Una cosa está clara... Cine a discreción no va acompañado de crítica a discreción. La salud me recomienda que no vomite aquí todos los minutos de cine visionados en los últimos meses: veo cine sin querer, por inercia y por televisión, preestrenos de los que uno no sabe bien que esperar y proyecciones de ciclos en el MuVIM... el hambre de cine no se detiene y creo que pronto enfermaré de bulimia cinéfila. El caso es que este post venía porque, con tanto cine, uno se deja en el camino unas cuantas películas de las que hubiera dado buena cuenta en su día y no fue así. Llámese desgana, llámese olvido. Reviso la lista y no son pocas las que merecen su inclusión, no pocas las joyas descubiertas ni los clásicos pendientes, no pocas las revisitadas y tampoco faltan las capaces de extraer lo peor de mí tras un cabreo soberano a la salida del cine. Pero claro, hay que compensar...
Es lo que pasa cuando te encuentras una película que es un auténtico ladrillo. En inglés,
Brick. No recuerdo un título tan explícito de lo que iba a encontrarme después. Ah, sí...
Stoned. Pero equiparando las dos películas en dosis de aburrimiento, la de Rian Johnson tiene más delito por su demostrada capacidad para tirar por la borda una idea de inicio original: cine negro en un instituto. Johnson juega a ser Dashiell Hammett y a cambiar a Marlowe por un sagaz empollón, dando como resultado casi dos horas de enrevesadísima e increíble trama con enrevesadísimos e increíbles personajes que acaban dando con sus huesos en el ridículo absoluto evocando a Tolkien ante el mar. Ver para creer. La intención era buena, algo muy diferente a lo que acaba siendo la película. Hay que ver lo que da de sí un disfraz de joven cine independiente, Sundance y los cuatro duros de presupuesto. Menos mal que no todo el monte es ladrillo y que aún queda mucho cine negro del bueno por descubrir en la estantería de tu habitación. Si además lo sitúas en el amanecer de la
Nouvelle Vague y dejas que la trompeta de
Miles Davis haga de la banda sonora una auténtica
delicatessen,
Ascensor para el cadalso ya se convierte en algo más que una curiosa incursión en el género de
Louis Malle, el eterno indeciso de la generación.
Luego está
Bresson. Francés y contemporáneo de Malle, claro. Pero mucho menos exquisito, donde va a parar.
Pickpocket demuestra auténtica pasión contenida y una manera de hacer cine única e inimitable. Sobriedad es la palabra que mejor define a Bresson, pero mucho lo que esconde tras de ella: odio y rechazo hacia cualquier tipo de espectáculo, artificio o incluso la actuación. Actores no profesionales para un experimento del más puro realismo cinematográfico que filma asépticamente cada detalle de la realidad. Una realidad tan fría y distante en la que Bresson aún sabe impresionar (aunque sea sin querer) con las escenas en las que el
pickpocket (carterista) Michel (Martin LaSalle), con la ayuda de sus compinches, deja sin cartera a medio metro de París. Genuina cosecha del 59.
Pero si hablamos de impresionar, lo mejor será referirse a
Eisenstein y a
Lang (Fritz, no Jessica), o a
El acorazado Potemkin y
Metrópolis, respectivamente. Sólo dos genios como el ruso y el alemán podrían conseguir con dos películas de la década de los 20 impresionarme hasta el punto de insuflarme la suficiente emoción y espíritu comunista para desear haber formado parte de la Revolución Rusa, o de ser por un día
Freder Fredersen y liberar al pueblo oprimido por mi padre, dueño de Metrópolis. Si bien el término obra maestra está sobreutilizado y, a veces deja de tener sentido en esto del cine, pocas dudas quedan de que ambas películas lo son. Escenas como la de
la escalera de Odessa o el hundimiento de
Metrópolis son auténticos prodigios técnicos y cinematográficos que sacarían los colores a más de un director de nuestro tiempo.
