1.
Viendo Las horas, intuí un día en Stephen Daldry un adaptador nada conformista, el autor capaz de lanzarse a la piscina y no ahogarse en la complejidad del texto original. Pero entonces era sólo eso, una intuición. Hoy, tras la lectura de El lector, es más una afirmación, si bien esto no ha de significar el mismo calado en el texto fílmico que en la superlativa novela de Bernhard Schlink. Dicho, claro está, desde la consciencia de las necesidades de cada lenguaje: la omisión de la narración en primera persona por Michael Berg inevitablemente resta mimbres al total del discurso de Schlink, al que ahora iremos. Cuando vi El lector, discerní en ella el discurso de la culpa colectiva, la constatación, aquí sí y en voz alta, del Holocausto no como una barbarie atribuida en exclusiva (y con alivio) al movimiento nacionalsocialista, sino como consecuencia de una complicidad nacional, la permisibilidad de todo un pueblo que desde el inmovilismo o la ignorancia aupó el régimen que lideró la hecatombe humana. Leyendo El lector he comprobado lo mucho más lejos que Schlink llega. He aquí el extracto ilustrativo:
La culpabilidad colectiva, se la acepte o no desde el punto de vista moral y jurídico, fue de hecho una realidad para mi generación de estudiantes. No sólo se alimentaba de la historia del Tercer Reich. Había otras cosas que también nos llenaban de vergüenza, por más que pudiéramos señalar con el dedo a los culpables: las pintadas de esvásticas en cementerios judíos; la multitud de antiguos nazis apoltronada en los puestos más altos de la judicatura, la Administración y las universidades; la negativa de la República Federal Alemana a reconocer el Estado de Israel; la evidencia de que, durante el nazismo, el exilio y la resistencia habían sido puramente testimoniales, en comparación con el conformismo al que se había entregado la nación entera. Señalar a otros con el dedo no nos eximía de nuestra vergüenza. Pero sí la hacía más soportable, ya que permitía transformar el sufrimiento pasivo en descargas de energía, acción y agresividad. Y el enfrentamiento con la generación de los culpables estaba preñado de energía.
Sin embargo, yo no podía señalar con el dedo a nadie. Desde luego, no a mis padres; a ellos no podía reprocharles nada. Durante el seminario de Auschwitz, imbuido de celo progresista, había condenado a la vergüenza a mi padre, pero ahora ese celo se había disipado, e incluso me resultaba embarazoso, visto retrospectivamente. Todas las culpas que se les pudieran achacar a las demás personas de mi entorno social no eran nada comparadas con las de Hanna. Era a ella a quien tenía que señalar con el dedo. Pero, al hacerlo, el dedo acusador se volvía contra mí. Yo la había querido. No sólo la había querido, sino que la había escogido. Me replicaba a mí mismo que en el momento de escoger a Hanna no sabía nada de su pasado. Y así intentaba refugiarme en esa inocencia con la que los hijos aman a los padres. Pero el amor a los padres es el único del que no somos responsables.
O quizá sí lo somos. Por entonces yo envidiaba a aquellos de mis compañeros que renegaban de sus padres y, con ellos, de toda la generación de los asesinos, los mirones y los sordos, de los que toleraban y aceptaban a los criminales; de ese modo, si no se libraban de la vergüenza, por lo menos podían soportarla mejor.
2.
Como irremesible resultante de esa renuncia a la primera persona narradora, el Michael Berg de la película (David Kross como adolescente, Ralph Fiennes como adulto) se ve sustancialmente privado de tales disquisiciones y queda más desdibujado pese a la fiel frialdad de Fiennes. Ahora bien, es justo reconocer que en la novela de Schlink también pesa más el personaje de Hanna, como es justo, justísimo, alabar la composición de esta por Kate Winslet. Y lo es por lo terroríficamente complejo del personaje, porque la actriz fue tan capaz de su crueldad como de su indefensión emocional, del ingenuo desconcierto ante la hipocresía de la concentración de la culpa, ante el dedo acusador. Durante el juicio vemos a una Hanna perdida, que nunca acaba de entender los motivos de su presencia y se ve impotente ante la retórica judicial. Hanna replica siempre con la sinceridad de alguien que considera todo acto punible que pudiera haber cometido supeditado a la imposibilidad de otra elección. Es más, se muestra atónita ante el mero hecho de la acusación. Y es en ese asombro, en ese siempre turbador estado de vulnerabilidad inconcebible, como uno encuentra a Winslet en la película de Daldry. Así se la describe, en el texto, en algunos pasajes correspondientes al juicio:
Hanna lo preguntaba en serio. No se le ocurría qué otra cosa debía o podía haber hecho, y quería que el juez, que parecía saberlo todo, le dijera qué habría hecho él (...).
La pregunta no iba dirigida al juez. Hablaba consigo misma, se preguntaba a sí misma, vacilante, porque todavía no se había planteado la pregunta, y dudaba de que fuera la pregunta correcta, y de cuál podía ser la respuesta.
Al final, resulta que El lector tiene mucho de eso, de buscar las preguntas correctas y entonces, sólo entonces, plantearnos cuáles serían las respuestas. Un último párrafo para certificar el éxito de Winslet en su encarnación:
La lectura duró varias horas. Cuando el juicio acabó y condujeron fuera a las acusadas, esperé a ver si Hanna me miraba. Estaba sentado en el sitio de siempre. Pero ella miraba hacia adelante sin ver nada. Una mirada arrogante, ofendida, perdida e infinitamente cansada. Una mirada que no quería ver nada ni nadie.
3.
Schlink publicó El lector en 1995. Por entonces, ya sospechaba que las crecientes ficcionalizaciones del Holocausto ponían de manifiesto cierto peligro: la reinterpretación de la historia como otra forma de olvido.
Hoy en día hay tantos libros y películas sobre el tema, que el mundo de los campos de exterminio forma ya parte del imaginario colectivo que complementa el mundo real. Nuestra fantasía está acostumbrada a internarse en él, y desde la serie de televisión Holocausto y películas como La decisión de Sophie y especialmente La lista de Schindler, no sólo se mueve en su interior, no se limita a percibir, sino que ha empezado a añadir y decorar por su cuenta. Por aquel entonces la fantasía apenas se movía; teníamos la sensación de que la conmoción que había producido el mundo de los campos de exterminio no era compatible con la fantasía. La imaginación se limitaba a contemplar una y otra vez las pocas imágenes que le habían proporcionado las fotografías de los aliados y los relatos de los prisioneros, hasta que se convirtieron en tópicos fosilizados.
Desde luego, tras este punto hubiera sido harto interesante preguntar a Schlink acerca de La vida es bella.
3 comentarios:
hola, me di una vuelta por tu blog y me gusto mucho...me agrada tu forma de dar las criticas..date una vuelta por mi blog de cine a ver que te parece...te sigo...
Interesante reflexión... Cuando uno ve el film de Daldry se da cuenta en las escenas del juicio de que la novela puede indicar determinadas confrontaciones que la película no subraya, lo que es uno de sus mayores errores.
Buen blog y me sorprende que no te hayas cansado después de tanto tiempo jeje. Saludos!
Eso intentamos, eso intentamos... la adaptación en este caso no era nada, nada fácil. Los devaneos morales de Michael Berg, sobre todo, tenían difícil traslado. Y como dices, se echa de menos alguna que otra de las confrontaciones de la novela. Aún así, creo que la película de Daldry no sale mal parada.
¡Saludos!
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