viernes, julio 31, 2009

Up


La película de Pete Docter (Monstruos, S.A.) logra ese milagro que quizá también sea el secreto de la intemporalidad de la obra: el feliz encuentro entre el relato clásico de aventuras y la renovación de lugares (demasiado) comunes de la animación. En el primer apartado, no es difícil acordarse de El mundo perdido de Arthur Conan Doyle, y tampoco debería sernos extraña la lucha de espadachines (no exenta de los achaques de la edad). En lo segundo, es representativa la decisión de reinventar la agotada tradición de animales parlanchines, confiriendo voz a los perros de Muntz sin despojarles de sus expresiones caninas (excelente trabajo, pues, en la distinción del locutor a través de gestos y movimientos), si bien sí habrá humanización en el guiño a las pinturas perrunas de Cassius Marcellus Coolidge.
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Arrástrame al infierno


La idea de que su protagonista, Christine Brown (Alison Lohman), sufra su maldición como consecuencia de los avatares de la crisis económica, insufla a la cinta una cierta ironía que, aunque quizá no intencionada, no deja de ser una alentadora premisa hacia el desmelene gore. Y cuando este llega, uno sabe que Raimi ha puesto todo su empeño en restituir el espíritu Evil dead, dando con una demente sesión de espiritismo o un antológico cuerpo a cuerpo en el aparcamiento entre Alison y la zíngara que le maldijo. Hay, incluso, un impagable momento en el que irrumpe un elemento tan cartoon como un yunque, para resultar en la perfecta comunión entre el asco y la carcajada y alcanzar otra cumbre del estupendo trabajo de Gregory Nicotero. Pero, en fin, también hay cierta sensación de la pérdida del hallazgo, del descubrimiento del terror underground y bufo que aquí se sustituye por la serie B como imposición, no como condición.

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jueves, julio 30, 2009

Pelham uno, dos, tres (Joseph Sargent, 1974)

Los atractivos del original, en este caso, superan en mucho a los del remake. Y no es que le falten a Asalto al tren Pelham 123, revisión en la que Tony Scott ha incorporado, a la hipervisibilidad habitual, unos personajes definidos por su ambigüedad moral. Pero, con todo, no aguanta la comparativa con su referente y, de paso, pone de manifiesto que no todas las evoluciones del género deberían celebrarse igual. Pese al simplismo de la afirmación, no puedo evitar pensar en Sargent como un artesano, un realizador que antepone la eficacia del producto y los cabos atados a dejar cualquier impronta. Y en Scott, como un estilista camino de un género de thriller propio.



Pelham uno, dos, tres no sólo es un excelente ejemplo de thriller "de oficio", sino también una muestra de género perfectamente consciente de su tiempo y su contexto: la Nueva York de los 70, la de la crisis urbana, el proyecto de megalópolis infestado de corrupción y delincuencia. La película de Sargent no sólo se sitúa en ese escenario, sino que ve instalado su tono, su misma alma desde el mismo. Algo así sucedía en dos de sus hermanas mayores del género: Serpico y The French connection también se deben, y mucho, a ese contexto. Hay tanto en la Pelham de 1974 como en su actualización, un personaje secundario pero fundamental para determinar el momento socio-político de cada cual: el alcalde. En la primera, el mayor incorporado por Lee Wallace es un dirigente perezoso, que tiene que ser sacado de la cama para afrontar la crisis. El secuestro sólo parece preocuparle en término de votos y opinión pública, y es su consejero quien le describe la ecuación y el resultante en cada elección. Alguien en la reunión se acuerda de que están en una democracia, a lo que Wallace contesta tajante que Nueva York es algo distinto a una democracia. Al segundo alcalde, interpretado por James Gandolfini, lo describe muy bien Antonio José Navarro en la última Dirigido Por:

