"De todos los músicos que trabajan en el cine él es, a mi parecer, el más humilde"
Federico Fellini
Rota o la banda sonora del universo felliniano
Es señal del particular interés de un director por forjar unas reglas, unas constantes repetidas a lo largo de su filmografía, su búsqueda y nombramiento de un compositor con el que hacer sociedad. Pero son pocas aquellas sociedades que trascienden el significado de la unión profesional para convertirse en fuentes recíprocas de inspiración y alimentación artística. Si damos un paso más allá, contadas son las sociedades que alcanzaran la excelencia en la que se instaló la larga y fructífera colaboración entre Federico Fellini y Nino Rota. Las bandas sonoras que Nino Rota construyó para Federico Fellini fueron parte inextricable de su obra: aprendieron a acariciar, modelar cada una de las oníricas imágenes, cada uno de los sueños y recuerdos del director, darle la música a la despidida de Guido o otorgarle la rumba a la Saraghina, uno de los tantos maravillosos personajes que pueblan el universo de Fellini. Digamos, pues, que Nino Rota es a Federico Fellini lo que Ennio Morricone a Sergio Leone. Digamos que su música es los signos de puntuación en la prosa de Fellini.
Genio precoz y siempre humilde, Nino Rota había compuesto a los 11 años su primer Oratorio, L'infanzia di S. Giovanni Battista. Rota continuaría en estos menesteres hasta que, llegados los años 30 realizara sus primeras incursiones en el cine. Compuso la música para diversas películas en las que coincidió, aunque sólo fuera en los créditos, con un Fellini que andaba forjándose en tareas de co-guionista, co-argumentista o ayudante de dirección en algunas de esas películas, caso de La primula bianca (Carlo Ludovico Bragaglia, 1947), Il delitto di Giovanni Episcopo (Alberto Lattuada, 1947) o Senza pietà (Alberto Lattuada, 1948). El encuentro posterior entre Fellini y Rota tuvo lugar en Lo Sceicco Bianco, primer largometraje de Fellini en solitario y primera de una serie de impagables colaboraciones entre director y compositor que este último aceptó sin mucho convencimiento debido a sus múltiples compromisos fuera del cine. Sin embargo, el fruto fue la semilla y la música que Rota compusiera para Lo Sceicco Bianco ya apuntaba las obsesiones de un Fellini que le demandó melodías circenses, bufonescas pese a que la historia narrara las aventuras y desventuras de un matrimonio recién casado. La música de Rota, pese a al ausencia de una explicitud que correspondieran las imágenes a las que nos remiten estos adjetivos, demostró subrayar el carácter sarcástico de la obra primera de Fellini y vislumbró las primarias coordenadas de la sociedad que iban a formar ambos.
Y lo establecido en esa primera colaboración se iba a corroborar en su siguiente, I vitelloni (1953) y especialmente en La Strada (1954), donde hace su aparición la mujer y figura capital del cine de Fellini, Giulietta Masina, acá a Gelsomina, personaje que aglutina toda la inocencia de la humanidad expuesta a la brutalidad de realidad y reducida a escombros cruelmente. La Strada pone en escena gente de circo, ambulantes artistas y magos del vodevil en los que ella encuentra la fascinación que vela las miserias de estos. Gelsomina encuentra en el mundo del circo, en el efímero sueño de una actuación, refugio en las melodías que le envuelven e hipnotizan en ese estado de ensoñación. La melodía interpretada por el violín del vagabundo es una constante a lo largo de la narrativa de una obra con tintes eminentemente neorrealistas, en la que los refugios temporales de Gelsomina no encuentran esperanza alguna ante una realidad inclemente. Así, la misma melodía que cautiva al personaje de Masina lo mismo remarcará su pérdida de forma irremediablemente trágica en su conclusión.
Las premisas marcadas por Rota en I vitelloni y La Strada se repetirán en Il Bidone (1955) y Las noches de Cabiria (Le Notti Di Cabiria, 1957), pues en la primera la música enmarcará la historia de un timador con partitura burlesca, satírica, mientras que en la segunda será de nuevo un vehículo para la desesperanza de Cabiria, la encantadora prostituta que asistirá al abyecto espectáculo de la crueldad humana. En La Dolce Vita (1960), sin embargo, era intención de Fellini utilizar música popular con la intención de subrayar a lo largo de su enorme obra la vacuidad e hipocresía de la clase alta romana. Cuando los derechos de autor se interpusieron en su propósito, Nino Rota elaboró una melodía que bien podría ser un mero acompañamiento a un cóctel entre aburridos burgueses, elegante y de paso lento que de repente es irrumpido por himnos circenses que evocan la explosión de vulgaridad y esperpento de la aristocracia que tiene lugar en la terrible orgía festiva hacia el final de la película.
