jueves, julio 30, 2009

Pelham uno, dos, tres (Joseph Sargent, 1974)

Los atractivos del original, en este caso, superan en mucho a los del remake. Y no es que le falten a Asalto al tren Pelham 123, revisión en la que Tony Scott ha incorporado, a la hipervisibilidad habitual, unos personajes definidos por su ambigüedad moral. Pero, con todo, no aguanta la comparativa con su referente y, de paso, pone de manifiesto que no todas las evoluciones del género deberían celebrarse igual. Pese al simplismo de la afirmación, no puedo evitar pensar en Sargent como un artesano, un realizador que antepone la eficacia del producto y los cabos atados a dejar cualquier impronta. Y en Scott, como un estilista camino de un género de thriller propio.



Pelham uno, dos, tres no sólo es un excelente ejemplo de thriller "de oficio", sino también una muestra de género perfectamente consciente de su tiempo y su contexto: la Nueva York de los 70, la de la crisis urbana, el proyecto de megalópolis infestado de corrupción y delincuencia. La película de Sargent no sólo se sitúa en ese escenario, sino que ve instalado su tono, su misma alma desde el mismo. Algo así sucedía en dos de sus hermanas mayores del género: Serpico y The French connection también se deben, y mucho, a ese contexto. Hay tanto en la Pelham de 1974 como en su actualización, un personaje secundario pero fundamental para determinar el momento socio-político de cada cual: el alcalde. En la primera, el mayor incorporado por Lee Wallace es un dirigente perezoso, que tiene que ser sacado de la cama para afrontar la crisis. El secuestro sólo parece preocuparle en término de votos y opinión pública, y es su consejero quien le describe la ecuación y el resultante en cada elección. Alguien en la reunión se acuerda de que están en una democracia, a lo que Wallace contesta tajante que Nueva York es algo distinto a una democracia. Al segundo alcalde, interpretado por James Gandolfini, lo describe muy bien Antonio José Navarro en la última Dirigido Por:

En el Nueva York post 11-S que apenas entrevemos en Asalto al tren Pelham 123, ya no existe rastro alguno de la vieja crisis urbana: es una fría, funcional y algo triste metrópoli alejada del esplendor de la era Giuliana, y que su nuevo alcalde, el plutócrata Michael R. Bloomberg, administra de manera despreocupada. No en vano, su alter ego en la pantalla, interpretado por James Gandolfini, exclama ante las súplicas de uno de sus ayudantes, que le increpa para que haga una demostración de autoridad: me he dejado mi traje de Rudolph Giuliani en casa. El personaje de Gandolfini está más preocupado por el dinero y su escandalosa vida sexual que por el crimen.
Otro tanto a favor del original: Pelham uno, dos, tres ofrece más voltaje en las conversaciones que mantienen secuestrador y negociador y estas, una naturaleza bien distinta. Si en la cinta de Scott, Washington es héroe anónimo cuya implicación no voluntaria acaba siendo también vía de redención, allá Walter Matthau tomaba las riendas porque se sabía más capaz. Donde Washington es un funcionario arrepentido, Matthau es un sabueso mordaz. Al otro lado de la línea, Robert Shaw era un secuestrador pragmático e inflexible, un villano que renuncia a cualquier otra motivación que el dinero. Todo lo contrario que en el caso de Travolta, cuyo ex broker encabronado engarza una conferencia tras otra en torno a la moral, el destino y las deudas con Dios.



Las soluciones para ambos enfrentamientos también son bien distintas: Travolta y Washington, tienen que acabar, sí o sí, en un duelo en todo lo alto, acorde al tono y ruido visual del thriller de Scott. Y este acontece en el puente de Brooklyn, donde se resuelve toda redención y dilema moral. La película de Sargent, por su lado, renuncia a cualquier escalada del espectáculo, siquiera a salir a la superficie: es una película subterránea, más oscura, cuyo enfrentamiento entre secuestrador y negociador no corresponde a un clímax. Muy al contrario, sorprende por la inaudita solución en la que Shaw, secuestrador, renuncia a ese cara a cara y perpetra, ante la impotencia de Matthau, un plan B que le reconoce un último pequeño triunfo. La victoria de Matthau vendrá más tarde, dada por:

1. La importancia subrayada de los secundarios, en general, y los secuestradores, en particular. Estos mantienen el anonimato denominándose con colores. ¿Les suena?
2. Un elemento del guión en apariencia minúsculo (un estornudo) que acaba convirtiéndose en una solución de guión enormemente eficaz.

Y un último apunte: cuando la situación alcanza su punto crítico y el tren corre sin control hacia el descarrilamiento seguro, ninguna de las imágenes hiperestilizadas de Scott para escenificar el caos, logra lo que logra un sólo movimiento de cámara de Sargent, cuando el barrido fugaz sigue al metro alejarse y vemos una silueta en la última puerta del vagón. Una imagen que, algo modificada, iba a servir como acertado reclamo de la película.

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