En el Nueva York post 11-S que apenas entrevemos en Asalto al tren Pelham 123, ya no existe rastro alguno de la vieja crisis urbana: es una fría, funcional y algo triste metrópoli alejada del esplendor de la era Giuliana, y que su nuevo alcalde, el plutócrata Michael R. Bloomberg, administra de manera despreocupada. No en vano, su alter ego en la pantalla, interpretado por James Gandolfini, exclama ante las súplicas de uno de sus ayudantes, que le increpa para que haga una demostración de autoridad: me he dejado mi traje de Rudolph Giuliani en casa. El personaje de Gandolfini está más preocupado por el dinero y su escandalosa vida sexual que por el crimen.
Otro tanto a favor del original: Pelham uno, dos, tres ofrece más voltaje en las conversaciones que mantienen secuestrador y negociador y estas, una naturaleza bien distinta. Si en la cinta de Scott, Washington es héroe anónimo cuya implicación no voluntaria acaba siendo también vía de redención, allá Walter Matthau tomaba las riendas porque se sabía más capaz. Donde Washington es un funcionario arrepentido, Matthau es un sabueso mordaz. Al otro lado de la línea, Robert Shaw era un secuestrador pragmático e inflexible, un villano que renuncia a cualquier otra motivación que el dinero. Todo lo contrario que en el caso de Travolta, cuyo ex broker encabronado engarza una conferencia tras otra en torno a la moral, el destino y las deudas con Dios.



Las soluciones para ambos enfrentamientos también son bien distintas: Travolta y Washington, tienen que acabar, sí o sí, en un duelo en todo lo alto, acorde al tono y ruido visual del thriller de Scott. Y este acontece en el puente de Brooklyn, donde se resuelve toda redención y dilema moral. La película de Sargent, por su lado, renuncia a cualquier escalada del espectáculo, siquiera a salir a la superficie: es una película subterránea, más oscura, cuyo enfrentamiento entre secuestrador y negociador no corresponde a un clímax. Muy al contrario, sorprende por la inaudita solución en la que Shaw, secuestrador, renuncia a ese cara a cara y perpetra, ante la impotencia de Matthau, un plan B que le reconoce un último pequeño triunfo. La victoria de Matthau vendrá más tarde, dada por:

1. La importancia subrayada de los secundarios, en general, y los secuestradores, en particular. Estos mantienen el anonimato denominándose con colores. ¿Les suena?
2. Un elemento del guión en apariencia minúsculo (un estornudo) que acaba convirtiéndose en una solución de guión enormemente eficaz.

Y un último apunte: cuando la situación alcanza su punto crítico y el tren corre sin control hacia el descarrilamiento seguro, ninguna de las imágenes hiperestilizadas de Scott para escenificar el caos, logra lo que logra un sólo movimiento de cámara de Sargent, cuando el barrido fugaz sigue al metro alejarse y vemos una silueta en la última puerta del vagón. Una imagen que, algo modificada, iba a servir como acertado reclamo de la película.

Asalto al tren Pelham 123


Sí hay margen para la sorpresa en la manera en que Scott actualiza la obra original. A diferencia de Sargent, el realizador convierte la confrontación entre secuestrador y negociador en un ring de encontronazos morales, de confesiones y transferencias de la culpa y la responsabilidad entre ambos contendientes. El personaje de Denzel Washington pierde el sarcasmo magnífico del original de Walter Matthau, pero a cambio se ve emplazado a una ambigüedad moral que sólo su antagónico acabará por desenmascarar. Este (John Travolta), por su lado y pese a las proclamas fanáticas que puntualmente nos recuerdan su sociopatía, se revela como víctima del desplome capitalista, un ex broker de Wall Street dispuesto a traducir sus rehenes en valores económicos.
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martes, julio 28, 2009

Nueva York para principiantes


El paralelismo y la mención a La dolce vita, de Federico Fellini, recorren la cinta: el personaje de Kirsten Dunst la señala como la mejor película y más tarde, el de Simon Pegg, le regala el vinilo de la banda sonora de Nino Rota; Megan Fox se da un baño de glamour en la piscina, al que Robert Weide querría conferir el aura, la categoría de epifánica visión de Anita Ekberg en las aguas de la fontana; y un cine que pasa la película es el marco de un feliz reencuentro. Pero he ahí la clave: la escena proyectada corresponde a la orgía, la fiesta de la infinita decadencia de la alta burguesía romana en la que Marcello Mastroianni cabalga sin pudor sobre una de las asistentes. Es decir, una de las secuencias más terribles, inclementes de la filmografía del riminés ante la que, sin embargo, el público arremolinado en torno a la pantalla al aire libre, ríe y disfruta como si se tratase de una sesión de blockbuster y sobaquillo de una noche de verano. En realidad, la escena marca la esencia de Nueva York para principiantes: la comedia romántica que cree subirse un escalón por encima desde el mismo momento en que lanza su ataque sobre la high society neoyorquina.
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jueves, julio 23, 2009