En 1963, Ocho y medio (Otto e mezzo), supone un punto de inflexión en la carrera tanto de Fellini como de Rota. Se dice a menudo que Ocho y medio contiene todo el cine de Fellini, que es una celebración de la vida, de “su” vida encarnada por su alter ego en la pantalla, Marcello Mastroianni, y por tanto es, la música que suena en Otto e mezzo, la banda sonora de su vida misma. La música surge de los instrumentos de bizarras bandas que se suceden en la pantalla orquestados por Guido en su celebración final de la vida felliniana, aquella en la que todos salen a su encuentro, a compartir la fiesta de su existencia como un gran circo, y el tema de Nino Rota, esa marcha de la pasarela que es la perfecta rubrica, el himno que dirige esa celebración de manera magistral. Cuando no, sirve la música de Rota a los recuerdos de la infancia de Guido, espectador de la danza de una grotesca prostituta que construye de manera inaudita una bellísima ilusión, imposible sin la rumba compuesta por el compositor italiano para la ocasión. En aquella y en tantas escenas, Rota y Fellini habían conseguido trascender la vida, la música y el arte en una de las cumbres de su genialidad como autores.
Giulietta degli spiriti (1965) rinde un nada disimulado homenaje a Giulietta Masina y a ese cometido se entregaba una banda sonora tintada de swings, variaciones de jazz y charleston. A esta le sucedería el Fellini Satyricon (1969), para la que Rota compondría una partitura mucho más distanciada de las constantes presentes a lo largo de su carrera. Como la película misma de Fellini, la banda sonora era mucho más severa, poco presencial en términos de melodías resonantes y que repercutieran en la mente de un espectador embelesado, sino destinadas a corresponderse con una adaptación eminentemente clásica, pero eminentemente entregada a la visión más pesimista y cruel de Fellini. Los sonidos del Satyricon, por tanto, están destinados a ejercer una función opresiva sobre el espectador, en la que también se apoya una narración desestructurada, fragmentada, en su desconcierto al mismo. Por contra, para I Clowns (1970) volvieron los temas circenses que ya hubieran resonado en obras como Il Bidone con fuerza inusitada, exultante banda sonora que suponía un ininterrumpido acompañamiento para el sentido homenaje al mundo circo, contexto recurrente y favorito de Fellini, presente a lo largo de su obra. Más que nunca, quedaba enfatizado lo clownesco, fascinación suficiente para Fellini para una inspiración de semejantes coordenadas.
Tras una partitura para Roma (1972) que volvía, como el Fellini Satyricon, a ejercer una función contextual, ambiental, Amarcord (1973) se erige como un nuevo emblema tanto para el cineasta como para su compositor. Vuelve aquí la evocación de los recuerdos, la infancia y el despestar adolescente en la Italia pre-fascista… vuelve aquí el tema de Nino Rota a tener una incidencia conmovedora en momentos puntuales de Amarcord… vuelve a vincularse de forma irremediable con el imaginario visual felliniano, una alianza tan poderosa e inolvidable como en Otto e mezzo, o La Dolce Vita y que registra en nuestra memoria cinéfaga la asociación entre las imágenes de la violenta iniciación sexual y el incesante motivo musical que desde entonces tararearemos sin remedio.
Las dos últimas colaboraciones entre Fellini y Rota serían Casanova (1976) y Prova d’orchestra (1978). Para la primera, Rota se inspiró, según sus propias palabras, en motivos de la música africana, oriental y asiática que sugirieran lejanía en el espacio y el tiempo. Melodías a las que Rota daría un tono melancólico en pos de acentuar los momentos más dramáticos de la cinta. La segunda se convertiría en su último trabajo juntos, pues Prova d’orchestra sería filmada un año antes de la muerte del compositor italiano. Triste paradoja, la película dejaría de ser un homenaje a la vida de Fellini apoyado en la música de Rota para tornarse un homenaje al mismo Rota. Centrada en los ensayos de una pequeña orquesta, Prova d’orchestra dio la oportunidad a Rota de poner en escena multitud de sonidos diegéticos que iban a configurar el pequeño universo de un grupo de músicos interactuando en un complejo proceso artístico.
Como si el sonido del circo se hubiese desvanecido por siempre, como si los recuerdos de la niñez se esfumaran dolorosamente, Rota desapareció del universo de Fellini y lo dejó sin banda sonora. Para Fellini y para el cine, Rota fue una pérdida irreparable de la que no habrían de recuperarse. Culpables son los momentos de infinita belleza que su música había consagrado. Cómplices nosotros de un melancólico y hermoso legado que quedó para la posteridad.
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Fellini en el I Festival Internacional de Cine Clásico de Granada (
Retroback 2009)