers más nos son regalados antes de la película, For a few dollars less (Per qualche dollaro in meno, Mario Mattoli, 1966), una casi inmediata parodia cuyo tráiler dejó perplejo a más de uno, e If You Meet Sartana Pray for Your Death (Se incontri Sartana prega per la tua morte, Gianfranco Parolini, 1968).
Día 8. El bueno, el feo y el malo (Il Buono, il brutto, il cattivo, 1966)en Cortijo de los Frailes: durante la mañana y aprovechando las espectaculares playas de Almería, nos acercamos hasta la playa del Mónsul, una playa perteneciente al Parque natural del Cabo de Gata y un paraje de aguas cristalinas, arena fina, y montañas que la flanquean. Y por si alguien cree que esto no tiene nada que ver con el cine...
La proyección de El bueno, el feo y el malo se realiza en un cortijo asentado en pleno desierto, en una nada rodeada de peladas montañas de western en el que el aire frío que sopla hace del visionado una dura prueba para los asistentes. Sin embargo, la última película de la trilogía del Dólar es su cumbre y bien lo merece. Cruento relato que no es sino una concatenación de géneros y de las influencias y virtudes atesoradas por Leone, aquí enfatizadas hasta la categoría de arte en estado puro. El bueno, el feo y el malo nunca deja de sorprender por su incansable épica, su contexto socio-político (la Guerra de Secesión), sus hipnóticos personajes o la música de Ennio Morricone que es alma de la película y que articula e incluso transforma cada gesto de esos personajes y cada acción que transcurre en escena (aplausos para Morricone cada vez que su nombre apareció en pantalla en cada proyección). Todo ello hace de esta conclusión a su trilogía el mayor triunfo de Leone, quien ajusta las proporciones y hace, con un presupuesto mayor que en sus dos anteriores incursiones, una película más grande en todos los sentidos. Esta vez es Nacho Vigalondo quien hace las funciones de traductor e introductor antes de la película y nos deja un pequeño discurso por cortesía del organizador. Vigalondo es breve pero contundente y recuerda al público la escena en la que Tuco ("el feo") entra en una tienda de armas para hacerse con un revólver y, en vez de elegir una de los deslumbrantes modelos que el armero le muestra, coge diferentes piezas de cada uno y monta la suya propia. Recuerda que eso, precisamente, es ni más ni menos lo que Leone hizo con sus películas. Juntar todas las piezas que bien conocía y hacer uno de los revólveres más bellos y eficaces jamás construidos. Y tras esto, en medio del hostil desierto, me reencuentro con una de las películas que más marcaron mi infancia y mi memoria cinéfaga. Y durante tres horas solo trato de parpadear lo menos posible y desear que ese sueño nunca acabe.
Lo que separa Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal de la inmortal trilogía que le precede no son sólo 19 años de ausencia de uno de los ilustres integrantes del Olimpo de los mitos del cine, sino también la nostalgia que sólo un héroe como el Doctor Henry Jones Jr. es capaz de crear en más de una generación de espectadores. Asistimos a la cuarta entrega con la inevitable comparación con sus predecesoras de manera consciente o inconsciente, y sabemos que casi dos décadas de cine es suficiente para que el disfrute, una vez más, de una genuina y sana película de aventuras o el genio y figura de uno de nuestros héroes predilectos, corran peligro por la concesión a las condiciones de la era digital y la recíproca relación entre unos creadores montados ya en el dólar (que, a propósito de Lucas, ya sabemos de lo que son capaces tras años de una franquicia temporalmente detenida) y una nueva generación de espectadores con ansias de carnaza del más difícil todavía.