Apuntes acerca de "El lector", de Bernhard Schlink

1.
Viendo Las horas, intuí un día en Stephen Daldry un adaptador nada conformista, el autor capaz de lanzarse a la piscina y no ahogarse en la complejidad del texto original. Pero entonces era sólo eso, una intuición. Hoy, tras la lectura de El lector, es más una afirmación, si bien esto no ha de significar el mismo calado en el texto fílmico que en la superlativa novela de Bernhard Schlink. Dicho, claro está, desde la consciencia de las necesidades de cada lenguaje: la omisión de la narración en primera persona por Michael Berg inevitablemente resta mimbres al total del discurso de Schlink, al que ahora iremos. Cuando vi El lector, discerní en ella el discurso de la culpa colectiva, la constatación, aquí sí y en voz alta, del Holocausto no como una barbarie atribuida en exclusiva (y con alivio) al movimiento nacionalsocialista, sino como consecuencia de una complicidad nacional, la permisibilidad de todo un pueblo que desde el inmovilismo o la ignorancia aupó el régimen que lideró la hecatombe humana. Leyendo El lector he comprobado lo mucho más lejos que Schlink llega. He aquí el extracto ilustrativo:

La culpabilidad colectiva, se la acepte o no desde el punto de vista moral y jurídico, fue de hecho una realidad para mi generación de estudiantes. No sólo se alimentaba de la historia del Tercer Reich. Había otras cosas que también nos llenaban de vergüenza, por más que pudiéramos señalar con el dedo a los culpables: las pintadas de esvásticas en cementerios judíos; la multitud de antiguos nazis apoltronada en los puestos más altos de la judicatura, la Administración y las universidades; la negativa de la República Federal Alemana a reconocer el Estado de Israel; la evidencia de que, durante el nazismo, el exilio y la resistencia habían sido puramente testimoniales, en comparación con el conformismo al que se había entregado la nación entera. Señalar a otros con el dedo no nos eximía de nuestra vergüenza. Pero sí la hacía más soportable, ya que permitía transformar el sufrimiento pasivo en descargas de energía, acción y agresividad. Y el enfrentamiento con la generación de los culpables estaba preñado de energía.

Sin embargo, yo no podía señalar con el dedo a nadie. Desde luego, no a mis padres; a ellos no podía reprocharles nada. Durante el seminario de Auschwitz, imbuido de celo progresista, había condenado a la vergüenza a mi padre, pero ahora ese celo se había disipado, e incluso me resultaba embarazoso, visto retrospectivamente. Todas las culpas que se les pudieran achacar a las demás personas de mi entorno social no eran nada comparadas con las de Hanna. Era a ella a quien tenía que señalar con el dedo. Pero, al hacerlo, el dedo acusador se volvía contra mí. Yo la había querido. No sólo la había querido, sino que la había escogido. Me replicaba a mí mismo que en el momento de escoger a Hanna no sabía nada de su pasado. Y así intentaba refugiarme en esa inocencia con la que los hijos aman a los padres. Pero el amor a los padres es el único del que no somos responsables.