Justo al final de un breve
Asalto y Robo de un tren (10 surrealistas minutos a las 3 de la mañana en la soledad de mi habitación) que me rememoró mis viejos apuntes de Company, ese
pistolero disparando a la cámara que daba nacimiento al western, me hizo recordar el final crepuscular del mismo,
Grupo Salvaje, y en consecuencia, el cine de
Peckinpah. Decidí volver a ver
Perros de Paja y acabé con la inquietante sensación de que cada película de aquel monstruo conseguía impresionarme más que la anterior. Y aquí podría hablar del brutal erotismo de
Susan George o de esas dos escenas que le dejan a uno temblando y en estado de conmoción: la violación y la matanza. Podría hablar de todo eso y más, de todo el Peckinpah que hay en
Perros de Paja, que es mucho y del que no puedes olvidar, pero seguramente aburriría antes de empezar y perdería la ocasión de mencionar a otros de la lista como
Woody Allen o
Spike Lee. Del primero,
Acordes y Desacuerdos me dejó un agradable sabor de jazz y encandilado con Emmet Ray (o sea, con
Sean Penn) y
Samantha Morton. La de Allen es una de esas películas que te dibujan una sonrisa cuando las recuerdas y te das cuenta de que al alcance de muy pocos queda el talento y la experiencia para realizar un biopic tan ficticio como brillante. Aunque claro, uno tampoco puede dejar de alabar las primeras obras de autores igualmente brillantes y cargados de rebeldía y protesta.
Haz lo que debas es el ejemplo perfecto del cine de Spike Lee: independiente, incómodo en su retrato de una sociedad inmersa en la violencia
racial, alegato brillante contra el racismo y una bella historia en un suburbio de Nueva York.
Y hablando de primeras obras,
Malas Tierras pasa por ser uno de los debuts más soberbios que un servidor haya visto.
Terrence Malick hizo de Martin Sheen su particular rebelde sin causa, el James Dean con el que todos le comparan en la película. Un tipo poco hablador y sin un lugar en el mundo que se lanza con su enamorada adolescente Sissy Spaceck a cruzar la América profunda sembrando un reguero de asesinatos.
Bonnie & Clyde hubieran estado orgullosos de
Kit y Holly, adolescentes que no quieren madurar en busca de un sueño de rebeldía y armonía vital con la naturaleza. Algo parecido a lo que (agárrate fuerte)
Apichatpong Weerasethakul intentaba con
Tropical Malady. Intentaba, digo... El riesgo que asumes cuando vas a ver una película de cine tailandés vanguardista en la Filmoteca es considerable, y puedes encontrarte que el acontecimiento más destacable es ver como el respetable va abandonando la sala o cómo el espíritu de una vaca echa a andar por la jungla tailandesa.
Seguramente para desintoxicarte de tal despropósito lo mejor es que cedas una tarde de nochebuena a ver esa película que viene repitiéndose en susodicha fecha desde que tienes uso de razón, llámese
Sonrisas y lágrimas o llámese
Siete novias para siete hermanos, que es el caso. Igual descubres que, dejando de lado la más que discutible ideología escondida tras sus coloridas y alegres imágenes, puedes encontrar las mejores coreografías de la época dorada del musical en Hollywood y acordarte de cómo
Stanley Donen se marcaba un claqué mientras recibía aquel óscar honorífico. Pero si lo que buscas es música mayúscula, de esa que te cala y hace vibrar el corazón, entonces
Buena Vista Social Club es la mejor opción. A ese selecto club se apuntaron unas cuantas leyendas de la música cubana y
Wim Wenders los reunió con
Ry Cooder en la isla para conformar una liga de músicos extraordinarios y filmar un documental que en su reunión de mitos constituye ya un mito de por sí. La sensibilidad y el cariño de las voces añejas de Compay Segundo, Elíades Ochoa o Ibrahim Ferrer narrando la historia de su vida y su música mientras se suceden los parajes de
La Habana hace que
Buena Vista Social Club alcance momentos impagables y que uno sueñe (otra vez) con largos paseos por el malecón de la capital cubana.
Y sin embargo, es con Theo Angelopoulos con quien uno casi alcanza el cielo.
La mirada de Ulises puede resultar de inicio un pesado ejercicio de visionado para una asignatura de Unión Europea, pero tomada con iniciativa propia e imposición fuera, ver a
Harvey Keitel recorrer los Balcanes en guerra en busca de los inicios del cine, no deja de ser un acto de amor de
Angelopoulos al mismo con una película dura como pocas. El genocidio y la brutalidad de la guerra frente a la odisea de un hombre en busca de tres rollos de película donde unas hilanderas trabajan afanosamente. Fascinación y dolor a partes iguales. Y el dolor gana y te deja hecho polvo en la última escena, tanto como al mismo Keitel (o Ulises). Menos mal que luego siempre encuentras un hueco (de tres horas) para evadirte, con todo el rutilante
estrellato posible en 1962, cuando a John Sturges se le ocurrió diseñar la más espectacular fuga vista en la historia del cine y le salió bien, muy bien.
La gran evasión es un manual de cómo entretener al espectador sin tomarle por pardillo y hacerlo a medio camino de géneros diversos y grandes actores. Y una gratificante vía de escape. Algo que, en no pocas ocasiones, es bastante de agradecer...