Dicho esto, la cuarta entrega de la saga es una digna sucesora que no, en ningún caso es mejor que cualquiera de las tres que llegaron antes que ella, pero ofrece de nuevo un impagable rato de buen cine de aventuras, que no es poco, y sigue demostrando estar uno o varios escalones por encima de sus más cercanos imitadores (las respectivas sagas de La búsqueda y La momia). Este Indiana Jones viene precedido de numerosas batallas entre productor, director y guionista (y uno se pregunta qué película hubiéramos visto si éstas no se hubieran saldado con la sustitución de Frank Darabont por David Koepp en la escritura del guión) y el resultado es un gigantesco cóctel de acción desenfrenada, homenajes varios y personajes aspirando a ocupar en nuestra memoria cinéfaga los lugares que ocuparon Indiana Jones padre o Marcus Brody. Durante dos horas de metraje, asistimos a una película que se honra a ofrecernos un espectáculo en el que prevalecen las escenas de acción rodadas a la antigua usanza, uso de especialistas y trucos ante la recurrente recreación digital (que, a pesar de todo, tiene más cabida aquí que en las tres anteriores juntas). Y son en particular dos escenas las que merecen ser consideradas entre las mejores que la saga ha dado: en la primera, Indiana Jones y el joven rebelde Mike (Shia LaBeouf, quien momentos antes ha aparecido rindiendo magnífico homenaje al Marlon Brando de Salvaje [The Wild One, László Benedek, 1953) huyen a lomos de una moto de agentes del FBI que representan como pocos la paranoia anticomunista de la Caza de Brujas en la que se asienta el contexto de la película, y que, en un alarde de humor socarrón de sus creadores, acaban atrapados en medio de una pintoresca manifestación contra el peligro rojo; la segunda de ellas es una espectacular persecución en el Amazonas peruano en la que caben tanques, lucha de espadachines entre dos vehículos y una marabunta de hormigas que de paso servirá el segundo eslabón entre Indiana Jones / Harrison Ford y Charlton Heston (quien protagonizó Cuando ruge la marabunta [The Naked Jungle, Byron Heskin, 1954] y El secreto de los Incas [Secret of the Incas, Jerry Hopper, 1954], uno de los antecedentes a los que le más le debe la saga). Incluso Shia LaBeouf se alía con los monos de la jungla y decide avanzar de liana en liana en un momento que uno no sabe si juzgar como un ridículo exceso o un homenaje al mismísimo Tarzán de los monos. Lo que sí es seguro es que tanto Douglas Fairbanks como Johnny Weissmüller hubieran disfrutado como chiquillos viendo esta apoteósica persecución en la que todo cabe. Y cuanto más, mejor.
Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal ha ganado en acción ininterrumpida y perdido el ingenio verbal que había alcanzado su cumbre en Indiana Jones y la Última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, Steven Spielberg, 1989). Se convierte en la más referencial de la serie, la que más homenajes se permite y también la que más excesos comete. Si bien nosotros acudimos al cine sabiendo que las balas nunca le darán a nuestro héroe ni a nadie que esté de su lado (a no ser que haya un grial por en medio que todo lo cure), no es menos cierto que pretender que Indy sobreviva a una explosión nuclear gracias a una nevera puede resultar tan innecesario para sus hazañas como irrisorio. Sin embargo, el principal motivo de muchos que han esperado la mayor fidelidad posible al espíritu de las viejas películas de Indiana Jones es la trama que incorpora, por primera vez en la saga, seres extraterrestres que tendrán que ver con el susodicho misterio de la calavera de cristal. Personalmente, encuentro más que una buena idea que a Steven Spielberg se le haya ocurrido combinar una de sus particulares y preferentes obsesiones (explorada, sin ir más lejos, en Encuentros en la tercera fase [Close Encounters of the Third Kind, 1977], E.T., el extraterrestre [E.T.: The Extra-Terrestrial, 1982] e Inteligencia Artificial [Artificial Intelligence: A.I., 2001]) y las andanzas de su más célebre héroe. El único "pero" al respecto es un final algo descafeinado, decididamente mejorable y por debajo de los tres míticos finales que le precedían. Y hasta aquí puedo leer.
El reparto, bien elegido y con valiosas incorporaciones que van desde un eficaces Shia LaBeouf y Cate Blanchett a un divertido e ido John Hurt pasando por una recuperada Karen Allen para la ocasión, se sube a montaña rusa de Spielberg y Lucas de lleno, haciendo que sus personajes secunden, en la medida de lo posible, el carisma de un Harrison Ford que se sigue mostrando incombustible y reacio a jubilar al héroe. Nosotros, que nos movemos entre la falaz certeza de que los clásicos son inalcanzables y el ansia por revivir lo que aquellos nos hicieron sentir en nuestra infancia, deberemos esperar a mirar esta nueva entrega con cierta distancia y en frío para, definitivamente, aceptarla como la digna heredera que es y verla como una más de la serie. Y todos habremos ganado.