O quizá sí lo somos. Por entonces yo envidiaba a aquellos de mis compañeros que renegaban de sus padres y, con ellos, de toda la generación de los asesinos, los mirones y los sordos, de los que toleraban y aceptaban a los criminales; de ese modo, si no se libraban de la vergüenza, por lo menos podían soportarla mejor.
2.
Como irremesible resultante de esa renuncia a la primera persona narradora, el Michael Berg de la película (David Kross como adolescente, Ralph Fiennes como adulto) se ve sustancialmente privado de tales disquisiciones y queda más desdibujado pese a la fiel frialdad de Fiennes. Ahora bien, es justo reconocer que en la novela de Schlink también pesa más el personaje de Hanna, como es justo, justísimo, alabar la composición de esta por Kate Winslet. Y lo es por lo terroríficamente complejo del personaje, porque la actriz fue tan capaz de su crueldad como de su indefensión emocional, del ingenuo desconcierto ante la hipocresía de la concentración de la culpa, ante el dedo acusador. Durante el juicio vemos a una Hanna perdida, que nunca acaba de entender los motivos de su presencia y se ve impotente ante la retórica judicial. Hanna replica siempre con la sinceridad de alguien que considera todo acto punible que pudiera haber cometido supeditado a la imposibilidad de otra elección. Es más, se muestra atónita ante el mero hecho de la acusación. Y es en ese asombro, en ese siempre turbador estado de vulnerabilidad inconcebible, como uno encuentra a Winslet en la película de Daldry. Así se la describe, en el texto, en algunos pasajes correspondientes al juicio:

Hanna lo preguntaba en serio. No se le ocurría qué otra cosa debía o podía haber hecho, y quería que el juez, que parecía saberlo todo, le dijera qué habría hecho él (...).

La pregunta no iba dirigida al juez. Hablaba consigo misma, se preguntaba a sí misma, vacilante, porque todavía no se había planteado la pregunta, y dudaba de que fuera la pregunta correcta, y de cuál podía ser la respuesta.




Al final, resulta que El lector tiene mucho de eso, de buscar las preguntas correctas y entonces, sólo entonces, plantearnos cuáles serían las respuestas. Un último párrafo para certificar el éxito de Winslet en su encarnación:

La lectura duró varias horas. Cuando el juicio acabó y condujeron fuera a las acusadas, esperé a ver si Hanna me miraba. Estaba sentado en el sitio de siempre. Pero ella miraba hacia adelante sin ver nada. Una mirada arrogante, ofendida, perdida e infinitamente cansada. Una mirada que no quería ver nada ni nadie.

3.
Schlink publicó El lector en 1995. Por entonces, ya sospechaba que las crecientes ficcionalizaciones del Holocausto ponían de manifiesto cierto peligro: la reinterpretación de la historia como otra forma de olvido.

Hoy en día hay tantos libros y películas sobre el tema, que el mundo de los campos de exterminio forma ya parte del imaginario colectivo que complementa el mundo real. Nuestra fantasía está acostumbrada a internarse en él, y desde la serie de televisión Holocausto y películas como La decisión de Sophie y especialmente La lista de Schindler, no sólo se mueve en su interior, no se limita a percibir, sino que ha empezado a añadir y decorar por su cuenta. Por aquel entonces la fantasía apenas se movía; teníamos la sensación de que la conmoción que había producido el mundo de los campos de exterminio no era compatible con la fantasía. La imaginación se limitaba a contemplar una y otra vez las pocas imágenes que le habían proporcionado las fotografías de los aliados y los relatos de los prisioneros, hasta que se convirtieron en tópicos fosilizados.

Desde luego, tras este punto hubiera sido harto interesante preguntar a Schlink acerca de La vida es bella.

Háblame de amor


Como película sobre la adicción y el juego, el debut de Muccino es una broma de mal gusto, máxime cuando vienen a la mente títulos como El hombre del brazo de oro; como cinta romántica, un pastel insoportablemente empalagoso; como discurso de la culpa, sus intentos a lo largo de la trama resultan invariablemente nulos; como aparato referencial, un intento desesperado por aspirar a la grandeza a través de Chet Baker o L’ atalante. Con todo, Muccino lo intenta, se regala el papel de buenazo irresistible y crea hermosas imágenes postizas mientras la partitura de Andrea Guerra remeda a Thomas Newman. Y así, tópico tras tópico, afectación tras afectación, Háblame de amor se construye sobre justificaciones dramáticas imposibles, retorcidas hasta llegar a la comedia involuntaria.
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lunes, julio 20, 2009

Harry Potter y el misterio del príncipe

La saga parece haber encontrado en David Yates su gran aliado. El británico ha tomado el pulso a esa fatalidad, se demuestra capaz de esa oscuridad creciente; así lo anunciaba aquella Harry Potter y la Orden del Fénix y así se infiere, más si cabe, de la que aquí nos ocupa. Empezando por la paleta cromática, Yates no sólo ha sumergido sus trabajos en tonos apagados y diseños de producción evidentemente menos entusiastas, sino que su cámara se ha ido contagiando, progresivamente, de esa tendencia al hiperrealismo cinematográfico que se extiende por el blockbuster como falaz certificado de calidad (véase aquí la batalla en las inmediaciones de la casa Weasley y véase, después, cualquiera de las más arenosas escenas de Terminator salvation). En cualquier caso, y sin que sea la de Yates una cinta imbuida de dicha tendencia, lo que sí es cierto es que su color anímico acompaña perfectamente a lo que nos está diciendo: hay pasión teen, tentativas de novillos y magreos clandestinos en los rincones de Hogwarts; están las primeras cervezas y los primeros sentimientos hechos añicos; pero todo, absolutamente todo, se ve fatalmente cohibido por la proximidad de la tragedia.
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jueves, julio 16, 2009

Monstruos políticos

Pero dos monstruos diseñados desde perspectivas y contextos socio-políticos distintos, con diferentes razones para existir. Pero al fin y al cabo, eminentemente políticos. A estas alturas, no es ninguna sorpresa afirmar que Japón bajo el terror del monstruo (Ishiro Honda, 1954), primera incursión de Godzilla bajo el sello Toho, es una película política (vía kaiju eiga). No es extraño, tampoco, que Roger Ebert la denominara la Fahrenheit 9/11 de su tiempo (dentro de una crítica poco afortunada, pero esa es otra historia). Efectivamente, Godzilla es hijo de Hiroshima y Nagasaki, de la bomba H a la que tantas veces se alude en la cinta, una frustración nacional en forma de lagarto de 50 metros.



El debut del monstruo en pantalla respira la fatalidad del desastre nuclear, y por si fuera poco, Honda reviste a uno de sus personajes, el Dr. Serizawa, de un empecinado alegato antibélico y antinuclear que se prolonga hasta su sacrificio último. Serizawa se niega por activa y por pasiva a utilizar su destructor de oxígeno para frenar los ataques de Godzilla sobre la bahía de Tokio. Las razones del científico pasan por negar la posibilidad de que su invento sea el desencadenante de nuevos holocaustos. En su empeño encontrará su muerte, y tras ceder en última instancia a la utilización del destructor, Serizawa se asegura de llevarse su secreto a la tumba en una humanitaria heroicidad, una súplica desesperada que implora la no repetición de la barbarie de la guerra. Y lo hace muriendo junto al monstruo, proclamando su victoria al caer junto al icono de la derrota, hoy icono nacional nipón donde los haya.



De The Host (Gwoemul) (Bong Joon-ho, 2006) ya hemos hablado alguna vez. La monster movie de la década (sí, por delante de Cloverfield) tampoco puede negarse hija de su tiempo. Para empezar, Bong Joon-ho se merienda los lugares comunes del género y hace de su película una suma de comedia del patetismo, terrorífica película de monstruo (insoportablemente claustrofóbica cuando nos adentramos en su guarida) e insólito thriller político. En calidad de esto último, actualiza los miedos sociales a un escenario post 11-S y lleva la paranoia del control gubernamental hasta sus últimas consecuencias: los Park descubren, por accidente, que el virus nacido a rebufo de la aparición del monstruo es una mera invención, el terror biológico como excusa para perpetrar un control más férreo de la población e instaurar una suerte de estado militar. A ellos, por cierto, todo esto se la trae más bien al pairo siempre que no sea obstáculo para encontrar a Nam-Joo. Tal es la naturaleza de The Host.



Si alguien aún duda del magnífico comentarista socio-político que es el director coreano, Memories of murder (2003) le sacará de toda incertidumbre. Es, junto a Zodiac (no por casualidad ambas se atreven a proponer casos que no encontraron resolución), el policiaco más poderoso en años, un thriller rural que hace de la impotencia elemento indispensable, que expone la falta de medios de la investigación en un añadido y no una vergüenza a tapar, un nuevo motivo para el comentario y un signo evidente del peso del escenario (aquí la Corea del Sur de finales de los 80) en el cine de Bong Joon-ho. Y además, la patada-chiste como detalle común a Gwoemul.

martes, julio 14, 2009

V.O.S.


Gay renuncia a los resortes del bigger than life como renuncia a hacer su particular Ocho y medio, dejando a un lado la figura del autor, aquí representada en Ander (Andrés Herrera), y acercándose con teatralidad e ironía autoconscientes a las relaciones establecidas entre los miembros de dos parejas que son centro y sustento del relato. V.O.S. es una comedia en todo momento desnuda, en todo momento confesante de sus mecanismos (bien puede aparecer una autocrítica sobre una escena recién vista o adelantarse un final al espectador), que homenajea a Woody Allen y lanza un guiño a Friends. En un momento dado, sus personajes incluso se dirigirán a la platea para sabotear la última frontera de la ficción, como retoños de Arnaud Desplechin haciéndonos cómplices inesperados de sus confidencias. Pero más allá de la necesariamente pretenciosa estructura, de lo inevitablemente aparatoso que exigen tales sabotajes, V.O.S. no esconde más que una comedia romántica al uso.

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miércoles, julio 08, 2009

Delicious y delicias

1.
Ya tengo del.icio.us. No hace ni dos semanas que lo descubrí y, por tanto, no hace ni dos semanas que me doy de cabezazos contra la pared acordándome de todos los marcadores que se perdieron en el camino antes de descubrir este servicio de bookmarks. En fin, ya he empezado a almacenar con el entusiasmo del iniciado. Disfrutaré de mi felicidad hasta que lleguen los agobios impuestos por la asiduidad. Más o menos como con este blog, vaya.

2.
Primera delicia. Descubierta en El Sótano de Radio 3. Se llaman Guadalupe Plata y son de Úbeda. Así suenan:



La siguiente es del mismo programa, pero distinto día. En este caso, una sesión-homenaje a The Ventures. En un momento dado, aparece una colaboración de The Ventures con The Charades, versionando nada menos que el tema de Los 7 magníficos, compuesto por Elmer Berstein. A mí esto me despierta la vena épico-nostálgica. Y de qué manera.



Este último es antes un delirio que una delicia. Quien quiera conocer a fondo la obra de Weird Al, sólo tiene que buscarla en Spotify o pinchar aquí, que es donde yo lo encontré. Atención al momento Bulbasaur (1'29''), clímax indiscutible.



3. Anunciada la Filmoteca d'Estiu 2009. Pero ojo, sólo los ciclos y no las películas que incluirán. Y resulta que uno de ellos se titula El superhéroe. Retratos contemporáneos. A falta de saber el listado, tengo entendido (y por otra parte, era de esperar) que Watchmen entra en la selección. Así que sí: Watchmen en pantalla grande y sin doblajes poco convincentes (al Dr. Manhattan me remito). Cita ineludible.

Pagafantas


Pagafantas es el triunfo de una comedia que tanto bebe de la ficción televisiva como de la screwball comedy, que tanto sabe incorporar el humor dialéctico más clásico como los greatest hits del sketch más renovado. Es Vaya semanita, es Muchachada Nui y es Howard Hawks machacando el solapamiento del diálogo, dando a su irresistible heroína la fuerza ciclónica que trae de cabeza al sufrido antihéroe de un Judd Apatow sin una pizca de clemencia para con su personaje. Pero sobre todo, Pagafantas es una película con extraordinarias dotes para conectar con una generación, con el pagafantismo como sentimiento universal y personal del que todos fuimos alguna vez víctimas.
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martes, julio 07, 2009

La última casa a la izquierda


El remake firmado por Dennis Iliadis hace de aquella imperfecta delicia un sofisticado producto de terror. Pulcro y menos insólito, pero capaz de sobreponerse a aquella imperfección con brillantes soluciones. Esta La última casa a la izquierda se sabe desposeída de la misma capacidad de impacto que su referente disfrutó en su contexto. Y por ello, su horror es premeditado, que no prefabricado, pulido hasta la impecabilidad de sus secuencias más impactantes, a saber la insoportable violación (pese a todo, más soft que la original), o una sangría en el fregadero de la cocina que pretende hacer olvidar la omisión de la castración, tan imborrable en la cinta de 1972. Es decir, esta revisión renunciará a ser aquella desinhibida celebración gore, pero a cambio se sabe capaz de insostenibles tensiones dramáticas y escrupulosidad en el diseño de una matanza agreste, cafre, y rubricada con un epílogo inusitadamente grotesco, reminiscente de la escena más recordada de la Scanners de David Cronenberg.
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sábado, julio 04, 2009

Transformers: La venganza de los caídos


Si hay una secuencia apasionante, ejemplar en Transformers: La venganza de los caídos, es aquella que triunfa explotando las infinitas posibilidades del campus universitario. Bay desempeña el mejor tramo de su vasta película (150 minutos) haciendo realidad el sueño post-adolescente de una facultad repleta de monumentales féminas, primero, y permitiéndose su propia Kristanna Loken, después. Por si fuera poco, el acoso y derribo por parte de la espectacular sucedánea del T-X se corresponde con los momentos más sinceramente cartoon de Shia LaBeouf, para acabar desembocando en la proclamación, ahora sí, de la tecnocracia de Bay con la devastación de la biblioteca universitaria. Lástima que la ironía claudique, era de esperar, ante la aparatosidad de todo planteamiento posterior y la imperativa loa militar.


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jueves, julio 02, 2009

Horror folk!

Japón bajo el terror del monstruo (Ishiro Honda, 1954) y La última casa a la izquierda (Wes Craven, 1972) son las dos últimas películas que he podido disfrutar fuera de mi ronda semanal de la cartelera. De la primera, ya urdo un post descabellado (entretanto, apuntes impagables aquí y aquí). De la segunda quiero hablarles de David Hess.

Hess comienza su carrera como David Hill en 1957, escribiendo canciones para Shalimar Music y para Elvis Presley, a quien iba a regalarle éxitos varios. Compuso Start Movin', para Sal Mineo y Rockin Shoes, para los Ames Brothers, y en 1963 hizo número uno a Pat Boone con su Speedy Gonzalez. Antes de empezar su carrera como actor, incluso gana un Grammy con la rock ópera The Naked Carmen. En 1972, La última casa a la izquierda le convierte en parte activa del perfecto plan de un debutante Wes Craven para atentar contra la perfecta middle-class norteamericana (auténtico terrorismo de género que también cimienta su siguiente película, Las colinas tienen ojos). La ópera prima de Craven no se entiende sin Hess en su doble función: psicótico villano con turbadores aires a Sly Stallone; y compositor tras ella de una de las bandas sonoras más bizarras jamás perpetradas en el género.


La música que se escucha en La última casa a la izquierda va desde un organillo que bien podría ser el preámbulo al John Carpenter de La noche de Halloween a baladas cuasibucólicas en sintonía con el momento post-Woodstock. Ahora bien, los sonidos más epatantes llegan cuando asistimos a las bufonescas intervenciones de un ridículo sheriff y su ayudante, contrapeso sorprendente, desestabilizador de la angustia generalizada que insufla la película de Craven (su momento estrella, una caída desde el techo de un camión que transporta gallinas). En esos casos lo que escuchamos en la banda sonora es... ¡a David Hess arrancándose con sonidos folk! El pastiche sonoro es de órdago, pero funciona insolentemente bien: uno sospecha que ninguna otra combinación imperfecta podría tener repercusiones tan patentes en la memoria del espectador. Ni tan inquietantes, claro. He aquí una muestra marcianísima que reúne los tres sonidos:



En las imágenes: Caricatura de David Hess por Frank F. Dietz © 2001-2009 Frank F. Dietz. All Rights Reserved. Fotograma de "La última casa a la izquierda" © 1972 Rogue Pictures, Film Afrika Worldwide y Midnight Entertainment. Todos los derechos reservados.